Schiele por sí mismo

Jun 6 • destacamos, principales, Reflexiones • 4468 Views • No hay comentarios en Schiele por sí mismo

 

POR GABRIEL BERNAL GRANADOS

 

  1. Eros es eros es eros Hay una imagen de Egon Schiele (1890-1918) que podría interpretarse como la síntesis negativa de una época: el cambio de siglo en ese laboratorio que significó para el espíritu y la ciencia la Viena de finales del siglo xix y principios del xx. Me refiero a su autorretrato de 1911 titulado Eros, una acuarela sobre carboncillo donde se aprecia la figura ¿decrépita, decadente o simplemente procaz? del propio Schiele en el momento de masturbarse. Sentado en una silla, el pintor —modelo de sí mismo— con una bata desabotonada que deja al descubierto su torso pálido y enteco, esgrime entre los dedos de su mano izquierda los argumentos absolutamente brutales de su falo erecto. El modelo observa al espectador con una mirada que no redime las circunstancias en las que se produce la escena: es el deseo lo que nos confronta, con esa suerte de angustia devastadora que simula las diagonales cada vez más estrechas de un callejón sin salida. La mano izquierda se antepone al vellocino negrísimo para empuñar el falo, con una garra que más bien se asemeja a una caricia; en cambio, el índice de la mano derecha se ocupa en poner énfasis sobre la punta de un glande que parece una i colocada sobre un plano oblicuo.

 

Durante años me consternó la imagen porque, quizás, en una primera instancia parecería estar revelando las entretelas de una voluntad insana, adormecida dentro de sí misma, que se descubre frente a los ojos de quien la mira para arrojarle una suerte de escupitajo en la cara. “¡Qué me miras, imbécil!”, parece decir, pese al mutismo de sus labios cerrados. “Porque esto que yo hago frente a ti es lo que tú haces en la oscuridad de tu baño, sin atreverte a mostrarlo.” Schiele convierte su autorretrato en una puesta en escena individual, donde se representa un monólogo carente de vocablos; y la única frase que se reproduce a lo largo de esa representación monológica constituye, en suma, un desafío. “Eso que tú eres; eso que yo soy”… repetido hasta la náusea.

En esa misma tesitura, es imposible no traer a cuento el prólogo a Las flores del mal de Baudelaire, que cincuenta y cuatro años antes había apostrofado a sus lectores con la misma violencia de un bofetón propinado en plena cara:

 

Igual al disoluto que besa y mordisquea

El lacerado seno de una vieja ramera,

Si una ocasión se ofrece de placer clandestino

La exprimimos a fondo como naranja seca.

[Traducción de Antonio Martínez Sarrión]

 

 

(El francés es más elocuente y “geométrico” que el castellano: “Que nous pressons bien fort comme une vielle orange”… El apunte encendido de una naranja, en contraste con el negro y el gris de la acuarela en Schiele; la palidez de las carnes y la inexpresividad del abrigo, en contraste con el vigor y la significación de un anaranjado que carece de remordimiento —que nous pressons bien fort como buscando, en efecto, exprimirle el semen o el sentido. Y la sensación vagamente contradictoria de encontrarnos en la celda de un manicomio, donde el artista aparece como un individuo despojado de razón y al mismo tiempo iluminado por el rayo de una gracia entre divina y pútrida.)

 

Las peores fechorías que constituyen la verdadera naturaleza del hombre, dice Baudelaire en ese prólogo, la violación, el veneno, el crimen, el incendio, no alcanzan el plano de la realidad por una mera falta de empeño y decisión, que se recortan en el cartón de nuestras almas como una mera ausencia. Así, incapaces de hacer nada o temerosos de liberar a la criatura que llevamos dentro, el hombre languidece y agoniza frente a una falta de propósito en la vida. Una falta de propósito que en mucho se asemeja a una falta de sentido. “¡Es el Tedio! —Anegado de un llanto involuntario,/ Imagina cadalsos, mientras fuma su yerba./ Lector, tú bien conoces al delicado monstruo,/ —¡Hipócrita lector —mi prójimo— mi hermano!”

 

El Eros de Schiele es una idea: el desnudamiento de su yo verdadero que se pronuncia en contra de lo que considera el cimiento y la estructura de la sociedad de su tiempo: la hipocresía y la censura. O la represión de la pulsión sexual, para utilizar el vocabulario de la psicología freudiana. Schiele no distingue entre uno y otro reino: para él, sexualidad es sinónimo de creatividad y liberación, por tanto, de los fluidos secretos de lo inconsciente. La suya es una de las primeras y más contundentes exploraciones en el ámbito de la carnalidad manifiesta. Su yo erotizado es perturbador y amenazante pero, al mismo tiempo, dista de encontrarse adormecido o narcotizado. El índice apunta al glande como una forma de invitación a la violencia que supone el acto carnal de dos cuerpos que rehúyen su confesión definitiva, pero también lo hace porque en ese acto caníbal y embriagante subyace una forma de lucidez afirmativa. Más allá de la carne no hay nada; o quizá, más allá de la carne no hay vida. La cumbre de la civilización y la cultura que supuso la Viena finisecular, con sus abrigos, sus monóculos, sus guantes de piel negra y sus chisteras, sus salas de concierto y la vida expuesta de los cafés y los pastelillos, no es otra cosa sino el envés hipócrita y mendaz de lo que pugna por salir a la superficie todo el tiempo y convertirnos así a la religión de lo que somos realmente, cuerpos desnudos que ansían encontrar formas de manifestar las verdades, para nada sublimes, del espíritu: el estupro, el veneno y el incendio a los que Baudelaire se refiere en el prólogo a sus “flores enfermas” —una serie de poemas y sonetos que tenía el propósito de exponer el sentido último de la modernidad en las grandes ciudades de la Europa de la segunda mitad del siglo xix.

 

El Eros de Schiele es una antipación a los desastres de la guerra que está a punto de suceder en Europa, y en ese contexto debemos situar el espíritu de su obra. Pero también es algo más, que obedece a un espacio-tiempo indefinido. Quizá porque más que una idea o una historia, lo que se desprende del eros de Schiele es una suerte de dolor que va más allá de las palabras. Si Baudelaire decía sentirse hermanado con sus lectores por compartir con ellos una misma sensación de aburrimiento y de indolencia frente a los hechos de la vida, lo que nos hermana con el Eros de Schiele es una sensación de dolor y de ensimismamiento que se desborda al plano de lo existencial ontológico.

 

 

  1. Antagonismo de la palabra y el dibujo. “Es el deseo lo que nos confronta…” he dicho en el párrafo inicial de este breve texto sobre Schiele; pero ahora, al reflexionar sobre lo escrito, me pregunto si es verdaderamente el deseo lo que nos confronta en este autorretrato de Egon. La figura parece derretirse sobre sí misma, luego de haber atravesado el umbral del siglo xx y conocido los esplendores de una cultura, la vienesa, que se encuentra en pleno proceso de desintegración. Schiele pinta este autorretrato unos cuantos años después de que Robert Musil publicara Las tribulaciones del estudiante Törless (1906), la primera novela moderna sobre el bullying que pone al descubierto las tensiones homoeróticas que subayacen a esta práctica de sometimiento entre varones y que constituye, asimismo, el rito de paso entre la infancia y la adolescencia; son los años, asimismo, en los que Musil comienza a bosquejar su obra maestra, El hombre sin cualidades, donde continuara su exploración en el tedio baudeleriano como una constante en la sociedad moderna y donde entreteje los hilos de una trama de incesto entre dos hermanos que comparten los mismos caracteres. Schiele acusa la influencia del psicoanálisis freudiano en pinturas como ésta y rebasa la frontera de lo políticamente correcto en pintura. Si Schiele señala la punta de su verga con el dedo índice de su mano derecha, ¿es porque está demostrando precisamente eso: que la pintura no es sino una potencia del pensamiento que procede por asociaciones mentales imaginativas que desembocan en fenómenos plásticos de los cuales está excluida la palabra? Dentro de este contexto, el falo viene siendo una afirmación apocalíptica de autoconsumo y autogeneración de un placer que va en contra de los valores que conforman la membrana protectora de la célula social en Occidente: la procreación y la familia. El autorretrato de Schiele, como la novela inconclusa de Musil, señala y recrea el final de una época que no acaba nunca de conocer su término preciso.

 

*FOTO: Eros, Egon Schiele, 1911/Especial

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