El precio de la desconfianza en la ciencia

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Frente a la seguridad con que el gobierno dice estar preparado para atender la contingencia sanitaria, la desaparición del Seguro Popular y la reducción presupuestal en investigación científica son dos decisiones cuestionables que se pondrán a prueba en las próximas semanas. Estos dos reconocidos médicos y ensayistas analizan el panorama

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POR OCTAVIO GÓMEZ DANTÉS Y JULIO FRENK

Vivimos una crisis de confianza en la ciencia y una época de menosprecio por los hechos comprobables. Las opiniones de los líderes políticos, las figuras públicas y los influencers pesan más que los juicios de los técnicos y los expertos.

 

Esta crisis es producto, en parte, de lo que Mario Vargas Llosa llama “la cultura del espectáculo”, una cultura que privilegia la diversión y lo ligero, banaliza la sabiduría y busca la evasión fácil. Pero también es resultado del auge reciente del populismo, un fenómeno político que se caracteriza por separar a la sociedad en dos bandos: el “pueblo bueno” y la “élite corrupta”. El pueblo incluye sobre todo a los sectores marginados. La élite son los liberales cosmopolitas, los tecnócratas y el establishment político, entre otros.

 

El líder populista, de izquierda o derecha, encarna al pueblo, que es el grupo de la población que está con él. “Yo no soy un individuo, soy un pueblo”, dice uno de esos líderes. “Yo no me pertenezco, yo soy de ustedes”, dice otro. En campaña permanente y en busca de apoyo, reparte beneficios directamente, promete lo que los ciudadanos esperan y profetiza cambios profundos. Usa, asimismo, un lenguaje llano y asume comportamientos simples para parecerse al común de la gente. El populista también divide continuamente, enalteciendo los supuestos valores intrínsecos del pueblo, y descalificando los valores y comportamientos de las élites.

 

Un rasgo del populista, particularmente relevante para los propósitos de este artículo, es que desconfía de la ciencia y los científicos, a los que considera parte de la élite. “No van al campo, no conocen la realidad, viven en las nubes”, sentencia con autoridad uno de ellos. Una de las razones de tal desconfianza es que estos líderes recelan del pensamiento crítico, que es propio de la actividad científica, y que se define como el uso del conocimiento y la inteligencia para alcanzar la postura más razonable sobre algún tema. El populista, en cambio, usa el pensamiento elemental y mágico, que lo acerca a sus bases, y es un fanático de la intuición y las emociones. “El populismo es un asunto de corazón más que de cabeza”, decía Juan Domingo Perón, uno de los populistas clásicos.

 

Esta desconfianza en la ciencia ha tenido, en épocas recientes, consecuencias muy dañinas en relación con el uso de las vacunas y el cambio climático. Hay estudios que han demostrado, por ejemplo, una estrecha relación entre las posturas populistas y el rechazo a las vacunas, lo que ha producido descensos notables en las coberturas de vacunación en varios países europeos. El Movimiento Cinco Estrellas en Italia ha puesto en duda la seguridad de la vacuna contra el sarampión/paperas/rubeola, arguyendo, sin ningún sustento, que produce autismo. En Francia, el Frente Nacional se ha declarado en contra de las leyes que hacen obligatoria la vacunación. En Grecia, el gobierno izquierdista de Syriza, una coalición de la izquierda radical, propuso liberar a los padres de la obligación de vacunar a sus hijos.

 

El calentamiento global también ha sido blanco de los líderes populistas, quienes rechazan la idea de que, a partir de mediados del siglo XIX, se ha producido un incremento de la temperatura en la superficie de la Tierra como resultado de la actividad humana, en particular del uso extensivo de los combustibles fósiles. Esta idea ha alcanzado un consenso prácticamente absoluto dentro de la comunidad científica global. Sin embargo, los líderes populistas de muy distintos países y organizaciones políticas la han cuestionado abiertamente. Según Donald Trump, “el concepto de ‘calentamiento global’ fue creado por los chinos para reducir la competitividad de las manufacturas estadounidenses”. En medio de los desastrosos incendios que se produjeron en la Amazonia brasileña en 2019, el ministro de Relaciones Exteriores del Presidente Bolsonaro afirmó: “La supuesta catástrofe climática no existe. Se trata de una conspiración de la izquierda en contra de Brasil y Estados Unidos”. Alternativa para Alemania o AfD, un grupo de extrema derecha, también ha cuestionado consistentemente el calentamiento global y ha acusado a los ambientalistas de querer convertir Europa en un “asentamiento desindustrializado cubierto por turbinas de viento”.

 

El ataque de los populistas a los postulados científicos tiene propósitos puntuales, pero también un objetivo ulterior: vulnerar la credibilidad de la comunidad científica para así no verse obligados a generar, en ningún tema, un relato alternativo producto del razonamiento lógico y basado en hechos verificables. Bastará entonces con una simple opinión expresada en un evento masivo y respaldada entusiastamente por cientos de seguidores para aprobar decisiones y generar consensos.

 

La actual administración federal de México libra también una cruzada contra la ciencia, que incluye recortes presupuestales al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y ataques continuos del propio Presidente de la República a los investigadores científicos, a los que considera parte de una “burocracia dorada”. Antonio Lazcano, uno de los científicos más reconocidos del país, señaló que el Conacyt atraviesa por el momento “más inoperante e irrelevante de su historia”.

 

En el campo de la salud, dos hechos muestran el desprecio de las máximas autoridades del país por las evidencias derivadas de la investigación científica: la desaparición del Seguro Popular y la pobre respuesta a la pandemia de Covid-19.

 

Los ataques al Seguro Popular los inició el Presidente usando una frase —“No es seguro ni es popular”—, que ignora la enorme cantidad de evidencias que han demostrado su carácter redistributivo y su efectividad como instrumento de protección financiera. Los datos de 2019 de la Comisión Nacional de Protección Social en Salud indican que 97% de los 53 millones de afiliados al Seguro Popular pertenecían a los tres deciles de menores ingresos. Diversos estudios demuestran también que este seguro era, junto con PROGRESA/Prospera/Oportunidades, el programa público más progresivo de los últimos cuarenta años. Las evidencias indican asimismo que el Seguro Popular redujo a la mitad el número de hogares que experimentaban gastos catastróficos y empobrecedores por motivos de salud, los cuales pasaron de 1.3 millones en el año 2000 a 683 mil en 2014. Estos datos demuestran de forma contundente que el Seguro Popular sí era, en efecto, popular y seguro. Pero además este seguro amplió la cobertura de servicios de salud. El informe 2019 del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) señala que, gracias al Seguro Popular, la “carencia por acceso a servicios de salud” se redujo de 42.8 millones de personas en 2008 a 20.2 en 2018. Ningún otro indicador evaluado por el CONEVAL (rezago educativo, carencia por acceso a seguridad social, carencia por acceso a servicios básicos de la vivienda, carencia por acceso a calidad y espacios de la vivienda, carencia por alimentación) mostró un desempeño tan notable.

 

Sobre la base de prejuicios ideológicos y no de evidencias científicas, la actual administración sustituyó el Seguro Popular con el Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI), que funciona con los principios con los que operaba la Secretaría de Salubridad y Asistencia en los años setenta del siglo pasado. El Programa Sectorial de Salud 2019-2024, que es el documento oficial que sustentó esta decisión, no cuenta con la más mínima información sobre las condiciones de salud en México y sobre el estado en el que se encuentran los servicios de salud. En ausencia de información resulta imposible anticipar demandas, identificar prioridades y asignar recursos de manera razonable. Los prejuicios y las impresiones se convirtieron así en el instrumento básico para la toma de decisiones.

 

Los resultados están a la vista: el INSABI opera sin una base financiera y organizacional clara, con escasez de recursos humanos y con un enorme desorden gerencial que ha dado lugar a serios problemas de abasto de insumos. Los usuarios de los servicios que ofrece el INSABI se han visto obligados a pagar elevadas cuotas de recuperación y recurrir de manera creciente a los servicios privados de salud, exponiéndose al riesgo de incurrir en gastos catastróficos. No sorprende que las encuestas indiquen que 70% de la población rechaza las decisiones que esta administración ha tomado en materia de salud.

 

La pandemia de Covid-19 nos sorprende con un sistema de salud debilitado por los recortes al presupuesto de la Secretaría de Salud y las torpes políticas adoptadas por el gobierno actual descritas en los párrafos previos. La obsesión ideológica por desacreditar lo hecho en los últimos 35 años, en particular, ha desgastado la base financiera del sistema de atención, ocasionado desabasto de medicamentos y vacunas —al momento actual se han diagnosticado 73 casos de sarampión en el Valle de México—, debilitado la vigilancia epidemiológica y motivado el éxodo de decenas de técnicos y especialistas que hoy nos hacen mucha falta. A esto habría que sumar la obtusa respuesta que se la ha dado a esta contingencia, ignorando las advertencias de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la comunidad científica global.

 

Al igual que las decisiones que llevaron a la desaparición del Seguro Popular, las medidas tomadas por las autoridades federales no han estado sustentadas en evidencias científicas. La respuesta inicial fue de franco menosprecio y las medidas adoptadas posteriormente han sido tibias y de una lentitud pasmosa.

 

Pocos días antes de la aparición de los primeros casos de Covid-19 en México, China señaló que vivía la emergencia sanitaria más importante desde 1949, Corea se declaró en alerta máxima y la OMS advirtió que el coronavirus muy posiblemente daría lugar a una pandemia. Cuando surgieron los primeros casos, a finales de febrero, las autoridades mexicanas optaron por frivolizar la presencia de la infección en el país. El Presidente afirmó que no había motivo de alarma porque el coronavirus “ni siquiera es equivalente a la influenza”, mientras que el secretario de Salud aseveró que la enfermedad tenía un nivel de mortalidad bajo. Ninguna de estas dos afirmaciones tenía sustento.

 

A principios de marzo, las autoridades federales de salud declararon estar preparadas para atender todas las demandas de atención de las dos primeras fases de la contingencia, pero sólo 5 por ciento de la demanda en caso de que se alcanzara la “fase epidémica”, en la que habría alrededor de 250 mil personas infectadas. Confiadas en que la pandemia se contendría, consideraron innecesario comprar insumos adicionales (reactivos para pruebas diagnósticas, equipo protector y ventiladores) y organizar, en estrecha coordinación con los estados, un sólido operativo de detección y aislamiento de casos y contactos, una agresiva campaña de información a la población y un llamado al “distanciamiento social”, como lo indican todos los cánones. A la frivolización le siguió la tibieza.

 

El sábado 14 de marzo había en México casi 50 casos confirmados de Covid-19 y se anticipaba el ingreso a la “fase de dispersión comunitaria”. El gobierno anunció el adelanto de las vacaciones de Semana Santa y la suspensión de los eventos con más de 5 mil asistentes. Parecía el inicio de una estrategia de combate a la pandemia más agresiva. Sin embargo, al día siguiente, el presidente apareció en varios eventos multitudinarios en Guerrero saludando de mano y abrazando a la gente del pueblo, y banalizando de nuevo la contingencia: “Las pandemias no nos van a hacer nada”, declaró. Se parecía al mensaje del primer ministro Boris Johnson, hoy contagiado con el coronavirus, quien, unos días antes, había llamado a los ciudadanos del Reino Unido a seguir con la vida como si no pasara nada.

 

Ese mismo fin de semana, la jefa de gobierno de la Ciudad de México autorizó la celebración del festival Vive Latino, que reunió a más de 50 mil jóvenes en dos largas jornadas de música continua. Las autoridades de salud federales y locales trataron de restarle importancia epidemiológica al suceso afirmando que habían establecido filtros sanitarios, cuando la información científica indica que un alto porcentaje de los afectados por este virus puede transmitir la infección sin haber presentado síntomas.

 

En las semanas finales del mes de marzo el presidente López Obrador siguió con sus giras y asumiendo el mismo comportamiento de cercanía física con la gente. En la ciudad de Oaxaca transmitió un mensaje minimizando de nuevo la gravedad de la pandemia e invitando a la gente a salir a comer a fondas y restaurantes para así fortalecer la economía popular. La prensa internacional lo convirtió en uno de los ejemplos más obvios de lo que los líderes de un país no deben hacer en una circunstancia como ésta. Human Rights Watch condenó públicamente su comportamiento.
El futuro inmediato de México no parece alentador. El carácter erróneo y errático de las decisiones tomadas en los últimos dos meses y de las políticas públicas adoptadas desde el inicio del actual gobierno, hacen temer a muchos que nuestro país se encamina a una crisis de salud mayúscula. Esperemos que no sea así.

 

La conclusión que puede desprenderse de este breve recuento es clara: La desconfianza en la ciencia es uno de los peores enemigos que podemos tener en el momento actual. Otra conclusión es que no se puede dar rienda suelta a un discurso anticientífico, tan propio de los gobiernos populistas, sin pagar un alto precio.

 

FOTO: Aspecto de la Iglesia de San Hipólito el pasado 28 de marzo. / Germán Espinosa/ EL UNIVERSAL

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