Ser otra en ambas patrias
POR SANDRA LORENZANO
Autora de La estirpe del silencio (Planeta, 2015); @sandralorenzano
- ¿Cuáles son las lluvias que me mojan? ¿Dónde están aquéllas que eran cómplices de los días de escuela en el invierno? Mamá nos servía el café con leche, y veíamos caer la tormenta con la alegría del que sabe que le espera no el guardapolvo blanco de todas las mañanas sino largas horas de juego, sin salir de casa, oyendo el repicar de las gotas en el techo. Bendecíamos la lluvia como si fuéramos campesinos. Y ahora, ¿cuáles son las lluvias que me mojan? Somos todos dolidos exiliados del tiempo; ésa es la marca que determina nuestra vida. No hay “permanencia voluntaria” ni segunda función. Ulises nunca volverá realmente a Ítaca.
Juan Gelman tituló “Bajo la lluvia ajena” el largo texto que incluyó en el libro Exilio del que es coautor junto con Osvaldo Bayer. “La lluvia ajena”. De pronto pensé que me convertí en argenmex no el día de 1983 en que me llamaron de la Secretaría de Relaciones Exteriores para decirme que yo era “oficialmente” mexicana; tampoco cuando al poco tiempo me llamaron, ahora de la Embajada Argentina en México, para decirme que la nacionalidad argentina es irrenunciable, con lo cual ambas instituciones fomentaron y alimentaron lo que yo ya sentía como una esquizofrenia galopante. Decía que no me convertí en argenmex entonces, sino el día en que la lluvia que caía en esta caótica y entrañable Ciudad de México dejó de ser ajena y se volvió tan mía como aquéllas que nos regalaban una mañana completa de juegos y libros en el invierno porteño.
Como nunca he encontrado otro modo de hablar de todo esto más que a través de los fragmentos, son eso, fragmentos, lo que quiero compartir con ustedes: algunas anotaciones, ocurrencias y confesiones sobre el tema del exilio con un final bastante feliz (espero) para recordar estos cuarenta años de vida compartida que México me ha dado.
- El 24 de marzo de 1976 es una herida en la historia argentina. Y es una herida en la historia íntima y personal de cada uno de nosotros. Pero la represión había empezado antes. Había empezado con la masacre de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, el día en que Perón volvía al país después de casi dieciocho años de destierro y proscripción; había empezado con la siniestra presencia de José López Rega en el gobierno y la creación de la Alianza Antocomunista Argentina, la temible triple A; había empezado con el ejército en las calles; había empezado con el miedo que causaban las persecuciones, las desapariciones, las prohibiciones que llegaron después de la corta y libertaria primavera de Héctor Cámpora. Pero también podría decir que empezó con la represión en la Patagonia en 1921, con el golpe de Estado al presidente Yrigoyen en 1930, o con el derrocamiento de Perón y el bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955, o con la “noche de los bastones largos” en 1966, o con la matanza de Trelew en 1972… ¿O debería irme más lejos aún en nuestra historia y hablar de la “conquista del desierto” con la que se fundó la república liberal y oligárquica? Los indios son nuestros primeros “desaparecidos”; aniquilados, o explotados y marginados en la realidad –en la de antes y en la de ahora–, borrados de los relatos fundacionales.
Las heridas son muchas y antiguas en nuestra historia. Y ese 24 de marzo las concentró todas, en términos simbólicos. Ese día dio inicio oficial –con marcha militar en la radio y comunicado de la primera junta de gobierno: Videla, Massera, Agosti– la más cruel de nuestras dictaduras militares, la de los 30 mil desaparecidos, la de los miles de exiliados, dentro y fuera de las fronteras del país, la de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, la de las torturas inimaginables, la de los bebés nacidos en cautiverio, la de los vuelos de la muerte… Ese día nos volvimos náufragos.
- Quizás sea por eso que una de las preguntas que atraviesa mi vida es una pregunta de migrantes, de exiliados, de sobrevivientes, de cualquier época y de cualquier lugar: ¿Qué salvaríamos de un naufragio? ¿Qué es aquello más cercano, más significativo para cada uno de nosotros con lo que fundaríamos nuestra propia memoria, a partir de lo cual haríamos crecer nuestras nuevas raíces en la isla a la que nos arrojaran las olas?Yo llegué a México cuando tenía dieciséis años y había salvado de nuestro propio naufragio casi nada. Los dos tomos de Juan Cristóbal de Romain Rolland que mis padres me habían regalado al cumplir quince; un autor que hoy muy pocos leen, pero que para ellos había sido muy significativo en su propia adolescencia, las notitas de despedida que me habían escrito mis compañeros de escuela, y un siete en el corazón, como canta Joaquín Sabina. Varias veces he escrito sobre mi llegada a la Ciudad de México “enorme, gris, monstruosa” a la que le dedica unas líneas de su poema “Alta traición”, José Emilio Pacheco: No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible.
Y uno descubre, con Pacheco, que puede reapropiarse de la palabra “patria”, tan cargada, tan vapuleada por izquierdas, derechas y centros. Y pienso que estos argentinos que decidimos seguir en México, a pesar del fin de la dictadura y la vuelta a la democracia en 1983, estos ciudadanos que lucimos el extraño título de argenmex, estaríamos dispuestos a dar la vida no por una sino por dos patrias que se nos juntan en una sola bocanada y que nos llevan de la “esquizofrenia” a la plenitud, de las complicidades al desasosiego.
De pronto pienso en el modo en que hemos conseguido –los argenmex– convertir el exilio en una suma, en riqueza, en agradecimiento a nuestros dos países, y esto se traduce en la tranquilidad con que invadimos la realidad con nuestra propia esquizofrenia. Vivimos cómoda y esquizofrénicamente, y jalamos a nuestra gente más querida a esta vida haciéndoles creer, por supuesto, que lo raro es lo otro. Y así, esquizofrénicos pero felices, crecemos y vamos envejeciendo, y así van creciendo también nuestros hijos. Y por eso no sentimos ninguna contradicción, sino todo lo contrario, al cantar a voz en cuello junto con Juan Gabriel que “como México no hay dos”, y llorar como locos escuchando “Zamba de mi esperanza” o “Mi Buenos Aires querido” (¿vieron que hay cierta relación entre la nostalgia y el kitsch?), comer un buen asado con sus chilitos y sus tortillitas, o mezclar en una misma frase mexicanismos, argentinismos y todas sus posibles variantes.
Sé que mi escritura, con sus silencios, con sus quiebres, no sería posible, o sería otra, sé que yo misma sería otra, sin mi vida en México, sin ese territorio de libertad que nos descubrió México a mí y a mis dieciséis años y que me sigue descubriendo tantos años después. No sólo la posibilidad de conocer otros mundos, una historia cuyas raíces llegan tan hondo que me daba vértigo (aún me lo da), chicos tan parecidos y tan diferentes a como era yo entonces, un mundo de sensaciones, de sensualidades, de solidaridades inquebrantables, de generosidad, sino además algo que empecé a entender tiempo después: La posibilidad del extrañamiento, ese quiebre de la lengua que me deja tartamuda, esa mirada que me permite ser –como dijo el psicoanalista uruguayo Juan Carlos Plá– “otra en ambas patrias”.
Ser argenmex es vivir cada día con el desasosiego y la incertidumbre que México nos depara, y a la vez sentir el compromiso de hablar de aquella historia que nos expulsó del territorio de nuestra adolescencia. Es tratar de entender los claroscuros de un periodo de muerte y violencia que se instaló al sur de todos los sures, cambiándonos a todos la vida para siempre; es buscar que cada una de nuestras páginas sea también una caricia para los treinta mil.
Es saber que la distancia será siempre dolorosa. Reconocer que extraño siempre, extraño cada día de mi vida, esté donde esté, porque siempre hay alguien lejos al que quisiera abrazar. Pero es también agradecer cada día a la gente querida, a la de este y a la de aquel lado del mundo por convertirse en la balsa que nos salvó del naufragio.
Escribir entonces como argenmex es estar siempre buscando huellas, inventándonos recuerdos para sentir que una también tiene historia, que una también pertenece y estuvo. Y que si no, si no estuvo, si no pertenece, si no tiene tanta historia acá, no es por falta de voluntá, seño, se lo juro, ni por falta de deseo, Dr. Freud, sino por un puro azar, por aquellos barcos que llegaron al Río de la Plata, y no a Veracruz, vía La Habana, como el de los padres de Margo Glantz, que venían del mismo lugar que algunos de mis abuelos. Y entonces hay que inventarse testigos, y a lo mejor simplemente por eso es que una escribe, para inventar los testigos de una vida que aquí no tuvimos y para seguir teniendo con nosotros a los de allá que empiezan a irse.
Escribir, entonces, como argenmex es para mí perderme en ese laberinto de voces, de palabras propias y ajenas; es mirar con mirada “oblicua”, dicen algunos, estrábica, quizás; una mirada que se mira mirar; mirada de adentro y de afuera. No es un asunto de lenguaje ni de pasaporte, es un asunto de que la lluvia que nos moja deja de ser ajena, allá y acá, acá y allá.
Tuvieron que pasar casi veinte años para que me animara – no ya a escribir: ¡a pensar sobre eso! – y casi treinta para volverlo una novela.
Y la escritura para mí nace entonces como la maleta que después de todo este tiempo logré salvar del naufragio. En ella están mis obsesiones, mis pasiones, mis silencios. Los homenajes que siento que le debo a las entrañables voces que me acompañan a lo largo de la vida, aquellas que me salvan del griterío cotidiano, del “puré del lenguaje” del que hablaba Serge André, las voces que han sabido hacer de la poesía la verdadera razón del universo, las que han logrado como quería Hélène Cixous “…que la imaginación poética no caiga en el polvo…”. Esas voces, esas palabras están siempre conmigo, se suman en cada uno de mis viajes, en cada una de mis lluvias.
*FOTO: Foto del cumpleaños de Inés, hija del periodista argentino exiliado en México Carlos Ulanovsky, a finales de la década de 1970/ Cortesía: Archivo Carlos Unalovsky.