Todavía cantamos

Mar 19 • Conexiones, destacamos, principales • 2838 Views • No hay comentarios en Todavía cantamos

POR GUILLERMO ROZ

@GuillermoRoz1

 

El 2 de abril de 1982 mi papá me levantó de la cama tempranito y me dijo emocionado:

-Hoy es un día importante para la patria, hijo. Recuperamos las Islas Malvinas.

 

Yo tenía ocho años y no entendí de qué me hablaba, mucho menos cuando llegué a la cocina y vi la cara de desamparo de mi madre, al borde del llanto, por la misma noticia.

–¿No te das cuenta que van a matar a un montón de muchachos?

 

Le dijo ella, enojadísima, negada a cebar un solo mate más.

 

Mucho tiempo después reconocí en aquella estampa, cuando sólo faltaba un año y medio para que llegara la democracia del presidente Alfonsín, la síntesis de los dos grandes problemas de los argentinos: la ignorancia y la impotencia.

 

Mi papá ignoraba con alegría y banderita celeste y blanca en el coche que aquel club sangriento de militares no estaba luchando por eso que él llamaba patria. Mi papá ignoraba que aquellos militares fueran un club sangriento, ignoraba que cada gol de Kempes hasta la consagración en el Mundial 78 había sido funcional a un terror sistemático, y que aquella frase de marketing omnipresente con la que nos habían querido lobotomizar –“Los argentinos somos derechos y humanos”– era una burla macabra.

 

Mi madre supo aquella mañana que la guerra contra la Maldita Margaret Thatcher era imposible. Un ratón queriendo quitarle la comida a un león. Mi madre sospechó sin saberlo, que aquella jugada desesperada y ridícula, tapaba una tragedia iniciada el 24 de marzo de 1976, un apisonadora brutal que había hecho desaparecer a treinta mil almas. En esa mañana irremediable, esa ama de casa argentina cualquiera, madre de tres hijos, católica y buena esposa, supo sin saberlo que formaba parte del país que empezaba a percibir la verdad del período de Historia que le tocaba vivir. Esa historia hecha de goles, simulacros de bombardeos sobre las escuelas en los que nos enseñaban a refugiarnos bajo los pupitres tras cantar uniformados en el patio “Tras su manto de neblinas, no las hemos de olvidar. “¡Las Malvinas, Argentinas!”, clama el viento y ruge el mar”, colectas solidarias para los soldaditos que se iban a la muerte, y banderitas en los coches, en los balcones y en la Plaza de Mayo para vivar al tirano de turno que nos había devuelto el orgullo nacional, había sido una mentira y los engañados habíamos sido todos.

 

Los únicos a los que no engañaron fueron: a los amigos del poder que incluyó buena parte de la Iglesia Católica, cómplices necesarios que oficiaron un respetuoso silencio porque se beneficiaban del sistema de exterminio; a los que aún sin ser beneficiados callaron por pánico; a los que consideraban enemigos pero a quienes habían perdonado la vida a cambio del exilio forzado a lugares como Barcelona o Ciudad de México; y a los últimos, que habían torturado en centros clandestinos mirándolos a la cara hasta, por ejemplo, arrojarlos vivos desde aviones al Río de la Plata.

 

A la mayoría de los chicos que nacimos en los 70 nos contó esta historia la televisión, el cine y los libros, cierta prensa y mucho después los programas de educación que empezaron tibiamente a filtrar estos horrores nacionales. De ser por nuestros padres, esos cándidos ignorantes que creían en el valor patrio de unos papelitos cubriendo un estadio cuando saliese la selección a la cancha y de los himnos con la mano en el pecho, no hubiéramos conocido la verdad. Ellos, pobres de ellos, nos repitieron hasta el hartazgo que habían creído que los vecinos a los que los Ford Falcon verdes se llevaban encapuchados en medio de la madrugada recurrentemente… algo habrían hecho. El “Algo habrán hecho” se convirtió a través de las últimas cuatro décadas en la máxima del imaginario de las vergüenzas domésticas argentinas. A veces bastan tres palabras para explicar una tragedia entera.

 

Gracias a esa gran novela que es Una misma noche de Leopoldo Brizuela, entendimos que aquello fue un drama de la gente común y que siempre es preciso romper al silencio con la palabra. Gracias a la película La noche de los lápices, dirigida por Héctor Olivera, nos enteramos de que sólo hacía manifestarse para pedir un boleto de autobús estudiantil y tener dieciocho años, para que te encarcelaran, te torturaran y te mataran. En la lectura de las columnas de Osvaldo Soriano u Osvaldo Bayer que leímos en los tardíos 80 en diarios como Página/12, aprendimos qué era eso del exilio y la imperiosa necesidad de analizar y recordar lo que había sucedido para que no se repitiera. Gracias a Ernesto Sábato y al informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y a su Nunca Más nos hicimos con un arma contra el totalitarismo y nos convencimos de la defensa de la democracia para poder aplicar juicios inmediatos a quienes habían cometido delitos de lesa humanidad. Gracias a las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo aprendimos que “el silencio no será la respuesta ni el tiempo cerrará las heridas”.

 

En este Madrid de 2016 en el que vivo, me encuentro de vez en cuando con un exiliado llegado en el 76, como dice él, en “el chárter de Videla”. Esta semana me confesó: “no sé cómo me hice amigo tuyo, hasta hace poco tiempo no me hacía amigos argentinos porque todavía pensaba que venían a buscarme. Vivía dándome vuelta en la calle buscando las caras que me habían torturado”.

 

Pasaron cuarenta años.

 

Para no olvidar aquella historia de impotentes, ignorantes, asesinos y curas, torturadores, estudiantes, amas de casa y huérfanos, y por sobre todas las cosas para no olvidar jamás a nuestros compatriotas desaparecidos, a veces, como hoy, escucho una canción inmortal de Víctor Heredia que tanto cantó Mercedes Sosa por el mundo, “Todavía cantamos”. Dice y dirá siempre:

 

Todavía cantamos, todavía pedimos, 


todavía soñamos, todavía esperamos

a pesar de los golpes 


que asestó en nuestras vidas 


el ingenio del odio 


desterrando al olvido 


a nuestros seres queridos.

 

*FOTO: Dos soldados leen un diario en la Plaza de Mayo de Buenos Aires el 25 de marzo de 1976, un día después de ocurrido el golpe de estado/ AP.

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