Sergio Pitol: El año que descubrimos Marienbad
El recuerdo de Sergio Pitol sigue presente en quienes tuvieron la fortuna de tratarlo, como es el caso de la editora y actual directora del Museo Nacional de San Carlos, quien convivió en la antigua Checoslovaquia con el autor de El desfile del amor
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POR CARMEN GAITÁN
En 1983 la entonces joven Editorial Océano lucía orgullosa dentro de su catálogo de autores a Sergio Pitol con El tañido de una flauta. La querida Margo Glantz, entonces directora de Literatura del INBA, nos acercó a él y a mí, que a la sazón era la directora de ediciones. Mi misión era encargarme de la hechura del libro, experiencia única, dada la intensa y singular cercanía que se da entre autor y editor. Pitol insistió en que la portada, poco comercial según los promotores del ejemplar, debía ser una pintura de Wifredo Lam. Escogimos tipografía, revisamos pruebas, celebramos la aparición.
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La trayectoria literaria de Sergio me imponía, pero como todos saben, él se encargaba con desenfado habitual de restarse importancia para presentarse más como amigo que como el gran maestro de las letras que ya era en ese momento.
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Llegué a Praga en un octubre de ese 1983 procedente de Frankfurt; la Checoslovaquia de la entonces todavía Europa Oriental sería el último país del andar diplomático del viajero escritor.
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Sergio me había insistido que después de la feria del libro tenía que visitarlo en la capital checoslovaca. En la casona que albergaba la residencia de la embajada de México, se imponía la risa veracruzana de su embajador. Sus dientes, que se semejaban el blanco teclado de un piano, iluminaban su rostro; la conversación interesante y su ánimo por descubrirlo todo lo hacían un diplomático excepcional.
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Nunca imaginé lo que me deparaban los diez días de mi estancia a su lado. Por las mañanas de camino a su oficina, señalaba iglesias impetuosas, barrios intrincados, puentes recargados de figuras y monumentos que debía visitar. Relataba la historia del Golam y un día me dejó a las puertas del cementerio judío, no sin antes advertirme detalles de los ilustres huéspedes de tan singular lugar.
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Cada día que pasé en la capital barroca del antiguo imperio astrohúngaro fue original. En la residencia Sergio celebraba los guisos y la repostería de la exuberante cocinera que lo consentía sin cesar. No entendía, me explicaba, que un colaborador de la embajada esperara con ansia el fin de semana, para correr a las tiendas de Alemania y colmar su ansia de consumo occidental. Él prefería adentrarse cada fin de semana en la geografía del país. Jamás imaginé que juntos descubriríamos el famoso balneario de Marienbad, donde la aristocracia iba a buscar alivio a sus males en sus baños termales.
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Una mañana, recargado en el quicio de la puerta de mi cuarto, observando como yo peinaba y tejía mi trenza me advirtió: “Carmencita, ahora sí te pones guapa para esta noche, porque te llevo al teatro a ver La Gaviota de Chéjov”. Elegante en su smoking y yo de su brazo llegamos puntuales a la sala. Al aproximarnos al umbral de la entrada, la acomodadora pidió los boletos. Sergio revolvía las manos en todas las bolsas de su atuendo, buscando sin éxito los pases para sentarnos; yo, atónita, veía cómo la corbata y la camisa comenzaban a estar fuera de lugar. Él explicaba, turbado y nervioso, el involuntario olvido de la que prometía sería una representación excepcional. Su agobiada gestualidad y las disculpas en perfecto checo convencieron a la señorita de la veracidad del olvido. Fue así como comenzó aquella noche inolvidable al lado del excepcional traductor de Witold Gombrowicz, relatándome al oído lo que sólo él podía interpretar; hoy la escena en la memoria se me antoja parte de una pieza teatral.
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Al día siguiente, muy temprano, había preparado otra sorpresa. Nos subimos al Mercedes Benz que tenía asignado, y que era conducido por un correctísimo chofer uniformado. Salimos rumbo a la campiña checa. En el camino, entre apuestas y adivinanzas, cruzábamos por en medio de las estrechas calles de aquellos pueblitos de barrocas y recargadas fachadas. Ambos íbamos a la búsqueda de Marienbad, aquel lugar al que acudían artistas románticos del siglo XIX. Yo, más por snobismo —porque poco entendí de la película El año pasado en Marienbad, de Resnais—, le aseguré que había comprendido todo sobre aquel intrincado escenario en el que los personajes en blanco y negro se movían casi sin palabras en una espesa trama.
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Cuando llegamos a Karlovy Vary, no había un alma en el famoso lugar de retiro. Sergio saltó azorado sobre las hojas secas que tronaban al igual que su risa, admirado por el colorido del otoño. Luego de un recorrido por las desoladas terrazas del balneario, nos dimos cuenta que éramos los únicos comensales en el restaurante decimonónico que deslumbraba con su pompa y decorado y excepcional, así como por los guisos y la pastelería de su cocina.
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Satisfechos, al salir del recinto, nos encaminamos a una galería. De pronto ambos nos quedamos atónitos ante la imagen que emulaba una pintura de Delvaux: en silencio absoluto, los paseantes, que antes no habíamos vislumbrado, se cruzaban unos frente a otros llevando en las manos unos tarros de los que sorbían aguas medicinales. Karlovy Vary se convirtió desde entonces en lugar obligado para que Sergio diera rienda suelta a su escritura y sus a sus males, muchas veces imaginarios.
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Años después supo que me casaba con Federico Campbell, amigo suyo de la época en que ambos se ocuparon de tareas editoriales y de traducciones en Barcelona.
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Hasta hoy atesoro la tarjeta escrita con su peculiar caligrafía que me envió para felicitarnos, así como muchas otras que nos mandó para dar noticias de viajes y novedades literarias.
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Cómo olvidar, hoy que se ha ido, que juntos descubrimos en un otoño, él como personaje de Chéjov y yo como joven privilegiada a su lado, la inolvidable Marienbad.
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FOTO: Sergio Pitol fue embajador de México en Checoslovaquia entre 1983 y 1988. / EFE
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