“Sí, nos están matando”

Abr 13 • destacamos, principales, Reflexiones • 6555 Views • No hay comentarios en “Sí, nos están matando”

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Las denuncias sobre acoso y violencia sexual que, en semanas recientes se agruparon en el hashtag #MeToo, dejan algunos cuestionamientos sobre la condena moral, el anonimato y la condena pública en redes sociales

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POR MARÍA RIVERA

 

Me pregunto cómo empezar a escribir este texto. Desde hace muchos años la escritura se convirtió, para mí, en una ruta de exploración crítica del lenguaje y de las pulsiones políticas e ideológicas que lo animan: no creo en lo absoluto en su neutralidad y he convertido esta exploración en la preocupación central de mi trabajo poético: develar sucesos, sujetos políticos, que el mismo lenguaje desaparece en la transparencia o espesura de su función estética y en una tradición que históricamente ha negado la voz de las mujeres, que exige la asimilación de la voz femenina a un orden y visión masculinos. Muchas veces, en distintos momentos de mi vida, me he preguntado qué significa ser mujer, y desde muy joven, me asumí feminista. Enfrentamos a nuestros padres, madres, hermanos, tíos, amigos, maestros, colegas. Las mujeres de mi generación lidiamos desde niñas con el acoso sexual, el abuso y las violencias misóginas.

 

 

Era una broma entre mis amigas la pregunta “¿eres feminista?” a la que respondíamos “¿hay alguna manera de escapar del feminismo?” No éramos todas, pero teníamos una clara conciencia del orden machista y, simultáneamente, la conciencia de que le debíamos a la larga lucha de las feministas nuestras libertades sexuales, económicas y políticas, que jamás nuestras abuelas soñaron. Desde que entré al mundo literario me pregunté cómo enfrentar su misoginia y conseguir crear una obra propia: muy joven, pues, me construí una política para lidiar con el machismo que ejercen tanto hombres como mujeres en el medio, que me posibilitó conservar mi identidad.

 

 

Con el paso de los años fui adquiriendo herramientas para decir algo de lo que, desde hace por lo menos veinte años, he querido decir y que atañe a la violencia que padecen las mujeres por el simple hecho de serlo. Durante seis años me dediqué a investigar la manera en que violadores enunciaban, metaforizaban, la violación sexual, a través de los testimonios de víctimas: me interesaba saber qué ocurría adentro del lenguaje (del victimario). Esto me dio pistas para entender que la violencia sexual sucede no solamente en el agresor sino en el lenguaje mismo (que es compartido) como una enfermedad social, casi como un virus: una forma de la tradición (incluso literaria) y como tal, una potencia generadora de violencia porque encarna profundamente al “orden”, expresa el espacio real de los cuerpos. La brutal violencia en la que el país se ha sumergido desde hace décadas, junto con el nivel creciente de feminicidios, violencias sin voces, incluso, desnaturalizaron la función estética de la poesía en mi obra y problematizaron todos los espacios de enunciación: como si ser mujer se hubiera convertido en una injusticia políticamente insoportable: nuestra “infraciudadanía” como me dio por llamarla, radicalizó mi obra y mi pensamiento, pero sobre todo, hirió mi voz de rabia e impotencia.

 

 

Han sido, justamente, las voces de las mujeres las que desde hace unos años, gracias a la libertad y horizontalidad de las redes sociales, han ocasionado tsunamis en la opinión pública y en la conciencia de muchas y muchos. Hace un par de años surgió en Twitter el movimiento #Metoo como una forma de empoderamiento radical de las víctimas de acoso sexual de Harvey Weinstein, el poderoso productor de Hollywood. El movimiento posibilitó la ruptura del pacto de silencio que las violencias machistas le imponen a sus víctimas, se convirtió en un espacio para que las mujeres reafirmaran valientemente su identidad y subvirtió la vergüenza privada, que suelen cargar las víctimas de un delito sexual, convirtiéndola en pública y re-ubicándola en el agresor.

 

 

Antes, en 2016, en México había sucedido #MiPrimerAcoso, una campaña para visibilizar el acoso sexual, lanzada por feministas, que terminó revelando una realidad silenciada y brutal al mostrar que, en realidad, el primer acoso sufrido por miles de mujeres mexicanas, había sido abuso sexual infantil. La edad promedio de las agresiones fue de ocho años y la vía pública apareció como uno de los espacios donde mayoritariamente se cometieron los delitos. La avalancha de testimonios puso rostro a la trágica realidad que significa que México ocupe el primer lugar mundial en abuso sexual infantil. No creo equivocarme si digo que en este país no se había hablado colectivamente de una de las experiencias más lesivas que padecen diariamente millones de niñas y niños mexicanos. El hashtag visibilizó una tragedia social que debiera ser una de las mayores preocupaciones del Estado mexicano, junto con la violencia feminicida que ataca a niñas y mujeres, las convierte en deshechos, les niega sistemáticamente protección y acceso a la justicia.

 

 

Algo distinto, sin embargo, sucedió con el #MeToo mexicano desatado en la red hace dos semanas. A diferencia de las dos experiencias anteriores de denuncia en twitter, que revindicaban la identidad de las mujeres víctimas de violencia y sus testimonios, este hashtag actuó en sentido contrario: desvinculó las violencias de las identidades y priorizó la condena moral, antes que el testimonio y su intelección afectiva, utilizando el anonimato y la condena pública como método. Esto pudo advertirse desde la primera denuncia que le daría origen al #MeTooEscritoresMexicanos hecha por una joven activista, no una víctima. En la acusación, vertida en Twitter, la activista dijo que actuaba como “portavoz” de una mujer “de su círculo cercano” para denunciar a un joven escritor, a quien calificaba como “poderoso”, justificando el escrache. En su primer tweet, donde anexaba su fotografía, afirmaba que había una lista “inmensa” de mujeres que lo habían denunciado por haberlas golpeado; buscaba exhibir no solamente al escritor, sino a todas las personas que “lo seguían” sin reprobarlo “este hombre a quien 54 de ustedes siguen…” estableciendo la mecánica de la vergüenza pública. En realidad, ninguna de las dos cosas era verídica; ni el joven escritor era “poderoso” en el medio literario mexicano, ni existía tal lista “inmensa” de mujeres denunciantes; pero el tweet cumplió con su propósito: despertar indignación colectiva ante el que se creía un “monstruoso hombre de poder”. Esta distorsión fue reproducida por la prensa extranjera, incluso, y algunos medios nacionales, irresponsablemente. La inescrupulosa exageración buscaba llamar la atención sobre la causa de la “justicia”, instrumentalizando a víctimas que no se habían expresado (después una mujer saldría a acusarlo de violencia física y algunas más de manipulación, “gaslighteo” y malos tratos), y provocar un inmediato repudio moral por él autor para causar el mayor escarnio posible sobre su persona, provocar repercusiones violentas en su ámbito laboral y privado, como sucedió con la cancelación intempestiva de la presentación de su libro, en una escalada de violencia retaliatoria (el escrache se lanzó deliberadamente el mismo día).

 

 

El objetivo de los escraches del #MeToo no se constriñó a la denuncia de violencias machistas, sino a defenestrar carreras literarias, expresado sin pudor alguno, públicamente, por algunas mujeres “Ni espacios ni voz para ellos”, “Hay que desmantelar el poder de los vatos en la escena cultural” “retiren sus textos de revistas, quítenles las becas”.

 

 

Es importante señalar aquí que la denuncia no comportaba una relación de subordinación de poder jerárquico de las mujeres con el escritor,  no era acoso sexual como tal, aunque haya querido sugerirse con el adjetivo “poderoso”, y que son precisamente las asimetrías en el poder entre hombres y mujeres un elemento fundamental para justificar un escrache como método de lucha contra las violencias de género. La finalidad del daño tampoco estaba dirigida exclusivamente al acusado sino a todo aquel que estuviese cerca, que “supiera” de las acusaciones (convertidas en condenas automáticas) y no tomara acciones, quien correría el riesgo de convertirse en “encubridor”, hombre o mujer.

 

 

Tras esta denuncia mujeres escritoras crearon la cuenta @MeTooEscritores desde donde publicaron de manera anónima acusaciones: en ella aparecieron desde acoso sexual en el ámbito laboral, hasta solicitudes sexuales no deseadas pero donde no medió violencia alguna; desde violaciones, hasta denuncias por “manipulación”, muchas situaciones suscitadas en el ámbito de la pareja, y en ocasiones solo el nombre de hombres –sin ningún tipo de hechos-. Una de las escritoras que llevaba la cuenta, incluso, fue acusada por encubrir a un hombre cercano desde una cuenta anónima. Rápidamente se evidenció que su sentido era causar escarnio como forma de “justicia”, más allá de los actos que las personas hubiesen cometido. El anonimato posibilitó que se colaran francas venganzas deslegitimándolo como herramienta para salvaguardar la integridad de mujeres que corren riesgos al denunciar y que fuera usado de manera aviesa. La tábula rasa sobre las denuncias, terminó banalizando casos de violencias graves y ocasionó que el testimonio de mujeres verdaderamente agredidas fuera desestimado como “chismes”. La cuenta dejó de subir denuncias, pero el método ya se había extendido a diferentes gremios, que replicaron el modelo. El primero de abril el músico Armando Vega Gil se quitó la vida como “una radical declaración de inocencia”, tras ser acusado, anónimamente, por haber acosado a una mujer cuando tenía trece años. El discurso de odio que muchas mujeres mostraron ese día trágico, hundió al #MeToo mexicano en las aguas del descrédito y a los pocos días @metoomusicamx se retiró del movimiento, dejando claro que en este caso la utilización del escrache, como herramienta política de colectivos feministas, fue usada de manera irresponsable: no buscó la visibilización de la experiencia de las mujeres víctimas de violencia, ni conferirles poder (y apoyo) de enunciación, acompañamiento, sino crear una herramienta punitiva, un inmenso hateparade dedicado a varones.

 

 

Ahora solo cabe desear que la violencia que se instaló en las redes se disipe y que las injusticias no se perpetúen: que las mujeres que fueron víctimas de delitos encuentren justicia y acompañamiento y que los hombres que fueron sometidos al escarnio público por actos que no son delitos o que no cometieron, no sean aplastados por arbitrariedades de otro tipo de poderes; que en las instituciones públicas quepa la sensatez y no cedan a la exigencia, ilegal y delirante, de convertirse en tribunales morales de ciudadanos, violentando los derechos de todas y todos.

 

 

Para muchas feministas que no creemos en un “feminismo del enemigo”, en palabras de Rita Segato, y creemos en la justicia para ambos géneros, que nos hemos enfrentado a las violencias de  patriarcado y sus inmensas injusticias desde hace muchos años, estos días han sido tristes, difíciles. Nos toca recuperarnos, rectificar y seguir adelante. Poner la voz y el cuerpo allí donde no hay redes sociales de ningún tipo: donde diariamente asesinan a niñas y mujeres, las violan en la calle, las secuestran para esclavizarlas, las desaparecen: las víctimas más desprotegidas de todas. En esos huecos del horror mexicano, cometido con la complicidad de agentes del Estado, tal vez valga la pena poner nuestros escraches, repolitizarlos, para ejercer una presión colectiva contra el horror en el que vivimos, además de seguir combatiendo los machismos que diariamente nos aquejan, porque sí, nos están matando.

 

 

FOTO: Aspecto de una marcha por el Día Internacional de la Mujer 2019 en México. /Jesús Arvizu 

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