Silbar en la oscuridad

Ene 31 • destacamos, Ficciones, principales • 3392 Views • No hay comentarios en Silbar en la oscuridad

 

POR NADIA VILLAFUERTE
Autora de la novela Por el lado salvaje; @NadVillafuerte

 

Sólo una cosa permanece al alcance,
cercana y cierta en medio de todas las pérdidas: el lenguaje.

Paul Celan

 

El entorno destroza el ojo, y el oído también: los desquicia hasta ponerlos en contra del sentido común. Esta vez, la palabra “desaparición” me lo ratificó. Una noche llegó la noticia de que Sebastiana (la mujer indígena que ayudaba a mi abuela con las tareas domésticas, pero que había venido de su pueblo a “la ciudad” para estudiar), había desaparecido. “Mujer” e “indígena” eran categorías que encajaban simbióticamente con la palabra “sirvienta”, ese vocablo colonial pocas veces cuestionado por estados tan racistas como Chiapas.

 

El rumor corrió entre dientes, los rostros de los adultos estaban llenos de aprehensión. Era una historia distinta a la referida por mi madre, cuando relataba eufórica cómo cuando niña se metía en un enorme jarrón pintado de laca negra para ocultar su cuerpo, mas no la cabeza, que se movía para asombro de los espectadores (niños igual a ella que pagaban su entrada al “circo”, una carpa improvisada por una familia numerosa que no conocía la existencia de Houdini pero sí la precariedad, y ya se sabe que la precariedad atiza el ingenio).

 

La desaparición de Sebastiana tampoco se parecía a los deseos expresados por mi padre, quien alguna vez dijo que le habría gustado hacer lo que esas gentes sobre las que se leía en el periódico, personas que se esfumaban sin dejar huella después de decir que iban a la esquina a comprar una cajetilla de cigarros Delicados. ¿Quién no querría, como el personaje de la película El reportero, de Michelangelo Antonioni, cambiar su pasaporte con el de un hombre muerto que el protagonista halla ocasionalmente durante su viaje de África a España, para torcer el rumbo de una existencia por otra?, me pregunté después, pensando en que la posibilidad de huir de uno es siempre tentadora, al menos para quienes no estamos satisfechos con la noción de finitud (tener asignada una vida nomás, y esforzarse por multiplicar la existencia mediante desesperados métodos como la ficción, por ejemplo).

 

Lo de aquella noche era otra cosa. Para ladinizarse, la Sebastiana había dejado no sólo su pueblo, el tzotzil (su idioma natal), sus faldas coloridas, la trenza y también a su esposo. Estaba terminando la secundaria en el turno vespertino, cuando durante un periodo vacacional regresó a Yajalón para visitar a sus parientes y resolver algún trámite. En ese lapso, Sebastiana desapareció. Durante las dos semanas en las que nada se supo, la casa se llenó de un silencio gesticulante. En mi fantasía infantil, llegué a pensar que a lo mejor Sebastiana había querido huir no sólo de su pasado sino de su inmediato presente (su nueva familia, la escuela, el agobio de quienes hacen esfuerzos triples para escapar de un destino triste asignado por el lugar de origen y el color de piel), largándose como esas gentes sobre las que se leía en el periódico, que un día deciden tomar el autobús sin rumbo, respirando en el trayecto ese enorme sentimiento de libertad y de agotamiento prematuro al saber que el autobús podría no detenerse nunca.

 

Su ausencia en esas dos semanas fue, sin embargo, peor que cuando la descubrieron por fin. En ningún periodo, como en esos días, sus zapatos dejaron tan claras huellas sobre las baldosas, ni su carcajada nasal resonó así de fuerte en la cocina. Al entrar a su habitación, los objetos cobraron un perímetro siniestro. Vamos, que ni las cosas de Sebastiana parecían estar en paz, porque se mantenían bajo la bruma anticipada de la muerte, pero también expectantes, como si sus zapatos, su ropa colgada en el perchero, respiraran, estuvieran vivas.

 

En la ausencia de una persona, los objetos, que parecen nunca necesitarnos, nos otorgan el espectáculo de la existencia como una futilidad, es cierto. ¿Puede decirse que justo los más pequeños objetos, vinculan lo más disparatado de la vida? ¿Que los objetos giran y en sus vueltas y revueltas tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso de aquello en lo que nos convertimos? Los pasadores que usaba Sebastiana yacían mudos sobre su tocador, y eran también el registro doméstico de algo más grande y soterrado que vería después: una demencia común, la complicidad de quienes por voluntad o no, enloquecíamos ya de manera progresiva sin saber que el número de cadáveres no habría de detenerse desde entonces hasta el futuro. Con qué facilidad soy capaz de admitir ahora que aquel sería el primer feminicidio del que sería testigo, que sería horriblemente normal, con el tiempo, ver cómo los hombres de una región o de otra, eran capaces de sacar la carne de las mujeres, despegarla de sus respectivos huesos, para colgarla sobre una silla como si la carne fuera una prenda de seda.

 

A Sebastiana la había matado su esposo. El hombre la había ahorcado, un crimen pasional como los que suceden en tierra de patriarcas, uno de esos actos brutos que se escudan en la irresponsable idea de que “la locura” o “el mal” en abstracto ocurren sin razones, sin raíces, a lo zaino y, por tanto, sin consecuencias. El marido estaba prófugo, que para nuestro sistema de justicia es lo mismo que andar por ahí, vivo y coleando. Las leyes aquí son sugerencias: puedes hacer una cosa u otra, matar a tu vecino o quitarle la rueda a un coche, porque tarde o temprano te olvidas de lo que has hecho, o se olvidan de lo que has hecho y nunca hay castigo. “Así es la vida”, “Ná es perfecto”. “Siempre serás mía, Sebastiana. Atentamente, El Coyolón”.

 

Lo humano siempre se estrella contra sus propios límites. Y el límite era el cuarto de Sebastiana, donde yacía su vestido de tafeta chillante sobre el buró, y algo que se retorcía debajo del vestido: la ausencia de su carne prieta. La zozobra por la desaparición fue más agobiante que su hallazgo en sí, que se tomó primero con sorpresa y después con un piadoso desapego: la habían hallado en la fosa común, un bulto hasta que descubrieron que era una mujer, el desencaje en la mandíbula en vez del lunar junto a la boca, que se le movía cuando sonreía. Una mandíbula prominente como una trampa de acero, la suya.

 

La zozobra siempre es más siniestra. Y con razón. La muerte, desconcertante pero certeza al fin, al menos entrega un rastro, ese despojo de materia en el que nos convertimos, esqueletos igual a escritura que podemos leer, traducir, comenzar a entender. Una desaparición, por el contrario, es la esperanza que revolcada con la duda y la sospecha deriva en una música enloquecedora. Si no hay cuerpo, no hay crimen. Aquellos deudos que jamás han encontrado materia a la cual enterrar, tienen que dormir bajo el efecto de los sedantes, aunque en sueños escuchen los ritmos de los órganos vitales de quienes deambulan sin hallar reposo, ni el camino de regreso a casa.

 

Desaparición en el background mexicano no es imaginar al talentoso de Houdini escapándose de un montón de cadenas, ni una puesta de arte conceptual en la calle en la que se despliegan fotografías con siluetas de desconocidos para reflexionar sobre las fronteras contemporáneas, como tampoco las historias de esas personas que un día deciden marcharse sin aviso y pasar el resto de su vida ocultándose en otra parte, eligiendo una existencia opuesta a la que tuvieron, quizá más desgarradora que la anterior.

 

Desaparición aquí significa que muchas veces alguien silbe en el hueco lastimado de tu oído. Una asamblea de sombras murmurando los nombres de los responsables. El odio que aflora del fondo de tu alma. Los eufemismos, diminutivos y cifras para referir los crímenes de Estado. No quisiera estar en tu pellejo, hermano, porque tu cabeza tarde o temprano rodará. Analfabetismo y pobreza. Si ni la naturaleza es justa, ¿por qué nosotros tendríamos que serlo? Que en la imaginación lo aterrador siempre le ocurra al otro. Tu cabeza en los acervos judiciales pertenecientes a la Comisión de Verdad, Justicia y Reparación de los Derechos Humanos. La voz de un funcionario advirtiéndote: “Absténgase de ordenar el rompecabezas o mejor cómprese un cajón”. Latifundistas (perdón, gobernantes) cumpliendo alianzas, contratos y pactos con criminales de distinta calaña. La mano muda de una muchacha que nunca llegó a su Cebetis. Moscas que en un montículo enloquecen bajo el ojo ciego del sol, ese cómplice. Tres mil cuerpos de un jalón, para que no se note, aunque la tierra caliente termine por destapar el tufo. Cien víctimas por cada cien mil habitantes. Ofelias malditas flotando en canales de agua sin tiempo y sin llanura, donde los desechos van estancando la corriente hasta que ésta huele a huevos podridos, a brea. Cuerpos empalados en el cemento. No siga molestando. Propiedad- privada-no-pase. La orden de no mirar atrás. O de mirarlo todo desde atrás del alambrado, como reses, esperando que llegue el camión de cargar y nos deposite a todos en el matadero. O de poder seguir viviendo mientras has descuartizado a una persona y has estado en contacto con su olor de flores podridas. O de ver estallar en el rostro todas las historias de las desapariciones, con su remate incomprensible y sangriento: vivir es una buena razón para ser asesinado.

 

El marido arrastró del pelo a la Sebastiana, la llevó en vilo como el viento a una hoja hasta el río, donde le colocó un cintillo en la nuca hasta dejarle un colgajo rojo y viscoso que olía como el demonio cuando la pusieron de cara al cielo. No es fácil entender cómo es que todo lo bueno y hermoso del ser humano se destruye en ese combate contra lo innato, contra la naturaleza física, contra una ética de oídos sordos: ¿cómo vive alguien que ha descuartizado a una persona? ¿Qué es la muerte si no la misma cosa, vacía y oscura, sin importar cuál sea el brazo que la ejecuta?

 

Al menos se había hallado su cadáver. Su zapato de plástico en medio del lodo crudo. Al menos la cara, la mandíbula contraída, los ojos ni hastiados ni tristes sino canicas negras y frías, encajaban en su estructura ósea. No corrió la mala suerte de aquellos que desde entonces eran huesos, tibias y fémures, vértebras y cráneos, pelvis, dientes, costillas rotas sin identificar. El cuerpo de la Sebastiana dignificó su desaparición, hasta donde puede ser absurdo creer que una muerte de por sí injusta es más digna que otra cosa.

 

Porque lo que no es tangible se lo lleva el viento adonde quiere. Y aquellas noches nadie pudo dormir sin que el corazón sintiera un vuelco ante el menor ruido. El corazón, un animal asfixiándose en una bolsa de plástico. Se movían los pasadores en el tocador, se oía el chancleteo en la baldosa, el trapeador meciendo el agua en el balde, las uñas postizas tarantuleando en la mesa, unas uñas postizas y ladinas que ocultaban las yemas ásperas de sus dedos. Sin ella ahí, se formaron como astillas las preguntas que nunca nos hicimos sobre su persona, sobre lo que decían sus hermosas maldiciones en tzotzil. ¿Quién era? ¿Cómo le había hecho para zafarse del marido la primera vez y por qué no pudo hacerlo la última? Era claro que no había podido huir. Relumbraba su diente de oro en la oscuridad. Y cuando sentíamos que estábamos a punto de vencer el insomnio, de pronto aparecía la Sebastiana, caminando a duras penas contra el polvo, sus ojos y su boca llenos de tierra, su aliento caliente pegado al nuestro, tratando de alcanzar la orilla.

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