Sin tiempo para leer novelas
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Entrevista con Ruy Pérez Tamayo
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POR THELMA GÓMEZ DURÁN
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Sucedió en 1933. Tenía ocho años cuando el huracán “Gert” sacudió su existencia. Durante la tormenta, él y su familia se refugiaron con amigos. Cuando regresaron, entre el lodo, como si fueran barcos de papel en pleno naufragio, estaban los libros. Eran varios, pero la mirada de ese niño se concentró en uno: El Don Quijote, con los grabados de Gustave Doré.
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“Lo estoy viendo todavía”. La mirada de 91 años de Ruy Pérez Tamayo se clava en el piso, como si ahí se proyectara ese pasaje de su infancia en Tampico, Tamaulipas, la ciudad adonde migraron sus padres yucatecos y donde él nació. La tierra que dejó cuando el agua descontrolada terminó con la incipiente biblioteca familiar.
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Hay libros que marcan vidas.
Hay vidas que no se entienden sin libros.
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La de Ruy Pérez Tamayo es una de ellas. Y no es sólo porque tenga una pasión desenfrenada por la lectura —“Tengo 91 años y 92 de estar leyendo”— ni tampoco porque sea autor de más de 60 obras —“Y estoy terminando otra”—. Este médico, investigador y divulgador científico siempre ha vivido rodeado por ellos.
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En 2008, cuando murió su esposa, la doctora Irmgard Montfort Happel —con quien vivió 58 años—, pensó en mudarse a un lugar que no estuviera impregnado con algún recuerdo de ella. Abandonó esa idea, porque no encontró adonde llevar los cerca de seis mil libros que dan vida a su biblioteca que ocupa buena parte del primer piso de su casa. Otros cuatro mil, “los más técnicos”, están en el Hospital General de México, donde trabaja. “Los libros —dice como si se confesara— son un elemento fundamental de lo que soy, de lo que quiero ser y de lo que he tratado ser”.
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Todo, menos religión
Ruy Pérez Tamayo se sienta junto a la ventana de su biblioteca. A un lado tiene su tableta Kindle y dos libros: Modelos médicos y modelos jurídicos —que coordinó con el ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) José Ramón Cossío, publicados por El Colegio Nacional—, y Science and Religion. Some Historical perspectives, de John Hedley Brooke, el cual lee por segunda ocasión.
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Al otro extremo está el escritorio de madera donde prepara una segunda autobiografía —la primera se tituló La segunda vuelta— y un libro sobre divulgación de la ciencia. Es un hombre concentrado en varios proyectos. “No tengo televisión ni radio. Quitan mucho tiempo y yo necesito tiempo, porque ya se me está acabando; tengo que aprovecharlo lo mejor que pueda”.
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Su padre fue violinista. Pero no lo recuerda en ningún concierto; lo tiene presente entrando a casa con libros en las manos y sentado frente a una máquina de escribir, creando guiones radiofónicos.
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Ana María Tamayo, su madre, fue quien le enseñó a leer.
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“¿Quieres conocerla?”, me pregunta. La miro en una fotografía tomada en 1945, cuando sus padres cumplieron 25 años de casados. Con ellos están sus cuatro hijos —Ruy fue el segundo—, familiares y amigos. Poco tiempo después de esa imagen, el violinista dejó a su esposa e hijos. “No se llevó los libros… En todas las casas en donde vivimos siempre había libros. Podía no haber muchas cosas, pero los libros siempre estaban”.
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—¿Qué leían?
—Se nos permitió leer de todo, hasta lo que no te imaginas. Excepto religión. Mi mamá era muy religiosa cuando era niña. Déjame contarte esta historia…
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Alfredo Tamayo Marín fue un músico yucateco que recorrió el país cantando con Esperanza Iris, la más famosa cantante mexicana de principios del siglo XX. En una de esas giras conoció a la mujer con la que se casó y se la llevó a vivir a Mérida. Tuvieron cinco hijos. Una de ellas fue Ana María, la madre de Ruy. Alfredo se ausentaba de casa por largo tiempo. Para mantener a sus hijos, su esposa trabajó en un convento como lavandera. Un día enfermó y pidió permiso a las monjas para ausentarse; pero ellas no la dejaron faltar. La mujer padecía tuberculosis y murió semanas después. Con ella, Ana María enterró también sus creencias religiosas.
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Una casa para los libros
El niño Ruy llegó a la Ciudad de México en 1933. Utilizó su buena memoria y sus habilidades como dibujante para destacar en la escuela. Ganó premios de oratoria, dibujo e historia. En la juventud publicó sus dibujos de toros y faenas en un periódico deportivo. Su pago eran 15 pesos y el boleto para la corrida de toros.
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Se encontró con Julio Verne, Emilio Salgari y Robert Stevenson en una biblioteca pública, cerca de la Ciudadela. Llegó a muchos de esos autores por recomendación de su hermano Rafael. En su adolescencia se acercó a la obra de Fiódor Dostoievski. Y si ahora le preguntan qué libro lo marcó responderá sin chistar: Los Hermanos Karamazov.
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En su biblioteca, el británico Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura, ocupa un lugar especial: “Aprendí inglés, ¡y qué inglés!, leyéndolo”.
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Quería ser músico o torero, pero su madre no se le permitió. Ella quería que sus hijos fueran médicos.
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Ruy Pérez Tamayo conoció a Irmgard Montfort en la Escuela de Medicina de la UNAM. Quince días después de recibirse, se casó con ella. Juntos formaron su biblioteca. Cuando compraron un terreno y construyeron su casa, tenían claro que ésta contaría con dos áreas privilegiadas: el jardín y la biblioteca. En 1961 se mudaron a San Jerónimo e instalaron su colección de libros en un espacio más grande que las recámaras. Pasó el tiempo y los libros siguieron llegando. El lugar fue insuficiente. Tiraron muros y quitaron una terraza para ampliar la biblioteca. Aún así, siempre faltó espacio. Hoy casi toda la casa está llena de libros: están detrás de la puerta de entrada, en la sala, en las recamaras y en el cuarto del jardín.
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“Mi amigo, el filósofo Fernando Salmerón tenía una biblioteca fantástica. Un día, me dijo: ‘esta biblioteca es un compromiso de lectura. No he leído todos los libros que tengo, pero tengo el compromiso de leerlos’. En mi caso, he leído todos los libros que tengo”.
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Los libros de Ruy Pérez Tamayo conviven con pinturas y artesanías, pero sobre todo con fotografías. Imágenes del médico con Irmgard Montfort, con sus tres hijos, con los nietos, con amigos. Fotografías que cuentan la historia de esta familia.
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Filosofía para la ciencia
Hace tiempo dejó de leer periódicos. Está suscrito a The Economist —“ahí es donde me entero de lo que pasa”— y a The New York Review of Books. Buena parte de los libros que compra son electrónicos, “porque aquí ya no caben más”. Uno título que recién se sumó a su biblioteca fue Pensando deprisa y despacio, de Daniel Kahneman. “No me agradó. El autor tiene mucha imaginación, pero no tiene datos objetivos”.
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La biblioteca de Ruy Pérez Tamayo está acomodada por temas y autores. En ella no abundan las novelas ni la poesía. “Lo que leo es filosofía de la ciencia. Me interesa mucho la historia, pero relacionada con la ciencia. No soy un lector de novelas. No tengo tiempo para novelas. El tiempo para mí es un tesoro agotable y quiero aprovecharlo en lo que más me interesa en este momento de la vida”.
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—¿En qué momento exilió a los novelistas de sus lecturas?
—Cuando empecé a escribir de filosofía. Cuando me di cuenta que había un mundo filosófico que había escarbado sólo por la superficie.
—¿Y la poesía?
—La leo, pero no mucho. No soy gran aficionado a ella. No tengo la habilidad. Tiene que ser muy buena para que la aprecie. Pero el problema es mío, no de la poesía.
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Entre los pocos autores mexicanos que habitan su biblioteca, y que tienen un lugar destacado en ella, están el filósofo Fernando Salmerón, el poeta y ensayista Gabriel Zaid y, sobre todo, Octavio Paz, con quien compartió lugar en El Colegio Nacional.
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En el librero más cercano a su escritorio están los textos que consulta para escribir; ahí es posible hallar diccionarios y libros de ética, de filosofía, de células madre o trasplantes. Muy cerca están los libros de su autoría, entre ellos El viejo alquimista, libro para niños ilustrado por él mismo.
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Al fondo de la habitación, están los más antiguos: algunos con más de 200 años; casi todos fueron comprados en librerías de viejo de España y Francia. Todos son clásicos de la medicina: Opera omnia medico-practica et anatomica, de Giorgio Baglivi, editado en Venecia en 1727; Tratado de las calenturas, de Andrés Piquer, de 1740; tres tomos de Consiliarii et archiatri, de Antonius de Haen, editados en París en 1759; Traité d’anatomie humaine, de Leo Testut, de 1906; Sitios y causas de las enfermedades investigadas a partir de la anatomía, de Giovanni Battista Morgagni…
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—¿Qué área del conocimiento científico le interesa hoy más?
—La biología molecular. La transformación de la medicina se ha dado por la introducción de la biología molecular. No sólo ha causado un impacto social y biológico; tiene un impacto en la sociedad del conocimiento, en la sociedad que entiende por qué se hacen las cosas; no en la que se imagina por qué, sino en la que sabe por qué suceden las cosas. Gracias a la biología molecular, la vida, como la conocemos ahorita, se está transformando y esa transformación será revolucionaria.
—¿La filosofía de la ciencia nos ayuda a tener herramientas para entender los cambios que vienen?
—Y para entender los nuevos valores, las reglas de comportamiento que tendremos con otros seres vivos.
—¿En su biblioteca ha acumulado la obra de aquellos que se han detenido a reflexionar sobre cómo la ciencia ha cambiado los valores?
—En parte sí. Aquí, en esta biblioteca, también están aquellos que han analizado la historia, el tiempo, la cultura que les tocó. Aquellos que han reflexionado sobre los mecanismos por los cuales la ciencia se desarrolla. Cómo es que hemos ido aprendiendo cada vez más sobre la estructura de la realidad, sobre la naturaleza. Porque la ciencia es una actividad humana creativa, cuyo objetivo es la comprensión de la naturaleza, y cuyo resultado es el conocimiento científico. Esta biblioteca tiene esa representación.
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El destino de los libros
Hay bibliotecas que hacen historia y se convierten en leyenda.
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Hay otras que sólo quedan reducidas a cenizas. En diciembre de 1996, un incendio terminó con los libros que habitaban el departamento donde vivía Octavio Paz; buena parte de ellos se los que había heredado su abuelo.
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Pese a que eran muy amigos, Ruy Pérez Tamayo no conoció la biblioteca de Paz. “Cuando se quemó la biblioteca, fuimos a verlo Luis Villoro, Octavio Peñaloza y yo para mostrarle nuestro apoyo. Nos dejó entrar su mujer y lo vimos mal, pero muy mal. Nos dijo: ‘Yo ya me morí. Ustedes están viendo un cadáver’. Y no es que él tuviera tantos libros, pero los que tenía en su biblioteca tenían un valor sentimental más que informativo”.
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Las bibliotecas que sí ha conocido y que lo han maravillado son la de Alí Chumacero: “Aquello no era un almacén de libros. Él había vivido y habitado su biblioteca. Sabía dónde estaba cada uno de los libros”; la de Andrés Henestrosa: “Tenía una biblioteca fantástica”; la de José Luis Martínez: “Cuando llegaba a su casa, lo primero que encontraba era libros: en todos los cuartos, en todas las paredes, aquello estaba tapizado de libros”.
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Ruy Pérez Tamayo celebra que la biblioteca de José Luis Martínez y la de Alí Chumacero tengan un lugar en el acervo de la Biblioteca de México, en la Ciudadela.
—¿Qué destino le gustaría para su biblioteca?
—Cuando yo desaparezca, mis tres hijos pueden llevarse los libros que quieran; el resto es para la Facultad de Medicina, de la UNAM. Todo aquello que no es de medicina, es para la Biblioteca Central de la UNAM.
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Hay un libro que seguramente no llegará a esas bibliotecas públicas.
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De los varios ejemplares de Don Quijote de la Mancha que ha reunido —desde una edición en miniatura y otras conmemorativas—, Ruy Pérez Tamayo elige uno para mostrarlo. Lo toma con delicadeza. Es una edición española, de 1972, de la obra de Miguel de Cervantes, ilustrado con los grabados de Gustave Doré. Es un volumen parecido al que, de niño, miró perderse entre el lodo. Este libro, que ahora hojea en silencio, tiene otra historia: se lo regaló su esposa Irmgard Montfort.
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*FOTO: La lectura de juventud que influyó en las decisiones profesionales de Ruy Pérez Tamayo fue Los hermanos Karamazov, de Fiódor Dostoievski. En la imagen, en doctor en su biblioteca personal./ ESPECIAL