Spray-Velez y el trance teleférico
POR JORGE AYALA BLANCO
En Manakamana (EU-Nepal, 2013), austero primer largometraje experimental de los directores-editores neoyorquinos Stephanie Spray y Pacho Velez (éste último responsable también de la fotografía), con patrocinio teórico y financiero del Laboratorio Etnográfico Sensorial de la Universidad de Harvard (poco antes productor del archipolémico inasible Leviatán de Paravel y Casting-Taylor 12), se compone de once largos y estacionarios planos secuencia que individualizan a varios peregrinos en su mayoría nativos que, sentados en solitario o en pequeño grupo dentro de una canastilla de teleférico, acuden al templo de Manakamana, fundado en el siglo XVII y situado sobre la punta de una inescalable montaña en la provincia de Gorkha en Nepal, para exhibir y delatar algo más que un simple trance ascético, teleférico e infestado.
El trance teleférico reconoce haber filmado un océano de planos, pero que sólo haberse quedado con los momentos más intensos, enigmáticos e inquietantes, insertos horizontalmente y sin jerarquía en un continuum, tan privilegiados como los vividos por ese abuelo manifiestamente poseído por lo inexpresable y ese nietecito oteando desconcertado por algún contagio indilucidable que contrasta con su playera de Tom y Jerry, esa mujer con gesto de resignación absoluta vuelta placidez muda al abrazar su canasto-ofrenda de encendidas flores rojas inabarcables con tan firme anclaje en lo real que de pronto la hacen botarse de risa, esa cariacontecida pareja de esposos maduros que apenas rompen su silencio para musitar alguna observación corporal (“Me zumban los oídos”) y a duras penas controlan la cresta de un gallo, esas viejillas sin marido que comparan el rápido ascenso con los fatigosos días de subir por antiguos sederos y puentes hoy contemplados a toda velocidad, ese trío de metaleros desmadrosos con fiebre de selfies y gatito, esas perpleja turista gringa con amiga nepalí, esas compulsivas recitadoras de la historia de la deidad Kalika cual telenovela, esa apacible peregrina aborigen tan jocunda y mercurial que se platica sola (“Esto es agradable”), esas madre con hija chupando paletas heladas, ese dúo de tozudos músicos saragngi afinando sin término, o bien aquel matrimonio imposible de regreso.
El trance teleférico se plantea en el exacto opuesto del filme precedente de la misma fuente, ya que todo lo que en Leviatán era camarita GoPro haciendo de las suyas en la inédita ala de un ave o en la escotilla de un ballenero Moby Dick de hierro es ahora en Manakamana duro registro a escondidas mediante una cámara Aaton 7 LTR de conservadores 16 mm desde la canastilla de ese teleférico en viaje interminable para adelante y hacia atrás cual flujo-reflujo de un oleaje suspendido en el aire, lo que antes era movilidad mareante de la cámara es ahora inmovilidad petrificada, lo que era dinámica desequilibrada es ahora estilización cinemática en apariencia estática aunque en continuo movimiento dentro del teleférico devorando distancias suspendidas, lo que antes era ambiciosa búsqueda pictórica fauvista es ahora una paleta de colores controlada al máximo realista, lo que era figura de expansión es ahora florecimiento concentrado en apariencia marchito o proclive a él, lo que era improvisación azarosa es ahora cálculo estricto, todo lo que en Leviatán era sensorialidad explosiva es ahora en Manakamana concentración sensible, y así sucesivamente, teniendo como referentes-guía a documentalistas experimentales tipo el francés Philippe Grandrieux (Un lago 08) y el estadounidense JP Sniadecki (El ministerio de hierro 14), a quienes se les da público agradecimiento en los créditos (aparte de otra cincuentena de nombres más), pero que perfectamente servirían también como claves para entender la estética visualista del filme y su tersa dureza lacónica sin adornos ni voces narradoras ni tentativas de explicación ni derivas, aunque aprovechando al máximo la información proporcionada por los sentidos audiovisuales, llevando al extremo el método de registro docuficcional del iraní Kiarostami y definiendo el instante que dura, transbersgoniamente dura como la esencia del éxtasis y como una sensación de estar flotando, volando, navegando en la anestesia del éter y del ser.
El trance teleférico concita, elige e impone una estructura en bucle de nunca acabar, cual cinta de Moebius o grabado de Escher, merced a los engarces de sus fragmentos con largas operaciones en los terminales puertos de embarque de donde se emergerá de la oscuridad yendo de sorpresa en sorpresa, ¿ahora qué sigue?, hacia una sorpresa total basada en la índole del nuevo o los nuevos pasajeros que van a subir al santuario o vendrán descendiendo de él, haciendo del conjunto una especie de invocación visionaria “de las almas en tránsito” (Keith Uhlich en Time Out), una letanía profunda y desasosegante ante seres carismáticos que ejercen una ineluctable atracción hacia ellos, una experiencia dolorosa y en ocasiones divertidísima, para acabar e incluso esos ecos de voces adultas e infantiles que aún se escuchan, distintas e inextinguibles, sobre la concluyente pantalla en negro, contra las embestidas del cable y del río (“Lo he olvidado”).
Y el trance teleférico se afirma como un documental minimalista observacional en su extremo límite, con sus figuras capturadas sin sorpresa entre el éxtasis y el desgarramiento (incluso las cabras, esas criaturas, tus semejantes, tus hermanas, más bressonianas que ninguna), entre el asedio y la manumisión, entre el éxtasis y la desazón, como si quisiera responder mediante toda la diversidad humana (y zoológica) a las interrogantes ¿de qué está hecha el ánima de cada uno de esos personajes? y ¿de qué está hecho un espíritu que se traduce en gestos, actitudes, breves diálogos indirectos, volátiles nexos sutiles e ínfimos comportamientos corporales más bien contenidos? a la vez, entre las historias de éxodo reducido y la aprehensión de un colectivo sueño de vuelo.
*FOTO: Para la filmación de Manakamana (2013) los directores recurrieron a la participación de peregrinos nepalíes/Especial.