Elia Suleiman y la errancia inmóvil

May 7 • destacamos, Miradas, Pantallas, principales • 6826 Views • No hay comentarios en Elia Suleiman y la errancia inmóvil

 

De repente, el paraíso es una sutil comedia que sigue los pasos de un palestino que, en el intento por escapar de su tierra, será perseguido por evocaciones de su pasado en cualquier lugar del mundo que intente residir

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En De repente, el paraíso (It Must Be Heaven, Palestina-Francia-Qatar-Alemania-Canadá-Turquía, 2019), hipotético film ficcional 4 del heterodoxo autor total israelita nazareno propalestino e intérprete protagónico de 59 años Elia Suleiman (Crónica de una desaparición 96, Intervención divina 02, El tiempo que se queda 09), el abstinente cineasta tardocincuentón solitario de gafas e infaltable sombrero blanco Elia Suleiman (el propio realizador como alter ego o heterónimo viviente de sí mismo) lanza una tímida mirada sobre el mundo sin atreverse a intervenir en nada, registra con agudeza las absurdas minucias circundantes en su natal Nazareth, observa, observa y, para descansar, observa, contempla desde su ventana la simbólica destrucción del limonero de su jardín que acomete un desalmado vecino joven, ampara bajo la lluvia a un traumatizado vecino viejo ya divagante (Tarik Kopty), detecta la violencia cotidiana en sus ínfimas expresiones, en trance de brotar o de explotar en furia gratuita por los comensales contra el sumiso dueño de un restaurante, atraviesa áridas planicies arenosas ocre, vuelca su curiosidad sobre una beduina con cántaro encima de la cabeza en un bosquecillo, viaja temeroso de turbulencias y sintiéndose ajeno dentro de la cabina de un avión a Europa, pasea en París sobre los puentes, divisa desde una terraza de café el paso de hermosas mujeres particularmente señoriales, deambula por suntuosas calles laberínticamente desiertas, ve rechazado su actual proyecto de coproducción fílmica por un productor de cine políticamente comprometido (Vincent Maraval) que no lo considera suficientemente palestino porque todo lo que incluye puede ocurrir en cualquier otra parte del planeta, se torna invisible para los afrobarrenderos que juegan golf golpeando botes con una escoba azul pero de pronto se dejan absorber por los fastos televisivos de un patriótico desfile militar, se dirige a Nueva York en busca de nuevos financiamientos, se hace recomendar con otra productora (Nancy Grant) por su generoso amigo Gael García Bernal (él mismo clavado en su celular), se hace leer su falta de futuro por un tarotista (Stephan McHattle), pasa por Montreal y regresa a retomar sus emocionantes aunque estragadoras rutinas en su ciudad originaria, siempre recordadas y presentes a lo largo de las excitantes aunque mínimas atracciones foráneas de su errancia inmóvil.

 

La errancia inmóvil adopta una deslumbrante forma minimalista, cuyo arte severo se finca casi paradójicamente en la fascinación plástica (ese esplendor marino, esos cambiantes panoramas desde el balcón) y en la geometrización del espacio fílmico a lo Wes Anderson, donde sólo existen frontalidades y perfiles con puntos de vista a 180 grados, sin nada en medio, imponiendo un furioso aunque fresco tono tristísimo gracias a la límpida y tenue fotografía de Sofian El Fani, un tono melancólico de prodigio misterioso e informulable, el cual, parecería que no pudiendo más, no logrando sugerir más a través de una edición de Véronique Lange que ritma largos planos objetivos con emotivos planos subjetivos, rompe de pronto con un riguroso régimen de música ausente y estalla en cantos autóctonos milenarios y en un poema musitado que no entonado por Leonard Cohen (“Oscuridad”), para homologarse con una pieza repetitiva de Philip Glass y Ravi Shankar al alimón, cual insustituibles recursos expresivos de universalidad inmediata e instantánea.

 

La errancia inmóvil practica y fatiga la carencia prácticamente total de trama narrativa como una manera de licuar la esencia de las cosas consideradas menores pero que aquí alcanzan su máximo esplendor y su cabal significación, mediante leves toques y pinceladas precisas, manteniendo a raya la tentación de urdir pequeños episodios absurdistas como los del excelente Sobre lo infinito (19) del sueco Roy Andersson, exacto como el aparecido ángel con alas que se desmantela a medias en el edén infestado de un parque para ser perseguido y volatilizado que los policías represores, y justo como los demasiado entusiastas migrantes palestinos conminados a sólo dedicar un aplauso único a sus voceros neoyorquinos.

 

La errancia inmóvil hace creer que el humor de todo lo que acontece está signado por el azar, como en Chaplin y en Tati o en Iosseliani, y sin embargo se trata de un azar patente sociopolítico límite y un azar intimista extremo, un azar donde todo está estrictamente calculado y calibradamente acometido, la metafísica del gag, por apabullante ejemplo, más el gag de asimilación que el de torpeza o el de habilidad y agresión, y menos el gag que la inminencia y la potencialidad de él, como el sonriente gag de apertura donde un ministro ortodoxo debe en pleno ceremonial abrir las puertas de la gloria a puñetazos inmostrables cual si nada hubiera sucedido, o el insólito gag de los insultos entre padre e hijo apoyados en pared de por medio para culparse mutuamente (“Proxeneta”/ “En tu prostíbulo”/ “Escoria”), los gags del no asedio al héroe por goleadores patinetos que parecían echársele encima en rincones de diversas urbes.

 

La errancia inmóvil hurga en la identidad del palestino cuya contradicción existencial radica, según se verbaliza tan directa y explícita cuan irónicamente en el transcurso de la cine-deriva, como el nómada más sedentario de la tierra, aquél que no viaja para olvidar sino para recordar, ver a su país y a su idiosincrasia en cada lugar y acontecimiento que presencia y se lleva fílmicamente consigo hacia la promesa de una Palestina futura.

 

Y la errancia inmóvil cierra en anillo sin devorarse a sí misma ni siendo arrollada ni desviada por ningún incidente, permitiendo que la vida concentracionaria y reflejada en todas partes como espejos simplemente continúe, con el héroe en un antro, siempre tragicómicamente ajeno al ámbito que lo envuelve, como esas luces estroboscópicas encandilando desde su espalda, mientras los chavos del antro entrañable brincotean a gusto.

 

 

FOTO: Elia Suleiman llegó a Nueva York en 1982 como inmigrante ilegal, por lo que conoce bien la complejidad de habitar una nueva tierra/ Especial

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