Tenía por nombre mortandad: reseña del libro “El cuarto jinete”

Ene 22 • Lecturas, Miradas • 1557 Views • No hay comentarios en Tenía por nombre mortandad: reseña del libro “El cuarto jinete”

 

La nueva novela de Verónica Murguía narra una historia situada en la Europa medieval azotada por la peste negra, panorama que en tiempos de Covid-19, no parece tan lejano a nosotros 

 

POR ILIANA OLMEDO
En las páginas del Apocalipsis se augura que el arribo de un cuarto jinete anunciará la muerte y de su mano llegará el infierno. Éste es el epígrafe que da título a la más reciente novela de la escritora Verónica Murguía, El cuarto jinete, publicada por la prestigiosa editorial ERA. Sello que ha sido la casa de la autora desde su colección de cuentos, El ángel de Nicolás, publicado en 2003. En él también apareció la prodigiosa historia de la adolescente Auliya (2005) que, para cruzar el desierto y encontrarse a sí misma, debió transformarse en jerbo. En esta nueva novela, Murguía retorna a los temas que le son caros: los momentos claves de la Historia, la incomprensión de la condición humana y el análisis del tiempo pasado. Así, nos encontramos en la Europa del siglo XIV, cuya población se reduciría radicalmente tras el imparable trasiego de la peste bubónica. Su genealogía viene de Schwob y de Borges. El centro neurálgico del relato es el París de la peste, que entonces se había convertido en médula de la fe, debido a que el Papa residía en Aviñón. En el ambiente flota una sensación de fin del mundo, pues la enfermedad ya ha superado en mortandad a la guerra.

 

La peste iguala a las personas que, ante la inminencia de la muerte, ofrecen sus posesiones y tesoros con tal de ganarle un día más a la muerte. La vida es el valor más preciado. No sorprende encontrar similitudes con la situación actual. La misma autora reflexiona acerca de esta exploración en las páginas finales, ya que comenzó la escritura de la novela en 2003 y la había dejado en pausa hasta que la pandemia del 2020 la regresó a las cuartillas, para constatar que padecemos los vicios y supersticiones de antaño. Como ejemplo, se les achacaba a los judíos la responsabilidad de propagar la peste, a pesar de que el Papa los había protegido y los que lo atacaban serían considerados “cofrades del Diablo”.

 

Aunque se trata de una novela polifónica, el eje del relato gira alrededor de la historia de Guy de Comminges, el aprendiz de médico de 24 años, que sigue a su maestro Pedro de Hispania —en realidad el musulmán Abu Alí Ibn Mohamed de Ronda—para aprender el arte de la curación. Cuando su mentor muere, el joven duda (e incluso abdica) y sólo vuelve al camino que le ha dictado su profesión al intentar salvar a Jacques, un carbonero que lo socorrió sin pedir nada a cambio durante su penitencia. Además de ser una novela sobre la riqueza del mundo árabe frente a la cerrazón de occidente, narra la historia de una vocación y la forma en que perseguimos la autenticidad y nuestra razón de ser en el mundo. A través de la relación entre maestro y aprendiz quedan de manifiesto las diferencias entre la idea y el ejercicio de la medicina entre musulmanes y cristianos. Los primeros creen en la profesión como práctica y los otros se apoyan en la teoría y la discusión. Pese a las enseñanzas de su maestro, Guy no puede evitar llevar escondida en su hopalanda una reliquia de San Denis, a la que le asigna el poder de protegerlo de los contagios. Pedro no duda en llamar harapo a ese trozo de tela en el que Guy deposita sus esperanzas. El ávido aprendiz Guy representa el hambre de conocimiento y el deseo por encontrar la sabiduría. Su peregrinación revela cómo esta aspiración de aprender se enfrenta con la dura realidad de la peste. Intenta huir de sí mismo y viaja al sur a Rocamadour para fortalecer su fe, pero su periplo sólo le sirve para afianzar su creencia en la ciencia.

 

El repudio católico del cuerpo condujo a su desconocimiento y a que la práctica médica colindara con la superstición y el esoterismo. No obstante, este conocimiento en ciernes era el único capaz entonces de apaciguar el dolor y prolongar un poco la vida, por más que lo ejecutaran a punta de sangrías. De ahí que sea la compasión lo que mueve a Pedro a ayudar a los enfermos y al joven Guy a regresar a París. Porque, afirma un personaje: “el alivio que procuran sus manos es impagable”. ¿Cómo erradicar la peste si se desconocía su origen? Más si se pensaba que “La única cura era la muerte”, como afirma la monja Béatrice. Como podemos constatar ahora, la evolución de la ciencia, concluye Murguía, avanza lejos del desarrollo del pensamiento. Con pesadumbre descubrimos que en la actualidad todavía predomina el fanatismo sobre la razón.

 

Con un uso exacto del lenguaje, preciso y cuidado, desfilan por estas páginas una serie de personajes entre los que no hay diferencia entre los reales y los de ficción. Por ejemplo, el histórico Guy de Chauliac, médico personal de Papa y admirado y célebre por haberse salvado de la peste, es buscado por el imaginado Pedro de Hispania, el médico musulmán. La mayoría de los personajes pertenece a los estratos sociales más desprotegidos: los hermanos carboneros, Jacques y Giraud, que día a día trabajan para comer e intentan sobrevivir a la amargura de la soledad; Catherine, la niña huérfana que vive entre la incomprensión y la dicha naturales a la inocencia de la infancia, ella no teme ni a la muerte ni a los cadáveres; Marie, la cicatricera, que adopta a los huérfanos de la peste y ruega por hierbas que le permitan aliviar el sufrimiento de sus pacientes; las lavanderas, cansadas de mantenerse vivas entre tantos contagios; el mendigo incompleto que envidia a las personas que sí tienen piernas o Nicolás, carretero y enterrador, que recoge los cadáveres para arrojarlos en la fosa común, asume su destino y su suerte sin lamentarse, pues antes su situación era peor: se mantenía robando y ahora sólo toma lo que los muertos ya no van a utilizar. Afirma: “La Peste me alzó a la perdición que vivía”. También escuchamos la diatriba del flagelante, cuya penitencia busca redimir a los pecadores, pues “solo la sangre lava los pecados”. Éstas son algunas de las voces que Murguía presenta con habilidad excepcional, porque así como los otros son el infierno, también pueden ser el paraíso. El estudiante Audreccio aprovecha la circunstancia anómala de la epidemia para acercarse a su amada y convencerla. Este episodio sin duda despierta reminiscencias del Decamerón. Al igual que Audreccio los jóvenes narradores de Bocaccio se aíslan acorazados en la fortaleza de la salud para disfrutar de los placeres de la vida. Con esto, se filtra un canto de amor y deseo en medio de tanta muerte. Estos personajes muestran su autonomía y sus monólogos abren muchas preguntas. Así, esta novela se construye también como un ensayo narrativo acerca de la Edad Media: ¿cuál era nuestra relación con el cuerpo? ¿De qué manera la religión señalaba e imponía lo que debíamos pensar y sentir sobre nuestra naturaleza corporal? Y, sobre todo, de qué forma hemos heredado y acatado estos preceptos. Asimismo, vierte luz sobre las formas cómo se ha construido históricamente la idea del cuerpo (y su equilibrio) y, por tanto, también las muchas variaciones acerca de la concepción de la enfermedad. ¿Cómo atacar la peste si se entendía como castigo de Dios? Los flagelantes percibían el dolor como vía propicia para la expiación y el martirio del cuerpo como el vehículo para acercarse a la divinidad. De este modo, ante la incomprensión de la muerte y enfermedad, optaron por la penitencia y por anular su calidad carnal, ya que “El cuerpo es el ídolo de los perversos. Nosotros lo castigamos en su nombre”. No importa la religión a la que se deban y entreguen las personas, al final judíos, cristianos y musulmanes coinciden en ceder su voluntad a Dios y el destino de su enfermedad. Ya que “Solo Dios decide”. También se presentan las disyuntivas morales que plantea la peste, como la de Abu Ibn al abandonar a su esposa en el lecho de muerte y tuvo que transformar su identidad y su nombre y hacerse pasar por cristiano.

 

Murguía también revela la manera en que las dolencias y afecciones están directamente vinculadas con el género y la clase social. La arbitraria división entre hombres y mujeres produce problemas y limitaciones. Las mujeres sólo cuidan, como la monja, no hay médicos mujeres, además de que se observan como contenedoras de la corrupción. Marie cuestiona la naturaleza del trabajo de acuerdo con los dictados bíblicos y afirma: “¿por qué si los hombres no sudan para ganarse el pan, las mujeres deben padecer dolores de parto?”

 

Dentro de las páginas de esta novela excepcional, varias voces discurren, conviven y nos muestran sus existencias marcadas por el peso de la Historia.

 

Foto: Portada del libro El cuarto jinete/ Crédito: Era

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