Tocqueville lee a Mailer
Clásicos y comerciales
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Estaba por iniciar la enumeración caótica de los acontecimientos sucedidos en la vida extraordinaria de Norman Mailer, cuyo centenario de nacimiento festejaremos en unos días, cuando leí una entrada de los Journals (1952-2000), de Arthur M. Schlesinger, Jr. (1917-2007), político e intelectual de una estirpe cuya ausencia hace peligrar a toda democracia, empezando, desde luego, por la de los Estados Unidos. En fin, Mailer (1923-2007) fue muy amigo de sus amigos y muy amigo, también, de sus enemigos. Entre los primeros estaba Schlesinger, el guardián de Camelot, de la leyenda de los Kennedy.
En mayo de 1985 daba Schlesinger un seminario en la Mellon Foundation sobre literatura y sociedad e invitó a Mailer, quien se presentó el día 14. “Es interesante”, escribió horas después, ver cómo Mailer “encaja en la tradición literaria de los Estados Unidos y lo poco consciente que está del carácter de esa tradición”. Los ejércitos de la noche. La Historia como una novela, la novela como Historia (1968), de Mailer, la llamada Biblia del movimiento contra la guerra de Vietnam, había sido comparada por el crítico Alfred Kazin con lo que escribiese Walt Whitman sobre la guerra civil. Schlesinger fue más lejos: en Mailer y su estilo encarna la profecía de Alexis de Tocqueville (1805-1859) sobre la grandeza y la miseria del escritor estadounidense.
Para justificar su aserto, Schlesinger cita en desorden algunos párrafos de La democracia en América (1835-1840), del vizconde de Tocqueville, los cuales van del capítulo IX al XIX, sobre la novedad absoluta de los Estados Unidos, también en relación a las ciencias, la literatura y las artes. Mailer, según los subrayados de Schlesinger, sería el autor representativo de una literatura que en las épocas democráticas se distingue y se contrapone a la escrita en la rebasada época aristocrática, cuyo orden y regularidad, según Tocqueville, se convertirán en un estilo que “será frecuentemente extravagante, incorrecto, recargado, flojo y casi siempre atrevido y vehemente; los autores atenderán más a la rapidez de la ejecución que a la perfección de los detalles”. El ingenio, leemos en La democracia en América, reinará sobre la erudición, nutriéndose “más de la imaginación que de la profundidad”, dando como resultado una literatura variada y fecunda que nosotros conocemos como el mejor de los periodismos.
Estrecha de miras, la crítica francesa observó en la distinción de Tocqueville entre las letras aristocráticas y las democráticas en los Estados Unidos, una calca de la oposición entre clasicismo y romanticismo. Hay poco de eso en La democracia en América, pues el vizconde siempre destacó al comprender lo absoluto en lo nuevo y su descripción del poeta (entendido en su forma laxa, homérica, como el bardo de la tribu) en el país norteamericano es exacta: vivirá en los tiempos de “la industria literaria” donde el público lector es numerosísimo y sus gustos maleables, mientras que el autor, contra lo ocurrido en el Antiguo Régimen, podrá obtener acaso “una fama mediocre” pero una “fortuna inmensa”. Pocos años después que Tocqueville, Sainte-Beuve denunciará a “la literatura industrial”, como enemiga del genio poético, en su explotación de la novela. No es así en Tocqueville, para quien la democracia es una nueva forma de vida pública y no simplemente una negación del pasado.
Schlesinger subrayó lo correcto en Tocqueville. No otra cosa fue Mailer y su New Journalism: poner a la gran literatura (o al alto “modernismo”) al servicio de miles y miles de lectores, en competencia con el cine (a Mailer, como a Andy Warhol, le dio por entretenerse filmando cine casero) y la televisión. El periodismo, según Mailer, dejaba de ser un género menor que sostenía miserablemente al escritor mientras esperaba beneficiarse del gran dinero de la novela o recibir los laureles de la poesía. Eso ya había ocurrido en la tradición estadounidense, pero era necesario que Mailer lo nombrara. Y urgía que él mismo fuera el protagonista, al grado que el poeta Robert Lowell, habiendo marchado codo a codo con Mailer en la manifestación del Monumento a Lincoln al Pentágono, una vez leída su crónica de aquel 21 de octubre de 1967 en Harper’s, le dijo a su amigo que había sublimado el periodismo. Mailer era el gran escritor estadounidense, escribió Lowell.
No sé, releyendo a Mailer en su centenario, si su estilo sea incorrecto, como profetizaba (sin quejarse) Tocqueville, pero quien lea sus crónicas de los años 60, como testigo de las convenciones de los partidos demócrata y republicano, su crítica sagaz de sus colegas novelistas, su visita a Jackie Kennedy, o sus irreverentes cartas públicas a Lyndon B. Johnson y Richard Nixon, lo encontrará deliciosamente extravagante, atrevido y vehemente. Se colocó como el héroe de su obra (a veces desplegado en tercera persona como en Los ejércitos de la noche) y él mismo —lo repitió Harold Bloom— fue su creación más aparatosa y sublime, convencido de que “el Ego es un músculo”. El detalle artístico estaba en la rapidez de la ejecución y Mailer acaso fue (aunque ya con la ayuda de sus debates públicos en la TV) el último de los modernos que cortejó al tiempo real desde la página impresa.
Tal como leemos en Tocqueville, el poeta democrático, “lleva su vida más allá” de su propio país y “descubre a la humanidad en sí mismo”, como lo hicieron primero Whitman y un siglo después, Mailer, cronista de la guerra con su primera novela (Los desnudos y los muertos, 1948), de la paz como “guerra cultural” (en Los ejércitos de la noche) y maestro en el arte de novelar lo real sin servidumbre, en Un sueño americano (1965) y ¿Por qué fuimos a Vietnam? (1967). Eso para hablar solamente del Mailer de los años 60, aquel que más honor hizo a la profecía de Tocqueville (si estaba en el ánimo decimonónico profetizar, el vizconde francés lo cumplió con mayor éxito que Marx).
Cuando se trata de los pueblos dirigiéndose hacia la democracia —leemos en La democracia en América— jamás debe esperarse que “la poesía viva de leyendas, que se alimente con tradiciones y antiguos recuerdos, que pretenda volver a poblar el Universo de seres sobrenaturales en los cuales ni los poetas, ni los lectores creen, ni que personifique virtudes y vicios que quieren verse bajo su propia forma. Todos estos recursos le faltan, pero le queda el hombre, y esto basta para ella. Los destinos humanos, el hombre, prescindiendo de su tiempo y de su país y colocado enfrente de la naturaleza y de Dios, incomprensibles, vendrá a ser para los pueblos el objeto principal y casi único de su poesía”.
Schlesinger termina la entrada de su diario del 15 de mayo de 1985 asegurando que la inconsciencia de Mailer en cuanto a su pertenencia a la tradición estadounidense no lo hace menos hijo de Huckleberry Finn. Yo agregaría que un escritor como Mailer carece de tiempo de meditar en la tradición —tiene demasiada prisa por agotarla. Ya en ese entonces, concluye Schlesinger, Norman, “habiendo sido insoportable y exhibicionista, se ha vuelto, con la mediana edad, encantador, divertido, sorprendentemente considerado y hasta tierno, pero sin perder en seriedad y en honradez. Ha vivido peligrosamente y le ha sentado muy bien. Se está poniendo un poco gordo, inclusive”.
FOTO: El escritor Norman Mailer fotografiado por Carl Van Vechten hacia 1948/ Enciclopedia Británica
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