Todd Phillips y la risa roja

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Arthur Fleck trabaja sin mucho éxito como payaso en el Nueva York de los años 80 hasta que sus frustraciones acumuladas detonan una parte oculta de su personalidad que dará paso a su personalidad oculta: Guasón

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POR JORGE AYALA BLANCO

 

En Guasón (Joker, EU, 2019), frenético opus 10 del exdesmadroso neoyorkino experto en crudas descomunales de 48 años Todd Phillips (¿Qué pasó ayer? I-II-III 09-13), el lamentable cómico de cuarta Arthur Fleck (Joaquin Phoenix más grande y diverso que la naturaleza) es multimedicado por la beneficencia pública con anticonvulsivos contra la explosión de carcajadas de su Síndrome de Angelman y seguir arrastrando una miserable vida múltiple en un sórdido e hiperviolento NY disfrazado de anarca Ciudad Gótica hacia 1981, cuidando a su omnidependiente anciana madre (Francesa Conroy) que lo TVestupidiza, fungiendo como payaso callejero de alquiler expuesto a que cualesquiera delincuentillos lo pateen con brutalidad tras destruir su anuncio promocional, y protagonizando por las noches un infrashow standupero donde contaría como fan principal a la hermosa afrovecinita madre soltera del fondo del pasillo (Zazie Beetz), pero de pronto incluso ese infame mundo se le desploma al bufón cuando una pistola protectora se le caiga a medio número ante niños con cáncer y la use a la desesperada contra acosadores en un vagón de Metro, y así el airado Arthur perderá todo asidero con la realidad, descubrirá que creció sometido a tempranos abusos por ser un niño abandonado y adoptado, rematará a su falsa madre agonizante cuando se entere de que ni era su progenitora ni tampoco era hijo del ambiguo millonario filántropo Thomas Wayne (Brett Cullen) como la vieja explotadora lo pretendía en sus delirios de exasilada de manicomio, y exigirá ser presentado como Guasón al fungir como invitado-objeto de escarnio de un célebre TVanimador envejecido (Robert De Niro reciclado como El rey de la comedia de Scorsese 83), a quien acabará baleando en vivo y en directo, antes de darse a la fuga, ser erigido como danzante líder contorsionista en un violento motín de payasos, asistir al homicidio callejonero del magnate Thomas con su esposa frente al futuro Batman de DC Comics aún chavito estupefacto Bruce Wayne (Dante Pereira-Olson), e ir a dar al mismo psiquiátrico que frecuentara su madre hipotética, en pos de un imposible refugio en la risa roja.

 

La risa roja contempla en destructivo estado de exaltación constante el surgimiento de lo monstruoso y una existencialmente necesaria genealogía del mal, a modo de un minucioso pero colosal relato de aprendizaje al revés, un Maelstrom de valores negativos, una superpropaganda de fechorías incontrolables e hilarantes, una perfecta feel bad movie nihilista y extractora de las peores tendencias destructoras del ser humano: aquellas que tocan su esencia animal depredadora y su condición dañada dañina.

 

La risa roja se propone como un subversivo y sistemático tratado de guasonería esquizofrenética, un amargo y desazonado análisis de la sociedad psicotizante, esa perversa construcción comunal/anticomunal más indiferente jamás concebida, cuando no malvada, cruel y perversa; un verdadero tratado posdeleuziano-guattariano sobre la relación entre capitalismo y esquizofrenia, una defensa e ilustración de la enfermedad mental del Guasón como producto y arma de dos filos contra la enfermedad colectivizada, un largo lamento mordiéndose la cola y en callejón sin salida (tal como lo fue hace casi nueve décadas el fundacional Scarface, la vergüenza de una nación de Hawks 32), pues en gran medida la fascinación del Mal que ejerce el Guasón se debe a constituir un producto límite y una Némesis grotesca, vuelta y devuelta contra aquello que ha generado a un ser humano en su más temible y exaltada degradación: convertido en caricatura hilarante e histérica de sí mismo, para poner en evidencia y en guardia contra el funcionamiento social y las consecuencias extremas de esa sociedad que abandona, condena al abuso, tritura, impide distinguir entre el bien y el mal y condena a la invisibilidad y a la burla, para hacer de Arthur un escuálido Arlequín desarticulado de los naipes con vocación de lunático Pierrot bipolar tan maniaco demoledor cuan depresivo demolido que no deja de filtrarse entre los desplantes corporales del Taxi Driver (Scorsese 76) y el frenesí malsano de La casa de Jack (Von Trier 18), el imperfecto divo virtuosístico del Apocalipsis ahora en intempestivas epifanías incandescentes en el abismo de la criminalidad instintiva e irreprimible a su modo reivindicadora.

 

La risa roja encuentra con enorme devoción e ingenio un desquiciado lenguaje fílmico equivalente al habitual sistema de signos en rotación/detonación/retorcimiento que utiliza su antihéroe, el lenguaje en movimiento que lo duplica, su conocida/desconocida lengua propia en perpetua metamorfosis, expansión y devoramiento, con fotografía de Lawrence Sher y música para cello y percusiones en constante expansión atronadora de la islandesa Hilbur Gudnardóttir, de sorpresa en invención detonante cuyos máximos hallazgos serían la basurizada urbe cósmica a partir de un pueblo chico infierno grande sin ley ni clemencia, las alucinaciones románticas del antihéroe visualizadas al mismo nivel delirante que la delicuescencia de su mundo cual fantasía interna, la superación de los villanos archienemigos batmanianos del cine y TVseries en un solo desbordado ejemplar-síntesis (César Romero, Jack Nicholson, Heath Ledger y demás) con explícito origen común en un Chaplin patinador suicida de Tiempos modernos (36), rumbo a la angustia de un mitológico encuentro harrypotteriano con el futuro Batman aún pequeñuelo tras las rejas de una mansión-cárcel infranqueable.

 

Y la risa roja semeja la extrema descomposición emblemática de una actualísima nueva forma de resistencia antitrumpista al horror cotidiano y a la pérdida de fundamentales valores considerados inalienables en una sociopolítica distopia mediática al interior de un proceso de modernización autoritaria que va dejando sus huellas sangrientas sobre el pasillo del nosocomio antes de huir a lo lejos tipo Von Stroheim por ambos lados de una profundidad de campo.

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