Tolstói vs. Shakespeare con Stendhal como testigo
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Clásicos y Comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Al fin me pude hacer de un ejemplar del panfleto de Tolstói contra Shakespeare, publicado por The Free Age Press en Londres, año de 1906, por un admirador estadounidense del conde ruso, Ernest Howard Crosby. Pero antes de leer algo de Tolstoy on Shakespeare cabe recordar que la fortuna de Shakespeare, como la de cualquier otro clásico, nunca ha sido estática. Comenzó de la peor manera para esos regentes del gusto que fueron los franceses hasta que, desde la otra orilla del río Rin, apareció el romanticismo, rechazándolos con todo y su emperador Napoleón y su Revolución de 1789. Voltaire, tras algunos titubeos, ya había condenado a Shakespeare por su vulgaridad y su mal gusto. La consideraba propia de los “salvajes británicos”, presentándolos siempre en desventaja frente a los autores dramáticos del Gran Siglo. Pero Tolstói toma nota de que fue G.G. Gervinus (1805-1871), un historiador a quien el ruso acusa de “librepensador”, quien acabó de reclamar al autor de Macbeth como tonificante del genio alemán que hasta esos días se presentaba tras la máscara de la nación.
Le había tocado a Stendhal, en Racine et Shakspeare (así, sin la primera e lo escribía él) reivindicar a Shakespeare contra el neoclasicismo, considerando que bastaba con los privilegios de la imaginación para mandar al diablo las reglas teatrales de los empelucados clásicos del siglo de Luis XIV. En aquel estudio, el primer romanticismo francés que se atreve a decir su nombre es el stendhaliano, imponiendo una distinción según la cual románticos son los jóvenes que están a la altura de su tiempo y clásicos son nuestros ancestros de fama tan incontrovertible como ajena. En su día, Dante fue romántico, dice Stendhal y en 1824 —fecha de su librito— el toscano era ya y desde hacia mucho, un clásico. Racine y Molière, argumenta quien lleva el nombre civil de Henri Beyle, fueron románticos hacia 1670 pero ya nada le dicen al nuevo público decimonónico, quedando en duda (aquí Stendhal se priva de ser categórico), si permanecen en el Olimpo de los clásicos. Lo romántico como un temperamento más que como un estilo, forjado en el orden diacrónico, pese a su simpleza, ha corrido con fortuna. El catalán Eugenio d’Ors escribió que nuestro primer romanticismo fue el Barroco y que precisamente por ello, por neoclásicos, los franceses de aquellas centurias anteriores a 1800, ni lo tuvieron ni lo entendieron.
Shakespeare, argumenta Stendhal, maldecido por los neoclásicos, es contemporáneo suyo y lo será pocos años después de Victor Hugo; pertenece al partido juvenil porque presenta genialmente ideales y pesadillas del nuevo siglo, harto de luces deslumbrantes y necesitado de claroscuros para descanso, fastidio y morbo de la mente. Aunque si dibujáramos un grosero cuadro político de la literatura mundial tanto Tolstói como Stendhal pertenecerían a la izquierda, a estas alturas no me queda claro quién fue el moderno y cual el antimoderno.
Tolstói, novelista arrepentido, está asociado al cristianismo herético que añora la pobreza evangélica, descree de la técnica, predica el pacifismo y la castidad, le horroriza el gobierno tanto como el arte y predica el anarquismo, la cooperación entre iguales. A Stendhal, en cambio, no le interesa mucho la existencia de Dios, es libertino sin hipocresías; coleccionista de mujeres y escaso en amores, se siente a gusto en la clase media, “prefiere morir por el pueblo que vivir con él” (dicen que eso dijo en la Revolución de 1830) y mientras no lo perturben en la sala de ópera espera que sus amigos gobiernen si le consiguen puestos remotos pero decentemente pagados. Tolstói narró la derrota de Bonaparte ante los rusos en La guerra y la paz mientras La cartuja de Parma, de Stendhal, festeja la Campaña de Italia del joven Napoleón como una comedia de enredos. Oficial de intendencia en Rusia, Stendhal entra a Moscú, ciudad fantasma, en septiembre de 1811 y se retira penosamente junto a todo el ejército vencido. De aquella aventura sólo deja un puñado de frases. Tan pronto regresa a París, Stendhal mejor se pone a escribir su Historia de la pintura en Italia, que quiso dedicarle al Zar victorioso. El francés había dejado de amar a Napoleón cuando se convirtió en emperador mientras Tolstói, 60 años más joven, se inclinó hegelianamente ante la Historia.
Pero volvamos, en Tolstoy on Shakespeare, a la filípica antishakesperiana. Da principio con la reposición de los argumentos neoclásicos contra el isabelino. No es de extrañarse, dada la educación a la francesa de un noble ruso, que Tolstói repita el menú neoclasicista contra El rey Lear, Hamlet y Macbeth, juzgados como históricamente inverosímiles y repudiados por majaderos merced a un lenguaje inconcebible en “verdaderos individuos”. Tras reseñar con cierto detalle El rey Lear, la obra que, a Tolstói, padre de tantos hijos dentro y fuera de su tormentoso matrimonio con Sofía Tolstaia, más le irrita, el novelista golpea la mesa. Por más que ha leído y releído, afirma, a Shakespeare (en ruso y en la traducción alemana de August Schlegel), está convencido de tener la razón: la bardolatría (el término se inventó para describir a los idólatras de W.S., el bardo), es un error común a toda la humanidad, por más que les pese al doctor Johnson, a Shelley, a Hazzlit y a Swinburne. Error difundido por los periodistas, esa maldición del mundo moderno que una verdadera sociedad cristiana tornará innecesaria, dice Tolstói, el primer gran escritor en servirse con abundancia, de la prensa.
Es aquí donde Tolstoy on Shakespare cobra su verdadero interés. Aquello que más enfurece a Tolstói de Shakespeare es lo que sostiene, en buena medida, la popularidad del bardo desde el romanticismo: su falta de religión, su incredulidad o su agnosticismo, virtudes seculares que llevaron a quien se propuso ser el primer bardólatra del siglo pasado (Harold Bloom) a considerarlo, nada menos, que el muy renacentista “inventor de lo humano”. Esa inmoralidad, originada en el ateísmo (aunque Tolstói se cuida de llevar la acusación a ese grado) convierte al repertorio shakesperiano en un catálogo de crímenes y sevicias, donde es imposible encontrar bondades humanas o divinas, un caos sin Dios donde, en efecto, mujeres y varones pasean su codicia, su ambición o su acedia sin recibir censura alguna de su inadvertente hacedor.
Al final del panfleto —al cual Crosby adjunta sus propias opiniones contra Shakespeare por ser el eco aristocrático de la enemistad contra las clases bajas junto a una página de ese otro antishakesperiano que fue Shaw— Tolstói no acusa a Shakespeare de no ser Shakespeare, por lo menos, pero sí de haber sido un saqueador de leyendas medievales de las cuales, con pericia de infiel, escamoteó toda religiosidad. Y va más lejos. En un 1900 en que Tolstói ve esfumarse a los espíritus humanitarios de su juventud, sustituidos Sand y Sue en la novela popular por Zola y poetas más risueños por decadentes como Baudelaire, Verlaine y Maeterlinck; olvidadas las teorías sociales de Fourier e impuestas, contra Hegel, las de Comte; sustituido hasta Darwin por el horripilante Nietzsche, el conde decide culpar de todo el pecado moderno a la fama de Shakespeare.
Siendo muy consecuente y original la conclusión de Tolstói, si la miramos con detenimiento, se deja ver el diente verde de la envidia. ¿Quién había sido el gran escritor, hijo de los neoclásicos y padre de los románticos, quien más hizo por Shakespeare? Goethe, sin duda, acusa Tolstói. Toda la “monserga filosófica” que elevó al bardo como el profeta del romanticismo es culpa de Goethe, quien lo proclamó “el gran poeta”, con toda su “autoridad de dictador”, gimotea el ruso.
Goethe, finalmente, era el único espíritu a su altura con el cual Tolstói deseaba batirse. Supongo que el hombre que fue Shakespeare observa con atención desde lo alto ese duelo de semidioses pero tengo por seguro que Stendhal, aburrido ante la querella de los Antiguos y de los Modernos, hace rato que abandonó el espectáculo en busca de esa imaginación cuyo consuelo sólo lo ofrece el conversar con las mujeres. En cuanto a Shakespeare, lo amaba Stendhal, no sin ciertos reparos críticos, forma de amor sólo posible en él.
FOTO: Stendhal en un retrato fechado en 1840. Obra del pintor Olof Johan Södermark /Crédito: Especial
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