La larga risa de Tom Wolfe

May 26 • destacamos, principales, Reflexiones • 3744 Views • No hay comentarios en La larga risa de Tom Wolfe

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Autor de libros notables como Ponche de ácido lisérgico, Lo que hay que tener y La hoguera de las vanidades, el estadounidense Tom Wolfe, fallecido el 14 de mayo pasado, fue uno de los pioneros del llamado Nuevo periodismo

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POR LEONARDO TARIFEÑO

“Escribe tantas veces al límite”. Así describe Hunter S. Thompson a Tom Wolfe en una carta enviada el 3 de mayo de 1965 a Dave Hacker, amigo personal suyo y director de National Observer. El comentario asombra y vale, sobre todo, porque viene de otro gran amante de los precipicios. Lo curioso es que, por entonces, ni Wolfe había escrito algunas de sus crónicas más escandalosas, como Ponche de ácido lisérgico (1968) o La izquierda exquisita (1970), ni Thompson había activado la bomba llamada Miedo y asco en Las Vegas (1972) en el corazón del periodismo tradicional. No importa: hoy se sabe que ninguno de los dos necesitó la aparición de esos libros ya clásicos para reconocer en el otro a un compañero de viaje. Lo que no está igual de claro, y quizás convenga pensar en eso a pocos días de la desaparición del autor de La hoguera de las vanidades, es el sentido oculto de la frase que brilla en la carta a Hacker. ¿A qué límite se refería exactamente Thompson? ¿La transgresión siempre es un mérito en un escritor? ¿Y hasta qué punto las provocaciones que marcaron un hito en los años sesenta y setenta se mantienen vigentes a casi medio siglo de distancia?

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Tal vez el límite entrevisto y mencionado por el creador del “periodismo gonzo” no sea uno sino varios. En primer lugar, el narrativo, que a su manera también es social. Bajo la etiqueta de “Nuevo periodismo”, el trabajo de Wolfe interpretó el afán contestatario de su época, lo incorporó a la prosa y terminaría por convertirlo en un estilo deudor del habla urbana, oral por naturaleza y lleno de hipérboles, onomatopeyas y repeticiones que evocaban las formas y giros verbales de las tribus contraculturales emergentes. La Revolución psicodélica liderada por Ken Kesey (protagonista exclusiva de Ponche de ácido lisérgico), la subcultura hippie, la juventud antibelicista y los ghettos del rock encontraron una voz representativa en Wolfe, quien se atrevió a describir el nuevo horizonte de personajes, leyendas y valores sin enaltecer ni menospreciar las novedades generacionales que advertía. Con un desenfado tan elegante como los trajes que definían su personalidad, el autor le abrió las puertas de la cultura a una auténtica gang de descarriados, es decir, tuvo un gesto análogo al que ridiculizara con extraordinaria lucidez y acierto en La izquierda exquisita. Como se recordará, en esa crónica magistral Wolfe narra la recepción que el compositor y director de orquesta Leonard Bernstein le ofreció a miembros de la organización revolucionaria Black Panthers en su penthouse de 13 habitaciones ubicado en pleno centro de Manhattan. El paralelo y las diferencias entre el cocktail de Bernstein y la obra de Wolfe son relevantes y decisivos. En el primer caso, la incoherencia política y la condescendencia intelectual derivaron en un intercambio de prejuicios disfrazados de buenas intenciones. En el segundo, y en abierta contraposición con aquel show de autocomplacencia burguesa, Wolfe llevó al periodismo a la calle para descubrir y registrar una realidad diversa, múltiple y contradictoria, que sólo podía ser contada con una forma narrativa igual de novedosa y original. Esa forma narrativa sería el Nuevo periodismo, en el que el mundo que Bernstein pretendía apadrinar y cobijar se expresaría en todo su esplendor, sin los paternalismos clasistas e ideológicos que Wolfe denunciaría, con indomable ironía, en el fundacional La izquierda exquisita.

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El Nuevo periodismo nace con ese texto, un monumento a la desconfianza en la política, una larga risa que pone el foco en los absurdos ideológicos tan propios de la tropa intelectual. Y con ese gesto se consuma la transgresión que recuerda la frase de Thompson. En La izquierda exquisita Wolfe se burla ni más ni menos que de los héroes culturales de la época, visita la casa de un millonario célebre y, acto seguido, ensaya una carcajada literaria que apunta a la fantasía progresista de apoyar con un acto de caridad a aquellos socialistas dispuestos a expropiar a tiros mansiones como aquella de 13 habitaciones que ostenta el anfitrión. A más de 40 años de su escritura, hoy puede leerse La izquierda exquisita como un producto irreverente de su tiempo, pero en aquellos años representó un verdadero escándalo que la élite intelectual nunca le perdonaría a Wolfe. Y quizá sea justamente esa actitud insubordinada, transgresora y autónoma la que consagra el legado de Wolfe como una lección permanente que ningún periodista —o intelectual— debiera olvidar jamás.

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A todos los grandes críticos de élite intelectual de las décadas de los sesenta y setenta en Estados Unidos se los miró de soslayo. Truman Capote, Gore Vidal y Norman Mailer padecieron esos recelos, y Tom Wolfe los vivió por duplicado por su condición de periodista. Ayer, hoy y tal vez siempre, los miembros de las élites (la intelectual, incluida) suponen que el reportero es un lacayo, un mal necesario que vive de difundir lo que ellos quieren decir. No entienden ni aceptan que el trabajo periodístico consiste en estar al servicio de la realidad, no de sus deseos, y se alarman o indignan cuando la prensa se toma la libertad de ejercer un criterio propio. La ofensa de Wolfe, que él convirtió en su larga risa, convirtió al escenario del poder en un teatro del absurdo, y a lo largo de su obra posterior la completaría al reivindicar como la protagonista de su época a una pandilla diametralmente opuesta en valores, hábitos e intereses a los de los happy few. Semejante tarea podría haber sido perdonable si la hubiera emprendido un escritor de abolengo, no un periodista, por más traje blanco que usara. Por eso, la revolución de Wolfe implicó un nuevo status para el periodista. Un ascenso social al club de los escritores y, también, una renovación técnica que consolidaba esa transformación de clase al permitir que el reportero formara parte de la historia a narrar.

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La obra de Wolfe es irregular y responde a los mandatos de su tiempo. Alcanza cumbres irreprochables en Ponche de ácido lisérgico, Lo que hay que tener (1979) y la novela La hoguera de las vanidades (1987), y se hunde en proyectos indigestos como las ficciones Todo un hombre (1998) o Soy Charlotte Simmons (2004). Lo curioso es que la marca constante de las críticas recibidas es su ADN profesional, del que Wolfe nunca abjuró. De sus novelas siempre se ha dicho que son “demasiado periodísticas”, como si el periodismo fuera una especie de virus mortal que contamina la literatura; para defenderse, el autor reviró que “no lo son lo suficiente”, orgulloso de una profesión que lo emparenta con una larga tradición en la que destacan Honoré de Balzac, Émile Zola y Jack London, entre muchos otros. Una crítica con menos clasismo intelectual hubiera visto otras carencias en sus libros, como el exceso injustificable, la tendencia a la digresión y una prosa que muchas veces parece anclada en el vértigo pop de los años setenta. Si la obra de Wolfe tiene alguna vigencia, no hay que buscar esas claves en el indudable prodigio de su estilo. En no pocas ocasiones, el recurso de acudir a las hipérboles, onomatopeyas y repeticiones suena a una opción gastada y autorreferencial, como si Wolfe parodiara su propio estilo. Hijo del realismo de Balzac, la exuberancia y versatilidad de su prosa no resistió el embate de la renovación del género, liderada por el “realismo sucio” de Raymond Carver, Tobias Wolff y Richard Ford, que proponía todo lo opuesto, es decir, la concentración, la economía y la síntesis. El peor Wolfe se lee como un escritor que no sobrevivió a su tiempo. El mejor es aquel que no deja de reírse.

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Transgresor profesional y reportero de tiempo completo, es posible que a Wolfe se lo recuerde como el gran innovador que convirtió al periodismo en una forma de la literatura. En ese campo, su obra también corre el riesgo de la lectura prejuiciosa. Tal como él mismo ha asegurado, el Nuevo periodismo no se basa en poner al autor en el centro de la escena (a la manera del Thompson de Miedo y asco en Las Vegas o Los Ángeles del infierno), sino en explorar y desarrollar la mirada del periodista. Eso no obliga a convertir necesariamente al narrador en un personaje, sino a investigar mucho más de lo habitual para poder potenciar esa mirada con información y fundamentos. Las críticas históricas que recibió el Nuevo periodismo rodean ese malentendido y apuntan tanto a la superficialidad como al egocentrismo. En el primer caso, el ejemplo es su ensayo La palabra pintada (1975), sobre el arte pop, tachado de “periodístico” —es decir, superficial— por la crítica especializada. Y en el segundo, algunos de los textos reunidos en La banda de la casa de la bomba (1968) padecieron la acusación de egomanía cuando el propio Wolfe se encargó de resaltar que el uso de la primera persona es un recurso de técnica narrativa como cualquier otro, ni más ni menos desechable, y muy necesario cuando la historia se modifica por la aparición del periodista en ella.

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En todo caso, en una época en la que el periodismo se ve amenazado por la difusión global de fake news, tan próxima a la idea de que cualquier hijo de vecino armado de un teléfono celular puede llegar a ser algo parecido a un reportero profesional, la herencia de Tom Wolfe parece más importante que nunca. De La izquierda exquisita a la novela Bloody Miami (2012), pasando por su inmortal La hoguera de las vanidades, Wolfe fue un insobornable crítico de la hipocresía y el esnobismo, quizás dos de los peores males que hoy surcan la contemporaneidad. Al mismo tiempo, cada uno de sus trabajos delata una investigación minuciosa y brutal, en definitiva un recordatorio de que no hay periodismo sin ese esfuerzo cotidiano y demandante, que entrelaza sus textos y ayuda a ver la realidad en todos sus aspectos.

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Heredero de Balzac y del London de El pueblo del abismo, el dandy del traje blanco fue un artista de la provocación y un enamorado de su época, a la que enriqueció con relatos inolvidables y satíricos. Si la actual es la oportunidad para intentar un balance de su trabajo, tal vez valga la pena mencionar al menos dos instancias. Una, que no hay ninguna razón para negar que la pirotecnia verbal de muchos de sus libros ya puede resultar tan anacrónica como su manera de vestir o su hábito de escritura, para el que sólo necesitaba un lápiz y un cuaderno. Y otra, que su osadía intelectual marcó el rumbo de todo un mundo narrativo que transformó para siempre la manera de entender, ejercer y desarrollar el periodismo. Empeñado en transgredir límites, esa actitud lo mantiene vigente como creador del Nuevo Periodismo y, a la vez, lo ancla a su época en tanto narrador atado a una prosa con fecha de caducidad. Podría decirse que así de contradictorios son los méritos y riesgos que construyen a los narradores cuando se enfrentan a desafíos que a veces superan sus fuerzas, como siempre ocurre cuando el escritor es de veras tal. Lo único cierto, en su caso, es que para saber qué pasó en su época hay que leer a Tom Wolfe. Y ése, tal vez, sea el mejor elogio que un periodista pueda o merezca recibir.

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Foto: Tom Wolfe fue conocido como uno de los padres del “nuevo periodismo”, junto con Gay Talese y Hunter. S. Thompson, entre otros. / AP

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