¿Sabía usted quién fue el primer poeta loco?
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Retenido en el Hospital de Santa Ana de Ferrara, Torquato Tasso (1544-1595), ante la mirada de Michel de Montaigne, fue el primer poeta loco de los modernos. Es necesario recordar que, autor de una epopeya, Jerusalén liberada (1579), Tasso compartió durante un par de siglos el pináculo de la gloria universal junto a Dante y Shakespeare. No pocos lo equipararon hasta con Homero y Virgilio. La sola historia de cómo la posteridad bajó a Tasso de los altares, merecería averiguación larga y sustanciosa; hoy sólo haré algunos apuntes sobre su locura y sobre sus tratos con un demonio que no es, ciertamente, el de la Cristiandad.
De las interpretaciones de Tasso, la de John Addington Symonds, en El Renacimiento en Italia (1875-1886), me habría parecido la más justa o al menos aquella más cómoda para mi temperamento, de no haberme topado con el párrafo de Montaigne que narra su visita al poeta nacido en Sorrento. Cortesano al pie de la letra y a muchísima honra como lo exigía el mantuano Baldassar Castiglione en aquel Cortesano (1528) que tradujo Juan Boscán, Tasso enloquece, él mismo hijo de poeta cortesano, antes que renunciar a su rango con Alfonso II, duque de Ferrara.
Tasso pierde la razón obsesionado con la inquina del Santo Oficio en su contra, porque es, como dice el esteta inglés Symonds, un mártir de la Contrarreforma. Forzado a traicionarse, Tasso convierte, para satisfacer a las ratas eclesiásticas que lo rodean más en función de rigorosos fiscales que de providentes críticos, su Jerusalén liberada en Jerusalén conquistada, transformándose en aquel pobre hombre visitado, en noviembre de 1580, por Montaigne. Todo ello es cierto, pero sólo es una parte de la verdad, la historicista.
No es al fantasma de la Inquisición a quien en los Ensayos (1580-1588), de Montaigne, se acusa de haber enloquecido a Tasso. De pensarlo así el inventor del ensayo no habría podido decirlo, además. Valiente y moderno en su repudio de la tortura del cristiano por el cristiano, Montaigne no parece afligido por una nunca documentada persecución de la cual se creía víctima el desastrado Tasso.
Antiguo también y por ello creyente en la ciencia de los humores, Montaigne lo presenta, en la “Apología de Raymundo Sabunde”, como víctima de sí mismo, asombrado de ver “la mutación que ha experimentado por su propia agitación uno de los espíritus más juiciosos y mejor moldeados en la pura poesía antigua, superior en esto a todos los demás poetas italianos que jamás han existido. ¿No tiene que estar reconocido a la vivacidad que lo mató? ¿A la claridad que lo cegó? ¿Al acerado y constante ejercicio de sus facultades que le dejaron sin razón? ¿A la curiosa y laboriosa investigación científica que le condujo a la estupidez? ¿A la rara aptitud para los ejercicios del alma que le dejaron sin alma ni ejercicio? Experimenté más despecho que compasión al verle en Ferrara en su lastimoso estado, sobreviviéndose a sí mismo, desconociéndose y desconociendo sus obras, las cuales vieron la luz sin que él las revisara, aunque las tuviera delante de sus ojos. Aparecieron sin corregir e informes”.
Tasso contará su propia versión de los hechos en “El mensajero” (1580-1587), donde dialoga con alguien que no es “ángel, ni tampoco alma desventurada”. Se trata de un demonio socrático que ríe de la penosa locura del poeta y no le provoca compasión, como tampoco la sufre, por él, Montaigne. De ser así, los amigos de Tasso lo llamaron al orden para ahorrarle un disgusto y no al revés, si vemos la reescritura de Jerusalén liberada con ojos más amables. Quienes de esa manera se atreven a escuchar esas voces y a establecer ese tipo de diálogos, se ubican, a veces estoicos, a veces epicúreos, ajenos a la caridad cristiana.
Ese espíritu sólo en apariencia maligno, acusa a Tasso de haber vivido en el sueño, platónicamente, como sombra de su sombra. “No pienso que seas ángel o demonio, sino alma humana”, confiesa quien creemos es Tasso, “reconociendo” en el mensajero, para tranquilizarse acaso, a gente de su siglo. “Incluso sí así fuera”, le responde, “no sigas estando deseoso de saber más allá de lo que te es menester”.
El poeta, acto seguido, juzga que se trata de un genio familiar “por el que es conveniente regir o enderezar opiniones” aunque él ya no está soñando dormido sino frente a quien lo obliga a entregarse a la “fantasía” de pensar, defendiendo su “melancolía” como la padecida antes por Empédocles, Sócrates, Platón, Lucrecio y, según Aristóteles, hasta por héroes como Hércules, el ideal del sabio para Antístenes gracias al pomos, es decir, a la sabiduría práctica emanada de sus trabajos. La epilepsia tenía la buena fama de ser hercúlea.
Nuestro primer poeta loco le expone su caso al demonio: “Y es cosa cierta que no fue más fatigosa hazaña vencer a la quimera que superar a la melancolía, que mejor podría compararse con la hidra que con la quimera, porque apenas el melancólico ha truncado un pensamiento, nacen al instante dos en su lugar, que con dos mortíferas mordeduras le hieren y laceran”.
Su melancolía, empero, no fue obra de “la magia natural”, según le diagnostica su demonio al propio Tasso en “El mensajero”, diálogo traducido por Marciano Villanueva Salas en Los mensajeros (Cuatro, Madrid, 2007). El cuerpo humano, le dice, tiene un límite en el cual empieza a autoconsumirse y la melancolía viene a ser un humor, antes que un embrujamiento. El psiquiatra Louis-Francisque Lélut, supondrá en Du démon de Socrate (1836), que el “demonio sócratico”, en aquella Atenas, era un grado benéfico de la locura, una racionalización mental más cercana a Montaigne, desde luego, que al misterio romántico de la locura. Lélut se adelantó al Super Yo freudiano, a la conciencia moral emanando del propio individuo para juzgarlo y ese era su demonio socrático.
Montaigne sugiere que Tasso es parcialmente responsable de su extravío. “No hables como un enamorado”, le espeta su demonio a Tasso. Escucha mis “razonamientos filosóficos”, le exige. Hasta Petrarca se dio cuenta que Laura estaba enferma de sus ojos, turbios y oscuros, le cuenta. Los efectos de los astros son diversos y caprichosos, recalca. Quien habla en nombre de Tasso va encontrando el camino del diálogo, argumenta a su favor con la impiedad de Sócrates, pero su demonio lo detiene. Los demonios como los ángeles, existen, pero surgen “del orden del universo impuesto por Dios y por su ministra, la naturaleza”.
El resto del coloquio de Tasso con su demonio penetra en una querella que, por mi ignorancia filosófica, me es difícil de entender a carta cabal, la de la influencia real de los estoicos en el humanismo del Renacimiento. Tasso habla desde la poesía; su demonio, desde la teología. Insinúa que el poeta es un epicúreo, atosigado por los placeres y prueba la superioridad de la inteligencia angélica representada por él, pues esta conoce “sin necesidad de argumentación” mientras los hombres necesitan de discursos y silogismos. Más aún, “el entendimiento de los demonios, aunque puede silogizar a vuestra manera humana, tiene un discurso mucho más veloz”.
Me interesa sólo subrayar que Tasso admite juicioso la solución de compromiso ofrecida por ese visitante: “entre la naturaleza humana y la divina se interpone la de los demonios”. Semejantes mediadores, con ese proceder, encarnarán después a la razón dividida o la doble conciencia propia de los modernos. “Hay dos genios, el bueno y el malo”, leemos páginas más abajo en Tasso.
Tasso, por su calidad melancólica, asombró a Goethe, quien antes de ser verdaderamente Goethe, le consagró una de sus obras teatrales más lamentables, en 1789. Lord Byron y Charles Baudelaire, después, pondrán sendos poemas a los pies de Tasso. Más tarde, ese demonio, abogado del diablo o sosías que interrogó a Tasso, se hará presente en Fiódor Dostoievski o en Thomas Mann, imponiéndose como un mediador decisivo en la literatura moderna. Pero antes tocará a su compatriota Giacomo Leopardi (1798-1837), llamar a cuentas a Torquato Tasso y a su “genio familiar”, como lo llamará el poeta de Recanati. Pero ésa es otra historia.
FOTO: Torquato Tasso y las dos Leonoras (Eleonora D’Este y Leonora Sanvitale), óleo del pintor alemán Karl Ferdinand Sohn. /Museo de Arte de Düsseldorf.
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