¿Transformar el mundo, cambiar la vida?

Jul 16 • Reflexiones • 810 Views • No hay comentarios en ¿Transformar el mundo, cambiar la vida?

 

Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 
Estaba yo preparando una conferencia sobre Roland Barthes cuando me topé con Je suis la révolution (2008), de Laurent Jenny, donde se asegura que con el autor de S/Z (1970) se llevó al paroxismo la más francesa de las ideas, aquella que asocia a la Revolución política con la Revolución artística como una totalidad tan incontrovertible la cual, en ausencia de verdaderas transformaciones sociales, deja incólume la obligación ontológica de la literatura de ser, de manera permanente, revolucionaria. El opúsculo de Jenny, recorriendo el trecho entre la Revolución de Julio de 1830 y mayo de 1968, no manifiesta mayor entusiasmo por las vanguardias y toma distancia preguntándose qué demonios han entendido, a lo largo de más de dos siglos y medio, los escritores franceses por Revolución.

 

La primigenia y clásica Revolución, la de 1789, sólo fue asociada tardíamente al romanticismo (su falso enemigo de origen germánico), por Maurras, ideólogo de la Acción francesa, quien vio en Rousseau, al mismo tiempo, el padre político y la madre literaria de la aborrecida destrucción del Antiguo Régimen, de sus estamentos y de su estética. Victor Hugo y los románticos de 1830 corrigieron su juvenil entusiasmo monárquico e hicieron coincidir su rebeldía con la caída de los Borbones: el romanticismo, como había previsto Stendhal, se volvió de izquierdas. El tradicionalista Maistre lo mismo que el republicano Hugo, vieron en 1789 un cataclismo y una fatalidad.

 

No fue sino hasta la siguiente Revolución, la de 1848 ocurrida ya bajo la influencia de los socialismos, cuando se estableció cierta correlación entre un nuevo arte y una nueva sociedad. Pero algún lector se sorprenderá de que hacia 1924, los surrealistas, quienes se pasarán los años siguientes tocando la puerta del Partido Comunista sin ser atendidos, poco o nada sabían de la Revolución bolchevique de 1917 y la idea de Revolución extraída de los primeros manifiestos surrealistas es asombrosamente vaporosa. Revolución era acedia, suicidio o nihilismo y al darse cuenta de la gravosa incompatibilidad, un André Breton, en Los vasos comunicantes (1932), hará esfuerzos inauditos, brincando de Freud a Hegel, por “marxistizar” al surrealismo. Cuando el jefe surrealista se encuentra con Trotski en Coyoacán, en 1938, sólo le queda rogar por un comunismo que respete la libertad del arte. Pero la consigna de Breton, la de “transformar el mundo, cambiar la vida”, sumando en 1935 las intenciones de Marx con las de Rimbaud, se adueñaría de la imaginación radical.

 

En los años 30, siguiendo a Jenny, la “derecha no conformista”, cercana al fascismo, le envidia al marxismo el concepto de “revolución”. Le cercena a ésta su tufo materialista y economicista, robándosela bajo la forma de una “espiritualidad” violenta y reaccionaria, gracias al crítico Maurice Blanchot, quien aparecerá, en 1968, ya situado en la extrema izquierda. Para entonces Blanchot ya dio el salto mortal: siendo los soviéticos tan pequeñoburgueses y antirrevolucionarios en cuanto a cuestiones artísticas, la literatura, ella sola, deberá encarnar a la Revolución. Esa Revolución sin Revolución, orgullosamente retórica, tendrá su ídolo en Sade. Todas las obediencias literarias de París, con la solitaria excepción de la de Camus, rendirán culto al Divino Marqués como la prueba metahistórica de que, con la más brutal de las rupturas estéticas y sexuales, basta y sobra.

 

Esa nueva versión del Terror de 1793 (localizado entre los libros, como otra metáfora, por Paulhan, editor y mala conciencia de los autores “terroristas”), será el arma de las letras modernas, garantía de que no hay palabras inocentes y toda comunicación es, por serlo, sospechosa. La Revolución, para los escritores terroristas, será sinónimo de transgresión incesante y audacia estilística; que ésta le sea indiferente a los ciudadanos será otra prueba de la superioridad de los clérigos (como llamó Julien Benda a los intelectuales). Si mayo de 1968 se esfuma y las siguientes elecciones las gana el general De Gaulle, queda la literatura para hacer, figurativamente, la Revolución.

 

Jenny hace cuentas y nos recuerda que sólo un lustro separa a ¿Qué es la revolución? (1948), de Sartre y El grado cero de la escritura (1953), del joven Barthes. Pero entre uno y otro texto se abre un abismo. Sartre sigue pensando, en tono humanista, que la literatura sólo será verdaderamente revolucionaria cuanto toda la sociedad haya sido revolucionada e impere el comunismo; para Barthes, gracias a una “escritura” desprendida de la Historia, la literatura será revolucionaria de manera autónoma y volutiva, el frente único desde el cual se combatirá al “lenguaje fascista”. Por ello, ni Barthes ni sus amigos maoístas de la revista Tel Quel tendrán que arriesgar la vida poniendo bombas, como los anarquistas del siglo anterior. Será suficiente con el turbio estilo o con el discurso amoroso. El oscuro Blanchot lo dirá sin ningún escrúpulo: “Todo escritor, que por el mero hecho de escribir, no se vea obligado a pensar: ‘yo soy la Revolución y sólo la libertad me hace escribir’, en realidad no escribe”.

 

Aunque los telquelianos, según acabó por confesar avergonzado Sollers, su gurú, deliraron con la Revolución cultural y hasta hallaron digno de concienzudo encomio el “pensamiento” de Mao, lo suyo poco o nada tenía que ver con la China real y sus millones de víctimas del comunismo, sino con las entelequias “bizantinas” de los franceses (como también las calificó Benda) y aquella revista se ocupó, solipsista, de hacer la Revolución en la literatura mediante la teoría literaria, esa ficción suprema. En realidad, dice Jenny, Tel Quel, en los años 60, sufría de lo mismo que el surrealismo en 1935: la urgencia de sintetizar literatura, psicoanálisis y marxismo en una “práctica revolucionaria” que terminó por ser únicamente literaria.

 

La metáfora revolucionaria, concluye Laurent Jenny, cuyo origen más remoto está en 1797, cuando el romántico alemán Friedrich Schlegel soñó con una “poesía republicana”, terminó por esfumarse, aunque, me temo, quedó como un tic gálico que los anglosajones, por ejemplo, miraron primero con estupor, luego con curiosidad y al final, con aburrimiento. Pero la extinción de la metáfora tuvo sus consecuencias: desapareció la Revolución, pero no el Terror y aquello que vino después del posestructuralismo, desechada la panacea universal, sigue ligado a ese “acontecimiento” fabulado por Blanchot, el cual invierte los términos y atribuye al poder una infatigable actividad contrarrevolucionaria que despoja al individuo del libre albedrío. Baudelaire afirmó que la modernidad es todo aquello que nos separa del pecado original. Quizá puede decirse que, en el siglo XXI, alejarse de aquella consigna bretoniana, atractiva y falsa suma de Marx y Rimbaud, autoriza la modestia requerida para pensar en una cultura liberal, lo cual nada tiene de fácil.

 

FOTO: Combate frente al Ayuntamiento de París el 28 de julio de 1830, de Jean Victor Schnetz/ Les Musées de la ville de Paris

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