Un estudiante de filosofía en la UIA de Insurgentes

Jun 11 • Conexiones, destacamos, principales • 3567 Views • No hay comentarios en Un estudiante de filosofía en la UIA de Insurgentes

Amigos de la Ibero, El Colmex en los 50

POR HUBERTO BATIS 

 

Entre clase y clase de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y El Colegio de México, también me daba tiempo para ir a la Universidad Iberoamericana, que tenía  facultades en donde hoy está Plaza Inn. Era un edificio antiguo, muy grande que aprovechaba la Ibero para impartir, entre otras, la carrera de Filosofía, en la que yo estaba inscrito. Tomé clases de Lógica con el padre José Sánchez Villaseñor.

 

En esa clase volví a ver a Eugenia Rendón Orendáin. Era muy guapa y andaba en un coche convertible. Junto con su hermana Eulalia tenían una pequeña boutique de ropa para damas sobre el Paseo de la Reforma. Un día, los alumnos de la Ibero tuvieron la ocurrencia de subir su coche hasta la puerta del salón en donde estábamos, en el primer piso. Al salir de clase tenía el coche a la puerta. Eugenia me dijo: “Súbete”. Todos los alumnos, felices, nos coreaban. Eugenia encendió el motor y arriba del coche bajamos las escaleras desde ese piso. Ya abajo, uno de sus admiradores se le acercó para pedirle un beso. Ella le dijo: “Súbete”. Él brincó y se sentó atrás. Ella nos llevó a una casa de San Ángel Inn. Nos dijo: “Vinimos a visitar a mi tío Guille”. Ese tío era un famoso sastre que tenía su taller en la Zona Rosa.

 

Yo lo conocí cuando en la Facultad de Filosofía de la UNAM el profesor Sergio Fernández me pasó al pizarrón. Yo traía unos pantalones holgadísimos, que eran herencia de mi papá. El profesor me recomendó que fuera a hacerme unos pantalones a la moda a la tienda de Guillermo El Guille Orendáin, el cual me hizo un par de pantalones ajustadísimos, con bolsas no laterales sino al frente, con un nacarado botón coqueto, para meter las manos por delante. Me los probé y eran tremendamente incómodos. Así me fui a la Facultad y Sergio Fernández me alabó uno de esos pantalones que me hacían sentir en mallas de bailarín de tan ajustados que estaban. Me pasó a la pizarra y me hizo dar vueltas mientras los alumnos se carcajeaban y me aplaudían de tan “lindo” que me veía.

 

Pero estábamos con Eugenia. Ella metió el coche a la casa, lo dejó en el jardín y nos metimos a la sala.  Me hizo una seña indicándome que nos saliéramos. Subimos a su auto, salimos y dejamos al “enamorado” de la Ibero en garras del Guille Orendáin. Eugenia se definiría como fotógrafa y socialité. En los periódicos seguí sus triunfos como fotógrafa. Su mamá era de origen tapatío (Ángel Zárraga la pintó en un retrato famoso).

 

En una ocasión tuvo una exposición de fotografías de cactus en el Hotel Presidente de Polanco. Yo estaba contemplando las fotos cuando vi llegar a Emilio Azcárraga Milmo, solo y su alma. Nos saludamos como si nos conociéramos.

 

Pero Eugenia estaba enamorada en serio del caricaturista y director de cine Alberto Isaac, quien seguramente le correspondía galante, pero pronto el amor se convirtió en lágrimas cuando Alberto se casó con Lucero Rueda, con quien tuvo a su hijo Claudio, quien se ha destacado como documentalista y ha mostrado una predilección por los escritores mexicanos, como José Emilio Pacheco, Jaime Sabines y Octavio Paz.

 

Eugenia se secaba las lágrimas como confidente de mi tía Esperanza González, a quien visitaba en la calle de Leibniz, en la colonia Anzures. La veía pasar en un convertible, acompañada de un muchacho negro. Nunca tuve la fortuna de volverla a ver.

 

El Colegio de México

En El Colegio de México tomé clases con el maestro Alonso Zamora Vicente, que venía de España y lo habían nombraron director de Filología en el Colegio de México. Zamora llegó a ser secretario perpetuo de la Real Academia Española cuando Dámaso Alonso fue su director. Volví a verlo cuando vino con la comitiva del rey Juan Carlos en 1978. Zamora fue un visitante distinguido en Argentina, en Puerto Rico y por toda Europa, siempre dado conferencias o cursos de filología románica.

 

Recuerdo que cuando me daba clase recuerdo que lo llevé al cine de Las Américas donde se proyectó la película Sierra de Teruel, de André Malraux, sobre la Guerra Civil Española. Ahí Zamora que se encontró con un espectáculo: los refugiados cambiando pañales de los niños en el cine, comiendo tortas, refrescos, hablando en voz alta. Era una multitud de refugiados, todos se conocían y ahora se juntaban en esa ocasión tan especial. A Zamora se le cayó la cara de vergüenza al ver el espectáculo que daban sus connacionales. La exhibición naturalmente fue un éxito y la gente lloraba, aplaudía, gritaba. La salida fue un tanto monstruosa. Nunca había visto reunido a un grupo de conocidos y partidarios de una causa política con ese fervor. Y por supuesto, la película no le gustó como nos entusiasmó a los demás. Detrás de esta invitación estaba Max Aub, quien me recomendó para una beca Guggenheim, que me ganó mi amigo José Carlos Becerra, a quien recomendó Octavio Paz.

 

Becerra estudiaba Arquitectura y venía a la Facultad de Filosofía y Letras donde tomábamos juntos la clase de francés. Se ligaba a todas las muchachas. Andaba con Carlos Pellicer, con quien compartió un arresto por repartir propaganda contra Kennedy en la esquina de Niño Perdido y Madero. En Londres asistió el 15 de septiembre a la fiesta de la Embajada, donde conoció a la escritora Silvia Molina (quien escribió una novela sobre su amistad con José Carlos que ganó el Premio Xavier Villaurrutia). Desgraciadamente mi amigo pagó caro su premio, pues se mató a los 34 años en una carretera de Italia, cerca de Brindisi. Volteó su carro mientras conducía ebrio como buen poeta (Rimbaud).

 

*FOTO: Tras la muerte del poeta José Carlos Becerra, la novelista Silvia Molina escribió La mañana debe seguir gris, donde reconstruye parte de su vida amorosa. En la imagen, el autor de Oscura palabra/ Cortesía: Coordinación Nacional de Literatura- Instituto Nacional de Bellas Artes.

« »