Un monumento al caciquismo
POR ANTONIO ESPINOZA
Quien anunció el milagro escultórico fue el gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila, cuando declaró en 2012 que el Guerrero Chimalli, obra proyectada por el escultor Sebastián, “protegerá a los habitantes de Chimalhuacán de la pobreza” (Animal Político, 18 de diciembre). La encomienda del monumental Guerrero Chimalli se antojaba en verdad irrealizable, pues bien sabido es que Chimalhuacán es uno de los municipios del Estado de México con mayores carencias. De acuerdo con cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Coneval), en 2010 más de la mitad de la población del municipio mexiquense (62.7%) se encontraba en situación de pobreza y 13.7% sufría de pobreza extrema. Desigualdad, pobreza, inseguridad, marginación, violencia contra las mujeres y hasta caciquismo. Recordemos que tras la caída de Guadalupe Buendía La Loba —condenada en 2002 a 50 años de prisión, luego de una refriega en la que murieron nueve personas—, se impuso el cacicazgo de Antorcha Campesina, que a la fecha domina el municipio.
La verdad es que el Guerrero Chimalli no protege a nadie, pero se impone con su abominable fealdad, que tantas burlas ha provocado en las redes sociales. Inaugurada el pasado 13 de diciembre, colocada en la avenida Bordo de Xochiaca, erigida supuestamente en memoria de la defensa heroica de la capital tenochca en contra de los españoles (¿alguien se puede tragar ese cuento?), la escultura es un monumento a la megalomanía: un guerrero metálico de 60 metros de altura, 870 toneladas de peso, una base de concreto que mide diez metros, anclada con 65 pilotes a 28 metros de profundidad. El guerrero porta un escudo (chimalli) y una hacha… que más bien parece una antorcha. Según cifras oficiales, la obra monumental tuvo un costo de 35 millones de pesos, mientras que el paseo turístico que lo resguarda, 25 millones. Una pregunta ingenua: ¿el gobierno antorchista consultó a la ciudadanía para la realización de un proyecto tan ambicioso?
“La vida da muchas vueltas”, decía mi abuela. Y decía bien. Un amigo pintor, compañero de Sebastián en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (UNAM) en los años sesenta, me contó lo común que era que los compañeros se cooperaran para comprarle una torta al pobre estudiante chihuahuense, que no tenía ni en que caerse muerto. Con el tiempo, sin embargo, Sebastián se convirtió no sólo en nuestro máximo escultor geométrico, sino en uno de los artistas mexicanos con mayor reconocimiento internacional. Amigo de intelectuales y políticos, con una enorme fortuna crítica y numerosos premios en su haber, Sebastián ha construido esculturas monumentales que adornan numerosas ciudades de México y de todo el mundo. El Guerrero Chimalli es su obra más “grande” y, a mi modo de ver, la más indigna, pues se aleja deliberadamente de la complejidad que caracteriza a la abstracción geométrica, en aras de una figuración forzada con fines maquiavélicamente políticos.
Enrique Carbajal (Camargo, Chihuahua, 1947) no es ningún inocente. Fue el “artista oficial” del salinato y recibió numerosos encargos (recordemos su Cabeza de caballo, 1992, en Paseo de la Reforma, en la ciudad de México). No resisto citar a Víctor Hugo Rascón Banda, su paisano, quien lo retrató en una forma muy realista: “Tiene los pies en la tierra. Mientras los artistas plásticos son medio locos, desorganizados, una facha, él parece por sus juicios y sus acciones un ejecutivo de Wall Street, que sabe de trueques, de negocios, de finanzas” (Memoranda, 21, noviembre-diciembre de 1992, p. 37). En este prestigiado escultor, en efecto, conviven la creatividad, la inteligencia, el talento, el sentido práctico y una gran capacidad de relacionarse social y públicamente. El problema es que cuando todas estas virtudes se ponen al servicio de los intereses políticos más oscuros, sobreviene el desastre. Saber de trueques, negocios y finanzas, es algo bueno; hacer trueques, negocios y finanzas con los malandros de la esquina, ya no lo es tanto.
Esto fue lo que sucedió con el proyecto faraónico del Guerrero Chimalli. Estamos, sin duda, ante un monumento al caciquismo. En la ceremonia de inauguración del armatoste, no sólo estuvo Sebastián sino la plana mayor del movimiento antorchista: Aquiles Córdova Morán (el fundador), Jesús Tolentino Román (diputado federal y líder de Antorcha Popular) y Telésforo García Carreón (presidente municipal de Chimalhuacán y militante antorchista). Los elogios no se hicieron esperar y el escultor habló del “gobierno de continuidad”, de la “pureza” y la “visión” de los gobernantes del municipio que lo han encauzado hacia el progreso. Por su parte, el buen Telésforo, de firmes convicciones priístas, señaló que “embellecer” y “ennoblecer” el espacio público con una obra monumental…¡era indicativo de que se habían resuelto las necesidades básicas de los habitantes del municipio!
La falacia de un Chimalhuacán sin problemas, una especie de paraíso mexiquense en el que todos quisiéramos vivir, se convirtió desde el principio en el centro del discurso justificatorio del Guerrero Chimalli. Otra joya: “En Chimalhuacán los servicios básicos están resueltos, por eso el Guerrero Chimalli representa un símbolo de progreso, un grito de triunfo y victoria, porque dejamos el atraso y la marginación que prevaleció en el municipio antes de 2000. Con el Guerrero Chimalli estamos entrando a una era cultural más grande, de altos vuelos, y lo hacemos de la mano de un artista internacional que estuvo dispuesto a realizar una obra para los pobres y no en un lugar de altos estándares sociales al que sólo tendrían acceso los estratos privilegiados del país” (El Universal, 24 de diciembre de 2014).
El mensaje es muy claro: el movimiento antorchista ya resolvió los problemas de Chimalhuacán y ahora, cumplidas sus metas sociales, invita a los habitantes del municipio a regodearse en el placer de la cultura. La verdad es otra y el Guerrero Chimalli ha caído por su propio peso para revelarse como lo que es: un monumento al caciquismo que es resultado de nuestra muy autoritaria cultura política. Sebastián puede decir misa, afirmar que la polémica es lo que da fama a las obras de arte y hasta citar ejemplos históricos de obras que en un principio fueron rechazadas pero después se convirtieron en íconos. En el caso del Guerrero Chimalli, perdió el arte y ganó la política. Ni modo.
*Fotografía: El Guerrero Chimalli tuvo un costo de 35 millones de pesos y se instaló en Chimalhuacán, uno de los municipios con mayor índice de pobreza en el Estado de México / Jair Cabrera/ EL UNIVERSAL.
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