Un rebelde ante el espejo: entrevista con Roger Bartra sobre “Mutaciones”, su autobiografía intelectual

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El antropólogo habla de Mutaciones. Autobiografía intelectual, un ajuste de cuentas con su pasado marxista y su trayectoria académica, marcados por el constante cuestionamiento a los dogmatismos

 

POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ 
De Roger Bartra se puede decir que es polémico, más no provocador. Estas son, sin duda, dos actitudes distintas ante la vida pública, porque en él la polémica surge de la honestidad intelectual de reconocerse acorralado en marejadas de dogmas y de la necesidad de rehacer constantemente su propio método. Dice (Ciudad de México, 1942) que no hay tal método Bartra. No hay uno, definitivo, sino que éste se ha ido ajustando en la medida que la observación de la realidad mexicana se lo ha exigido. La provocación no nos saca del pantano.

 

La trayectoria académica, periodística y literaria de Roger Bartra es larga. En la década de 1960 compartió con Enrique Semo la dirección de la revista Historia y sociedad, entonces el principal baluarte de la teoría marxista en México. Durante sus periplos académicos por Venezuela y Gran Bretaña escribió en 1973 el Breve diccionario de sociología marxista, al que siguió unos años después la publicación de sus primeros hallazgos en materia de las sociedades campesinas con Estructura agraria y clases sociales, obra en la que no desconoce los aportes que le ofreció el materialismo dialéctico.

 

En los años 80 dirigió dos revistas referentes en el campo de la política y cultura en el país: la segunda época de El Machete —financiada por el Partido Comunista Mexicano, ahora bajo el liderazgo del renovador Arnoldo Martínez Verdugo— y luego La Jornada Semanal, desde la cual animó debates que superasen las guerras de capillas presentes en otras revistas.

 

Si Roger Bartra tuvo una etapa germinal del actual sociólogo socialdemócrata —desencantado del marxismo luego de un periodo en el eurocomunismo—, ésta ocurrió en la década de los 80, cuando publicó Las redes imaginarias del poder político (Era, 1980) y La jaula de la melancolía (Grijalbo, 1987), el primero un diagnóstico demoledor de la naturaleza de la legitimación política de nuestro país y el segundo un análisis de la identidad del mexicano. Ambas obras fueron repudiadas por los detractores más dogmáticos del nacionalismo revolucionario y de la línea dura de la izquierda mexicana, capillas que le siguien reprochando su herejía.

 

Hoy, Roger Bartra conversa con nosotros con motivo de Mutaciones. Autobiografía intelectual (Debate, 2022). Si bien confiesa al inicio del libro que las tres vías por las que fluyen estas memorias son su obsesión por la verdad, su permanente sensación de extranjería y su inclinación por la rebeldía, estas páginas son más. Nos abre las puertas de su vida familiar, en la que sus padres, el poeta Agustí Bartra y la novelista Anna Murià, juegan un papel definitorio en su formación intelectual. También conocemos sus años de rebeldía juvenil que lo llevaron a frecuentar ambientes beat y una breve incursión a la guerrilla de Rubén Jaramillo.

 

Por medio de un efectivo y puntual uso de correspondencia y archivo hemerográfico nos lleva a conocer sus sucesivas mutaciones en las esferas privadas y públicas: su historial afectivo y sus debates teórico-políticos, éstos siempre desde la trinchera académica pero sin abandonar su fidelidad a la literatura; conocemos a un Octavio Paz evasivo al debate con sus pares; las triquiñuelas de Casa de las Américas y a un Edmundo O’Gorman entusiasta y generoso con su obra. Pero también conocemos en primera persona al antropólogo que, a invitación de su interlocutor, desglosa los que quizá sean una especie de proto mitos de nuestra actualidad: la Transición democrática y la Cuarta Transformación.

 

 

¿Qué hay detrás del acto de rebelarse al padre? ¿Un problema con la autoridad, una actitud ante la vida o el cuestionamiento hacia uno mismo?
La relación con mi padre, un poeta muy conocido en su época y muy celebrado hasta hoy en su tierra, Cataluña, es compleja y difícil, no en el sentido de que hubiera conflictos. No se trataba de una relación tensa o de pleitos. Me llevaba muy bien con mi padre y mi madre. Lo que pasa es que cuando era muy joven e iniciaba mi carrera de Arqueología en la ENAH estaba metido en un grupo contra cultural con dos muchachas y un amigo, Daniel Cazés, y quería rebelarme, irme a vivir solo, alejarme de mi familia, de mis padres. Sobre todo quería alejarme de la figura de mi padre, quien tenía una presencia intelectual muy fuerte. Me atraía mucho pero también quería rebelarme. Él me dijo: “¿Te quieres ir a vivir solo? ¿Cómo no?, adelante.” Sólo que no tenía con qué. No ganaba lo suficiente. Pronto me di cuenta que esa era una rebelión sin sentido porque vivía muy bien en casa de mis padres.

 

Luego tuve diferencias políticas con ellos porque, siendo exiliados republicanos españoles, eran muy críticos del marxismo y de la Unión Soviética. Eran muy antiestalinistas mientras que yo había entrado a militar al Partido Comunista Mexicano, que no era estalinista porque recién había tenido un congreso en el que dio un viraje. Se quitó al dirigente estalinista Dionisio Encina y se había abierto. Era prosoviéticos, eran de la línea jrushchoviana de apertura, de deshielo. A mi padre el marxismo se le atragantaba. Él era un humanista. Teníamos ciertas discusiones, pero como se ve a lo largo de Mutaciones, terminé dándole la razón. En ese sentido, era políticamente mucho más juicioso que yo.

 

A mí me dio el sarampión de la radicalidad por influencia de la Revolución cubana, la relación con Rubén Jaramillo, la guerrilla en Guerrero y el Partido Comunista que no rechazaba la vía armada, pero no la propugnaba de ninguna manera en esa época. De hecho, terminó oponiéndose. La figura de mi padre era de un intelectual muy potente. Yo participaba plenamente de esas sesiones que tenía con sus amigos en la casa. Yo estaba fascinado de las lecturas de poesía que tenía con Ramón Xirau y el ensayista Manolo Durán, a las que también asistían el pintor y dibujante Josep Bartolí y los mexicanos Juan Bañuelos, Jaime Labastida y Óscar Oliva, quien acaba de recibir el Premio Nacional de Artes y Literatura. Ellos venían a la casa. Yo vivía fascinado en esas sesiones. Eran como una escuela.

 

Aunque me oponía a las posiciones que yo consideraba demasiado blandas de mi padre —porque yo era muy radical—, con el tiempo fue su influencia la que acabó impulsándome a que explorase nuevos campos, como el hecho de que me interesara en convertir mi trabajo de investigación en trabajo literario. La relación con mi padre fue básicamente de amor y de cercanía. En la adolescencia había la rebeldía típica de esa edad, pero fue muy fugaz. Lo describo en Mutaciones: mi infancia y adolescencia fueron esencialmente felices. Vivía muy bien y muy contento en casa. Si me quería ir era por influencia de los amigos porque se hablaba de rebelarse e irse a vivir solo. Pero estaba tan contento que me quedé ahí. Fue una relación muy especial porque al mismo tiempo que mi padre me influía, yo no estaba interesado en convertirme en poeta. Pero él fue mi principal guía de lecturas cuando era muy joven. Les debo mucho.

 

¿Cuál es el método Bartra?
Me inicié con un método marxista y en mi primera etapa como investigador de temas agrarios utilizaba el método materialista dialéctico. Primero en su versión soviética, que venía en los manuales de la URSS, después profundizando en las lecturas directas de Marx y Lenin. Mi experiencia ahí acabó por provocarme una especie de alergia al método. Al desprenderme del marxismo me di cuenta que lo mejor era adoptar distintos métodos según el tema, aunque creo que utilicé buenas herramientas marxistas para entender la cuestión agraria, esencialmente. El marxismo era un método bastante adecuado para entender el funcionamiento de las sociedades capitalistas. En las sociedades campesinas fue menos porque tuve que recurrir a Aleksandr Chayánov que no era marxista sino una especie de marginalista. Cuando dejé el tema agrario me di cuenta que tenía que acercarme a cada tema desarrollando un método particular.

 

Así fue cuando decidí dejar la cuestión agraria y dedicarme a estudiar la identidad nacional del mexicano. Ahí lo que hice fue aplicar las ideas que había desarrollado en Las redes imaginarias del poder político. No sé si es un método, pero sí es un enfoque de análisis de esta relación entre el yo y el otro. Método para estudiar la identidad no adopté ninguno. Creé mis propias herramientas para escribir La jaula de la melancolía y entender la identidad del mexicano, otras fueron tomadas de Tocqueville, de Max Weber, del psicoanálisis, de la sociología durkheimiana, de la antropología de Malinowski.

 

Soy incapaz de definir un método. En mis libros rara vez o nunca hay esa cosa muy típica de los académicos de iniciar con un prólogo o introducción explicando el método que van a usar. Eso no lo hago nunca.

 

Hay un episodio ocurrido en 1978, cuando lo invitaron a ser jurado en el género de ensayo del Premio Casa de las Américas. Narra que ese jurado se inclinaba por premiar al ensayista chileno Ricardo Israel Z, quien citaba en su trabajo a León Trotski, lo que motivó a que la dirección de Casa de las Américas, dirigida entonces por Roberto Fernández Retamar, se negara a premiarlo. ¿Esto representó una ruptura del dogmatismo socialista?
Ya me había alejado mucho del dogmatismo. Acepté formar parte del jurado Casa de las Américas por curiosidad. Quería conocer Cuba. De muy joven quise ir a Cuba atraído por la Revolución cubana, aunque en mi etapa de militante político siempre rechacé las perspectivas guerrilleras de los cubanos. Pero quería ver cómo era el socialismo cubano. Acepté y la experiencia fue desagradable.

 

No hubo manera de premiar ese trabajo de un chileno sobre el fascismo en América Latina. Era un estudio claramente de izquierda, progresista, que analizaba los diferentes enfoques sobre el fascismo. Y entre varios autores a los que analizaba estaba Trotski. En Cuba, Trotski estaba en la más negra de las listas negras. No se le podía ni mencionar. En cada jurado por géneros había un cubano que tiraba la línea; y nos advirtió que ese ensayo no podía ser premiado. Hubo un conflicto tremendo. Tuvimos que hablar con Retamar y con Benedetti, éste era el segundo a bordo en Casa de las Américas. No hubo poder humano. Explicaron que eso no pasaba. Aunque en el jurado de ensayo éramos mayoría los que queríamos premiar ese trabajo, en realidad los premios no los da cada jurado por género, sino el conjunto de todos los jurados. Ahí íbamos a perder y no había remedio. Nos dijeron que no nos empeñáramos. El premio quedó desierto. Eso pasó. Pero eso me reveló los mecanismos autoritarios, extremadamente dogmáticos, que operaban en el gobierno cubano. No sé qué tenía Benedetti en la cabeza. El pleito fue con Retamar. Simplemente seguían las instrucciones de arriba con un dogmatismo tremendo. Quedé muy lastimado.

 

Otro episodio que me llama la atención ocurrió en 1980, cuando era director de El Machete. En un contexto marcado por fuertes debates entre los grupos alrededor de Nexos y Vuelta, cuenta que luego de un evento alrededor de su libro Las redes imaginarias del poder político con Octavio Paz, Carlos Monsiváis y Luis Villoro surgió la propuesta de que se publicaran textos cruzados en Vuelta y El Machete. Fue una idea que finalmente no prosperó. ¿De qué nos perdimos?
Lo que le planteé a Octavio Paz era que yo lo consideraba a él de izquierda. Mucha gente de izquierda no estaba de acuerdo conmigo, aunque otros sí, bastantes. Por lo tanto teníamos que convivir y escapar de esa conflictiva polaridad de izquierda —en la que estaban Monsiváis— y la derecha —en la que supuestamente estaba Paz—. Esa era una ficción porque los dos, a mi juicio, formaban parte del territorio de la izquierda. Luis Villoro apoyó esta idea.

 

Como cuento en Mutaciones, después de esta discusión pública que tuvimos en la UNAM, nos fuimos a cenar a casa de Paz. En esa reunión amistosa fue donde le propuse que llamásemos conjuntamente a la polémica y discusión de forma racional. La forma de llamarlo era que Vuelta y El Machete publicasen los cuatro ensayos que se presentaron en esa mesa. Los ensayos de Paz y Monsiváis se publicarían en El Machete, mientras que el de Villoro y el mío en Vuelta. Eso iría acompañado de un llamado conjunto a la discusión de temas de la izquierda. Lo iban a coordinar el jefe de redacción de El Machete, Humberto Musacchio, y el de Vuelta, Enrique Krauze. Nos despedimos muy amistosamente. La cosa no cuajó porque cuando le hablé a Paz para concretar, me salió con la idea de que a mí no me convenía porque me iban a linchar los comunistas. Pero la dirección del Partido Comunista, que hacía El Machete, me apoyaba claramente en esta apertura hacia Paz. Cuando Paz vio que ese argumento no le funcionaba, me dijo que a él tampoco le convenía. No me explicó por qué. Tampoco lo presioné.

 

Creo que Paz necesitaba polemizar con gente claramente dogmática, a la que pudiera acusar claramente y ganarle la discusión al señalarla como dogmática. Era una forma fácil, decir que estaban alineados a la Unión Soviética. No era mi caso, y él lo sabía claramente. Yo era interlocutor difícil porque no me podía convertir en el adversario de toda su crítica contra la izquierda dogmática, ya que me estaba abriendo a las tradiciones socialdemócratas y al liberalismo. Fue una desgracia porque tiempo después Paz organizó ese coloquio sobre el socialismo. Y no me invitó. Invitó a Adolfo Sánchez Vázquez y otros más. Fue algo que me extrañó porque habíamos sido interlocutores. Octavio Paz necesitaba algo así como un punching bag de la izquierda para ubicarse como el demócrata; necesitaba gente —como sí lo hacía yo— que no defendiese la democracia. Eso le incomodaba porque llevaba el terreno de la discusión a otros espacios en los que no se sentía cómodo. Con esto se frustró algo muy importante.

 

A partir de esa época y de ese coloquio sobre el socialismo, y luego el que organizó Nexos, se desarrolló una oposición muy fuerte entre el grupo de Paz y Nexos. Luego eso se complicó con el pleito que tuvieron a propósito de Carlos Fuentes. Eso envenenó mucho el ambiente intelectual. Yo lo quería distender porque no le veía un fundamento racional o ideológico claro. Era demasiado pleito de capillas. Hubo grupos y corrientes intelectuales que chocaron violentamente sin posibilidad de diálogo, sino con intercambio de epítetos. Eso me molestó mucho e intenté limar esas cosas en mi siguiente aventura periodística —porque uno de los muchos Bartras es el periodista— en La Jornada Semanal. La encabecé como revista con portada en papel couché, tamaño revista. Ahí hice muchos esfuerzos por evitar la confrontación. Pero las otras dos revistas estaban contendiendo. Para La Jornada Semanal era muy difícil incluso conseguir colaboraciones de ellos, aunque sí conseguí una colaboración de Octavio Paz. La relación con él no se estropeó de ninguna manera. Se mantuvo amistosa a pesar de que nos habíamos distanciado y que no me invitó a su encuentro. Esa es más o menos la historia, ahora con algunos detalles adicionales.

 

Aborda en Mutaciones su cercanía intelectual con Edmundo O’Gorman, con quien coincidió en el análisis en el concepto del salvaje. ¿Cree que hoy seguimos arrastrando con mitos del particular indigenismo que se difundió en las actividades oficiales conmemorativas en 1992?
Cuando hacía mis investigaciones sobre el mito del salvaje era en torno a estas inmensas celebraciones sobre el supuesto encuentro de dos culturas: la cultura española-europea y la cultura principalmente náhuatl, pero en general prehispánica. Eso fue un cuento que se inventó Miguel León-Portilla y del que se burló O’Gorman, quien dijo que esa teoría del encuentro era absurda. Lo que hubo fue un encontronazo. Fue una conquista muy compleja porque la conquista de Tenochtitlan fue también obra de otros grupos indígenas que se aliaron a los españoles. La cosa es complicada. Pero el hecho evidente es que hubo un encontronazo, una dominación brutal y un proceso de extinción brutal de la cultura indígena. Esa idea del encuentro, pues no.

 

Yo no conocía a O’Gorman. Yo había publicado El salvaje en el espejo, que era el primer tomo de mi libro El mito del salvaje, y me llamó por teléfono. No lo conocía, me invitó a comer e hicimos una bonita amistad. Me corrigió algunos errores históricos de mi libro. No sé porqué causas está bastante marginado. Supongo que vivía fuera de estos mundos de nacionalismos y trataba temas difíciles, como la Virgen de Guadalupe. Tampoco tenía un estilo ensayístico que cautive el gusto más popular. Es un historiador muy cuidadoso, pero poco atractivo. Me impulsó mucho a escribir el segundo tomo —El salvaje artificial—, pues me formé como sociólogo y antropólogo, no como historiador. Ahora estaba haciendo historia, historia de un mito. Si bien, entre otras cosas, los antropólogos estudiamos los mitos, verlos en perspectiva histórica me estaba metiendo en un terreno difícil. O’Gorman me ayudó mucho en eso.

 

Me parece notoria la diferencia de dos estaciones ideológicas presentes en Mutaciones, primero su cercanía con el jaramillismo en los 60 y después una distancia crítica con respecto al zapatismo. ¿Qué mutaciones intelectuales reconoce entre estos dos periodos?
Desde luego, el movimiento de Rubén Jaramillo, que era de origen campesino pero no indígena, tiene afinidad con el zapatismo en el sentido de que en el movimiento de Jaramillo en el estado de Morelos —desarrollado desde los años 50— él llamaba a un levantamiento armado y potencialmente guerrillero. En esa época ya se entendía el tema gracias a la Revolución cubana.

 

Por otro lado, el zapatismo, que es un fenómeno similar que acaba generando un dirigente —el subcomandante Marcos— es un movimiento de campesinos indígenas muy potente. A mí me atrajo mucho el movimiento de Jaramillo y me fui, supuestamente, a organizar la guerrilla a Arcelia, Guerrero. Cuando surgió el zapatismo ya había desarrollado todo mi ideario reformista socialdemócrata, y el movimiento zapatista no me gustó en el sentido de que estaban llamando a una insurrección armada, a la guerra, a la guerra de clases y la toma del poder por la vía armada y violenta. Durante mucho tiempo había desarrollado ideas contrarias a esto y no me gustó el militarismo del zapatismo. Asistí a la convención de lo que llamaron el Aguascalientes en Chiapas. Comprobé que había elementos polpotianos, de un militarismo de raíz maoísta muy peligroso. No se logró porque fueron desarrollando la idea de la lucha armada, aunque puedan mantener algunos mitos.

 

Fueron situaciones completamente distintas. Cuando entré al jaramillismo yo tendría 17 o 18 años. El Bartra maduro de la época del alzamiento zapatista en los 90 es una cosa muy diferente aunque podía entender la similitud entre esos alzados en Morelos y el alzamiento en Chiapas. Yo no abandoné el jaramillismo porque tuviera una actitud crítica, sino porque terminé comprendiendo —Paul Leduc me convenció— que ese no era el camino. Tampoco lo reflexioné demasiado bien y me inscribí en el Partido Comunista.

 

Uno de los temas de su trabajo son las redes de legitimación. ¿Cuáles son las redes que hoy por hoy sostienen la legitimidad tanto del gobierno actual como de las diferentes expresiones de la oposición en México?
El tema de la legitimidad era fascinante en el México de la época priísta del nacionalismo revolucionario porque evidentemente el gobierno tenía una gran legitimidad, pero no era democrático. Era un gobierno autoritario. Las elecciones no servían para nada o muy poco. Eso es lo que me interesó estudiar, formas alternativas de legitimación a través de redes culturales. Descubrí algo que desarrollé durante una estancia en París. Ese también era un tema importante en los países democráticos porque las democracias desarrolladas (Francia, Inglaterra, etc.) necesitaban también formas de legitimación además de las que proporcionaba el hecho de ganar elecciones y tener mayoría parlamentaria.

 

Ahora, en la situación de hoy en día, el primer tema que se presentó durante la Transición democrática en México, a finales del siglo pasado, era que los gobiernos debían legitimarse con algo más que los resultados electorales. El primer gobierno de la Transición democrática, el de Fox, tuvo ese problema muy claramente porque abandonaba el espacio legitimador del nacionalismo revolucionario, con todas sus mediaciones complicadas que yo había estudiado: su conexión con el campesinado, el mundo obrero, toda una serie de mediaciones que constituyen un sistema legitimador. Ahora como eso, el PRI, quedaba a un lado, había que generar nuevas formas de legitimidad. Esa versión primaria, poco sofisticada, gerencial del gobierno de Fox no daba para mucho. No permitía que cuajase algo.

 

En México, además, faltaba un elemento muy importante que sí ocurrió en España, Alemania y Portugal, que era el orgullo social de la ciudadanía por haber transitado a la democracia. En España fue muy evidente. El tránsito del franquismo a la democracia generó en la población una sensación de orgullo; en Alemania la transición fue muy lenta a través de una posguerra muy dolorosa, pero generó un orgullo de haber superado el nazismo.

 

En México hubo una transición pero no ha habido ningún orgullo por haber superado el autoritarismo nacionalista revolucionario. Eso lo veo como un verdadero problema y reflejo de una realidad: que la cultura nacionalista revolucionaria sigue siendo muy importante en México a pesar de la Transición democrática. Eso fue muy claro en el 2006 con el movimiento encabezado por López Obrador —que perdió las elecciones por muy poco— y también fue evidente en 2012 con el retorno del PRI con Peña Nieto. El sustrato cultural legitimador antiguo seguía presente en la sociedad mexicana, en las estructuras políticas, en la mentalidad de los políticos.

 

Eso terminó de ser evidente en 2018 cuando ganó López Obrador y se desarrolla nuevamente un nacionalismo revolucionario con fuertes tintes populistas, que ya los tenía antes, pero ahora muy desarrollados. Son el mecanismo legitimador y mediador más importante del actual régimen, a pesar de que uno tenga la impresión que están intentando regresar. Hay ese regreso al nacionalismo revolucionario. Un regreso pleno es imposible, pero eso está generando hoy en día legitimidad al gobierno de López Obrador.

 

¿Cree que en el contexto actual estamos enfrascados en la tensión entre dos mitos, el de la Transición democrática y la ilusión de una especie de democracia participativa impulsada por la autonombrada Cuarta Transformación?
No sé si son mitos. Pueden llegar a serlo. Son dos ideas diferentes de la democracia. La democracia participativa es algo que han estudiado sobre todo los neozapatistas. Es algo que ha exaltado mucho el filósofo Luis Villoro. Es toda una dimensión que también se conecta con la tradición populista del asambleísmo y la idea del pueblo reunido apoyando a su líder. Claro, no es lo mismo una comunidad indígena que se reúne, forma un consejo y toma decisiones que el fenómeno populista de una masa en el Zócalo aclamando al líder. Pero hay cierta conexión y cierta idea de que debe haber una conexión directa entre el pueblo que toma decisiones y las autoridades. Por otro lado, la Transición democrática en México se construye en torno a la idea de la democracia representativa, que la gente vota por diputados y senadores, lo cuales lo van a representar. Son dos concepciones diferentes. Se llega a mitos, sí, cuando se exalta la democracia directa y participativa en la forma de aclamar a un líder. Ahí, en realidad se está arruinando el principio democrático de participación directa que queda sustituido no por mediaciones sino por el líder. Ahí sí se genera un mito populista del líder carismático que lo sabe todo.

 

Del otro lado se pueden generar mitos en el sentido de que este mecanismo mediador de instancias de representación pueden fácilmente crearse como un mito que deje una estructura que no representa en realidad a nadie porque ya se ha creando la entelequia de un grupo de políticos profesionales que teóricamente representan pero que en realidad no representan nada.

 

Las dos son situaciones muy tensas pero responden a situaciones reales. En México tenemos la confrontación de esta idea del líder carismático que llama a su contra marcha porque quedó ardido por una marcha que surgió de manera muy espontánea, y que fue canalizada por decenas de pequeños grupos políticos, empezando por el Frente Cívico Nacional, Sí por México y decenas más que fueron confluyendo y ocurrió esta impresionante marcha en demanda de algo tan abstracto como la democracia, pero algo muy concreto como el INE. Ahí tenemos sí, una clara confrontación de dos maneras de hacer política: el populista y el democrático.

 

Otra de las líneas de su trabajo es el concepto del exocerebro. ¿Cómo surgió este proyecto?
Me ha interesado el tema neuronal desde que estudiaba antropología. Tuve un buen amigo neurólogo que me influyó mucho. Fue un interés colateral. Me mantenía más o menos al día en temas neuronales. Me atrajo mucho el tema cuando estudié lo que los neurólogos del Siglo de Oro español –no se les llamaba neurólogos, evidentemente– se referían las enfermedades mentales, como la melancolía. Pensé que estos temas del funcionamiento del cerebro nos están revelando mucho. Pensé que se podía hacer hoy. Mientras me daba vueltas ese tema en la cabeza, yo vivía en la ciudad de Madison, Wisconsin. Ahí me hice amigo que un gran neurólogo: Paul Bach-y-Rita, quien se había especializado en sistemas de sustitución sensorial. Creía que la falta de comunicación visual de los ciegos se podía sustituir por otros medios. Inventó un sistema de unas cámaras instaladas en unos anteojos que transmitían impulsos a una plancha que a su vez era traducida en pixels y estos en pequeños punzones táctiles que se podían adosar al pecho y la espalda.

 

Ese era un sistema externo que sustituía elementos internos y neuronales que no funcionaba. De ahí me surgió la idea de que había unas redes culturales que eran sistemas de sustitución simbólica. El sistema neuronal no es capaz, propiamente hablando, de trabajar con símbolos, sino con señales químicas y eléctricas. Así que tenía que haber algo en donde sí funcionase el elemento simbólico que el cerebro biológico por sí sólo no puede comprender. La red exterior es un exocerebro, principalmente el habla.

 

Hay una frase que me pareció muy interesante: “la academización de la intelectualidad, que implica un orden, puede ser letal para la creatividad”. ¿Esto es un distanciamiento de esa especie de tecnocratización del trabajo intelectual de la academia?
En la academia hay amenazas muy peligrosas: tecnocratización y burocratización. Acaban convirtiéndose en amenazas. La especialización por razones técnicas separa a los científicos unos de otros. En mis mutaciones descubrí el valor de la literatura por influencia de mis padres. Descubrí que era un elemento muy importante que me permitía explorar de manera nueva lo que hacían los académicos normalmente, introducía una inyección de Montaigne en el trabajo científico. Eso es introducir la literatura. Ahí está el problema, siendo sociólogo estaba interesado en comprender un problema real. Uno tiene que recoger los datos de la realidad que está estudiando y recogerlos no al azar y trompicones, como quizá haría un literato, pero ensamblarlos en un conjunto que sí tendría características literarias.

 

Hay una contradicción, sin duda, porque el ensayo y la literatura pueden generar cierto desorden en la recopilación de la información. Y al revés, la actitud científica de recoger datos de manera ordenada, puede agotar, esterilizar el impulso literario. He estado buena parte de mi vida oscilando en esto. Soy consciente de lo que he querido hacer. La jaula de la melancolía es un texto científico y literario. Ahora habrá que ver lo que dice la gente. Han dicho muchas cosas porque ha generado mucho debate. Es un equilibrio muy difícil que me cuesta mucho renunciar. No quiero renunciar a la actitud científica, pero tampoco quiero renunciar a la dimensión ensayística y literaria. Ahí voy haciendo mutaciones por causa de esta contradicción.

 

FOTO: Roger Bartra es autor de La jaula de la melancolía, estudio crítico sobre la identidad del mexicano/ Germán Espinosa/ EL UNIVERSAL

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