Un revólver, una colt y una navaja 005

Feb 15 • Lecturas • 11734 Views • No hay comentarios en Un revólver, una colt y una navaja 005

POR GUILLERMO ESPINOSA ESTRADA

 

No es extraño que la violencia se filtre en las temáticas de nuestros libros. Vivimos rodeados de violencia, determinados por ella y, por lo tanto, resulta ineludible —e incluso podría ser saludable— que nuestra sociedad asimile (o intente hacerlo) el infierno que experimenta a través de sus ficciones. Pero cuando un texto introduce en sus páginas episodios reminiscentes del anárquico mundo que nos circunda —un disparo, un secuestro, una tortura— no produce, por el solo gesto, ningún tipo de catarsis.

 

De hecho son muy pocos los autores que salen bien librados del desafío que implica escribir sobre la violencia al calor de los acontecimientos, principalmente porque el capitalismo —artífice de la desigualdad y por ende cómplice de las miles de muertes— se las ingenia incluso para comerciar con ella. Entonces el escritor, en ocasiones bienintencionado pero ingenuo, en otras astuto y ligero de escrúpulos, redacta su narconovelita, un poema de denuncia o la crónica de ocasión sin considerar que, en muchos casos, sólo está lucrando —ya sea simbólica o económicamente— con el dolor y la angustia de víctimas verdaderas. La violencia y sus secuelas claro que pueden ser materia literaria, pero cuando se manipulan de forma superficial no nos queda más que banalidad, frivolidad y, principalmente,  lugar comunes.

 

En este momento tengo en mi mesa de trabajo tres primeras novelas publicadas en 2013 y, aunque muy diferentes entre ellas, se intersectan ahí, en el eje de la violencia: en todas hay muertos, secuestros, pistolas. Elegí el arma protagonista de cada relato para titular mi reseña. Sus resultados son disímiles, pero ninguna escapa al uso de la violencia como cliché.

 

El revólver

 

Señorita Vodka, de Susana Iglesias (D. F., 1978), narra las peripecias sentimentales de Señorita Vodka, una teibolera que trabaja en un club nudista en Eje Central. Desafiando todos los límites de la verosimilitud, Iglesias se encapricha en hacernos creer que su personaje, además de contonearse en un tubo, beber en exceso y llevar una agitada vida amorosa, es una lectora sofisticada —cita a Sartre, Borges, Goethe y a muchos otros que yo no he leído— y es escritora publicada. Tratando de triunfar sobre mis prejuicios paso por alto la bizarra orientación vocacional del personaje y continúo mi lectura. Pronto descubro que la forzada conformación de la protagonista es lo de menos, los verdaderos problemas de la novela son su reiterado uso de clichés y la prosa, que puede calificarse como inconsecuente.

 

¿Cómo es la vida sentimental de una bailarina exótica? Tórrida y turbulenta, por supuesto. ¿En qué escribe una joven aspirante a novelista? En una Remington, claro está, aunque también carga una práctica Moleskine. ¿Cuál el pasatiempo favorito de una femme fatale? Jugar a la ruleta rusa con su revólver. ¿Una chica así puede tener una relación estable? Imposible, está incapacitada para sobrellevar una vida burguesa. Las características del personaje son tan exageradas que termina por convertirse en una caricatura. Lo mismo sucede con Epifanio, el chico bueno de la historia: un joven guapo, millonario, que trabaja en un club como stand up comedian y expone sus “pinturas” por puro hobby —en esos días en que no hace surf en su casa de playa. ¿No parece un personaje de alguna serie juvenil al estilo Melrose Place?

 

Pero es en el uso del lenguaje donde la escritura de Iglesias se revela por completo y se nos aparece tal como Epifanio comprende el arte: como algo que se hace en los ratos libres, como un mero pasatiempo sin compromiso. Me explico: comenzar una novela con una frase como “La noche que tuve una pistola entre mis manos empezaron mis días de miseria”, es establecer un pacto y una responsabilidad con el lector. Constituye una expectativa que debe cumplirse de alguna manera. Pero cuando la novela termina —de hecho, bastante antes— descubrimos que esa frase es falsa, hueca, y que nada pasó el día que tuvo una pistola entre sus manos por primera vez, es más: sus días de miseria comenzaron mucho tiempo antes. ¿Qué sucede? Que Señorita Vodka parece olvidar lo que escribió y no se toma la molestia de volver sobre sus pasos, sobre su propia historia, y rectificar la información referida.

 

Este tipo de gazapos son reiterativos: asegura en otro momento que la primera noche que salió con W —su amor imposible— “no quise acostarme con él”, pero un par de párrafos más tarde nos confiesa: “Lo hicimos de muchas formas, primero encima, después me puse en cuatro, después él encima de mí”, etcétera. Entonces ¿lo hicieron o no lo hicieron? Hasta la famosa Remington, que la protagonista lleva consigo de un lugar a otro al inicio de la novela, de pronto se convierte en computadora portátil como por arte de magia. Este tipo de contradicciones reiteradas hacen ver a Señorita Vodka como un libro descuidado. Si algo está claro en esta novela es la ausencia de compromiso con las palabras. La narradora las utiliza sin malicia, al vuelo, como si escribir no tuviera consecuencias y, sobre todo, como si olvidara ejercer el sano ejercicio de releerse y editarse.

 

La colt

 

Las mujeres matan mejor, de Omar Nieto (Puebla, 1975), es una narconovela en toda la extensión de la palabra: una historia de traficantes con políticos y periodistas —corruptos—, y policías y militares ­—vendidos—, que conviven en medio de una elección fraudulenta en el estado de Quintana Roo. No falta un secuestro, una tortura, un decapitado y hasta un “pozole” está incluido. Lo que quiero ilustrar con esta rápida enumeración es que el horror, el mal que corroe a nuestra sociedad, está utilizado aquí con un afán pintoresquista. No existe una voluntad de entendimiento, no se busca dilucidar los orígenes del terror: el uso de la violencia es tan ingenuo que Nieto opta por mostrar la guerra que libramos todos los días como un thriller que, además de todo, adolece de una postura machista.

 

El título, la portada y la contraportada delatan, en seguida, un producto: lleve su dosis de Guerra contra el narcotráfico ya esterilizada, empaquetada y lista para consumir. La lectura defrauda incluso esa promesa porque descubre un texto maltrecho, cojo, un mecanismo narrativo que no termina de funcionar. Disfruto la novela/película de acción tanto como cualquiera, pero debe estar bien estructurada y, antes que otra cosa, no pueden quedar cabos sueltos. En Las mujeres matan mejor conviven con incomodidad al menos dos novelas: una que arranca como prometía —una “sicaresca” cuyo protagonista es una mujer fatal que mata con una colt—, donde se alude a un hecho terrible, una atrocidad que sólo podrá ser descubierta, asume el lector, en las últimas páginas del libro. Después la cosa cambia: empezamos a leer otra novela, olvidamos casi por completo a la protagonista de las primeras cuartillas, mientras el título y esta segunda historia se miran extrañados. Finalmente, el hecho terrible, la atrocidad que tenía que funcionar como gancho para atrapar al lector y cerrar la historia, resulta tan ridículo como el ratón que parieron los montes.

 

A pesar de todo lo anterior, un thriller deficiente podría ser memorable. Esto depende del lenguaje, el manejo de la prosa y los registros lingüísticos. Pero la novela queda a deber también aquí: sus diálogos son redundantes, pecan de explícitos y caen en la obviedad. Al final del primer capítulo, por ejemplo, para que todo quede claro y el lector —¿qué clase de lector?— no se desespere, la narradora hace una suerte de resumen a la manera de “en el capítulo anterior”: “Por ahora te tenemos secuestrado porque necesitamos que cuentes esta historia, no porque seas muy honesto, sino porque tú eres el director de El excelencia, el periódico donde escribe Jorge Sánchez Zamudio. Ahora los vamos a infiltrar. Ahora El excelencia va a trabajar para el CIM y no para los Hernández, como lo hacía a través del pinche Sánchez Zamudio y del vocero de la Secretaría de Seguridad Nacional, Salvador Iniestra.” Teniendo clara la lección, la novela puede seguir adelante. Esta estrategia se utiliza de forma reiterada.

 

Pero lo que más llamó mi atención fue su disimulado machismo. Y es que, a pesar del título, no hay una verdadera reivindicación de la figura femenina al terminar el relato. Al contrario, se les presenta como algo cosificado, se les utiliza como instrumento exclusivo para el placer o la violencia. Todos los personajes femeninos son utilizados sexualmente y protagonizan escenas pornográficas que van desde el encuentro soft hasta la violación, pasando por la orgía hardocre. No censuro las prácticas sexuales de los protagonistas ni me escandalizo con ellas, es sólo que no puedo dejar de apuntar que casi ninguna de esas escenas, que son varias, eran necesarias para el desarrollo de la historia.

 

La navaja 005

 

Falsa liebre, de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982), sí logra articular un discurso inteligente e incluso sofisticado sobre la violencia, aunque no sea del todo innovador. La novela narra un día en la vida de cuatro personajes —Andrik, Zahir, Pachi y Vinicio— y el lector sabe, desde un inicio, que las cosas no terminarán bien para ninguno de ellos. La falsa liebre del título, junto con el estribillo que Pachi no deja de tararear a lo largo de la novela —”muy pronto llegará el día de mi suerte”—, van creando una atmósfera de fatalidad y derrumbe que culmina con estrépito. Melchor, a diferencia de Nieto y más en la línea de Iglesias, decide abocarse a los arrabales de la violencia. No en el tiroteo ni en la ejecución, más bien en la sorda y opresiva violencia cotidiana que todos respiramos, y que resulta agobiante para los sectores más vulnerables de la sociedad. Ahí viven los protagonistas de su historia.

 

Esta novela establece una dialéctica entre encierro y libertad que activa el movimiento de la historia. Todos los personajes quieren huir de algo, se sienten atrapados, atados a una realidad que los sofoca y anhelan desprenderse del suelo para volar como los zanates que circundan los aires del puerto de Veracruz. Por eso recurren a lo que sea: se fugan de casa, se ilusionan con la idea de mudarse a otra ciudad o se fuman un churro de mota para poder imaginar, al menos por un rato, que un desplazamiento geográfico sería suficiente para cambiarles la vida. Pero no se dan cuenta de que el infierno que padecen está inoculado en ellos mismos, que lo llevarán consigo no importa a donde vayan. Esta necesidad de escape se va trenzando con eficacia, tanto que hacia las últimas páginas conforma un nudo que asfixia a los protagonistas. Melchor, con gran pesimismo, ni siquiera permite que sus personajes huyan: la sola intención de hacerlo es suficiente para que algún poder supraterrenal los castigue por querer evadir su destino.

 

Falsa liebre forma parte del discurso de la miseria tercermundista que siempre decreta, al final, que no hay salida. La sociedad, sus estamentos, el sistema mismo está estructurado de tal manera que, para las clases marginadas, no es posible ascender socialmente, no es posible evitar la relegación ni transformar los mecanismos económicos que han determinado estas circunstancias. Aunque más prestigiosa que la de Nieto, la que usa Melchor también es una fórmula, y a pesar de que está utilizada con corrección y audacia, lo que le reclamo a la autora es que haya echado mano de ella. Este discurso, a fin de cuentas, es también un cliché y eso limita los alcances de su novela. A diferencia de los riesgos que corrió con Aquí no es Miami (2013), un libro de crónicas donde encontramos innovaciones formales, narrativas y temáticas, Falsa liebre es, hasta cierto punto, convencional. Habíamos “visto” esta novela en películas como De la calle, Ciudad de dios, La vendedora de rosas y otras por el estilo.

 

Susana Iglesias, Señorita Vodka, Tusquets, México, 2013.

Omar Nieto, Las mujeres matan mejor, Planeta, México, 2013.

Fernanda Melchor, Falsa liebre, Almadía, Oaxaca, 2013.

 

*Fotografía: FERMELCHOR.COM Fernanda Melchor, autora de “Falsa liebre”

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