La vida de Adèle: Apuntes en azul

Feb 15 • Miradas, Pantallas • 9939 Views • No hay comentarios en La vida de Adèle: Apuntes en azul

POR MAURICIO GONZÁLEZ LARA

 

Después de generar controversia alrededor del mundo debido a su contenido sexual lésbico, La vida de Adèle (capítulos 1 y 2), de Abdellatif Kechiche, ha llegado a las salas mexicanas. Es un hecho: la historia de amor entre Adèle (una adolescente interpretada con frescura por Adèle Exarchopoulos) y Emma (Léa Seydoux como pintora y telúrico objeto del deseo) generará un sinfín de artículos que ponderará la validez de los diversos reclamos hacia la cinta, los cuales van desde reacciones asustadas ante los pasajes más explícitos (incluida una memorable secuencia sexual de 10 minutos) a los cuestionamientos de algunos sectores de la comunidad gay sobre la “estilización heterosexual” con la que es retratado el cuerpo femenino. Este no es uno de esos textos. La intención de este escrito es más modesta: comentar el uso icónico del azul y el primer plano en la película de Kechiche, basada en la novela gráfica de Julie Maroh. La perdurabilidad del filme, estamos seguros, se dará en función de esas variables y no de una polémica tan escandalosa como evanescente. Advertencia: si usted es un extremista antispoiler le recomendamos leer el artículo una vez que haya visto la cinta.

 

En su célebre Teoría de los colores, escrita en 1810, el alemán Johann Wolfgang von Goethe estableció que la percepción cromática no sólo era una cuestión científica, sino que estaba relacionada a la subjetividad del observador, la cual no está configurada por elementos meramente físicos, sino que también involucra conceptos que van desde el funcionamiento de nuestro sistema visual hasta el entendimiento filosófico de la realidad. El color es luz que se refracta y expande en el espacio, pero también es percepción; es decir, emoción y significado. Goethe, neoplatónico, propuso una serie de ideas sobre la lectura sicológica que le damos al espectro cromático. Su interpretación del azul es entrañable:

 

“De la misma forma en que el amarillo va acompañado de luz, se puede afirmar que el azul trae un principio de oscuridad. Como tono es poderoso, pero habita en el lado negativo del espectro. En su máxima pureza, el azul es una negación estimulante: algo que inquieta, una contradicción entre la excitación y el reposo. Anhelo y límite a la vez. El cielo y las montañas se asemejan a una superficie azul. Así como nos dejamos llevar por un objeto amable que se aleja volando de nosotros, así amamos contemplar el azul; no porque avance hacia nosotros, sino porque nos obliga a seguirlo”.

 

El primer encuentro entre Adèle y Emma, la mirada que cambia al mundo, es una representación del azul de Goethe. El cruce en la calle con el pelo azul de Emma es un trastorno que deviene en un virus que terminará por poseer todos los aspectos que conforman a Adèle: sueños, imaginación, emociones, carne. Incluso su realidad física se torna azul (Kechiche coloca varios motifs azules durante la etapa de infatuación que conforma buena parte de la cinta). La voracidad anticipa la hambruna. Una visión obtusa interpretaría la desaparición del azul del pelo de Emma como el anuncio del fin de la relación. Por el contrario, el espectador está consciente de que la unión está condenada al fracaso precisamente porque el azul se proyecta como algo inalcanzable en su mente. La nueva apariencia sólo señala la inminencia del fin ante la bifurcación de intereses y objetivos de vida. El amor como trastorno reaparece en el último tercio de la película. Adèle y Emma se citan en un café para darle un cierre civilizado a su historia. Poseídas por la pulsión, hacen a un lado la falsa cortesía y se besan atropelladamente. La esperanza de la reconciliación se pasea por la mente de Adèle. El azul, sin embargo, ya no es el color de Emma. “Siempre sentiré una ternura infinita por ti”. La relación, sabemos ahora, ha concluido.

 

El afán de ganar agilidad en la edición, aunado a la desidia de construir espacios cinematográficos convincentes, ha redundado en un abuso del primer plano. No obstante, en La vida de Adèle el uso predominante del close up cobra nuevos sentidos. El trabajo de inmersión es total: el grado de detalle con el que Kechiche explora a sus protagonistas —lágrimas y mocos incluidos— raya en lo milagroso. No extrañan los reportes periodísticos sobre las peleas constantes entre el realizador y sus actrices. Nadie puede soportar tanta intimidad sin sentirse afectado. Por otro lado, el primer plano constante es un vehículo para expresar la sorpresa con la que Adèle descubre los placeres y desgracias de la vida. Por el rostro de Adèle desfilan los goces del baile, la protesta, la buena comida y el sexo, pero también las heridas producidas por el desencanto y la pérdida. Hay una sorpresa infantil en Adèle que recuerda al Antoine Doinel de Los 400 golpes, de François Truffaut. El éxito de la película en el Festival de Cannes —donde Steven Spielberg, admirador de Truffaut, fungió como presidente del jurado— le debe algo a los vasos comunicantes con el director de la nueva ola francesa.

 

El simbolismo cromático reaparece para cerrar la cinta en la galería que exhibe los cuadros de Emma, que incluyen los retratos —insólitamente vulgares, casi new age— de su ex pareja. Ataviada de azul, Adèle se pasea por la exhibición inaugural de Emma como si asistiera al velorio de una parte sustancial de su vida (las partes uno y dos). Aceptar la muerte implica contemplar el cadáver. Tras captar la atención de uno de los amigos de Emma —a diferencia de las ínfulas elevadas del resto del círculo íntimo de la pintora—, Adèle huye de la galería. Tras tres horas de rigurosos close ups, la composición se abre y genera una sensación de lejanía. Adèle queda extraviada, a la deriva, como el azul de Goethe, cercano y distante. El espectador se siente obligado a seguirla, pero es incapaz de hacerlo.

 

*Fotografía: ESPECIAL. Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux interpretan a Adèle y Emma

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