Una amistad peligrosa
Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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La otra noche leía yo en un hotel una enésima biografía de Gabriele D’Annunzio y me pregunté que habría sido de José Luis Ontiveros, el único intelectual fascista con el cual he tenido una breve aunque intensa amistad. Usando el teclado confirmé mi presentimiento: Ontiveros (Córdoba, Veracruz, 1954) había muerto en mayo de 2015. Ello quizá confirmaba lo que el poeta Samuel Noyola, cuando todavía rondaba hace ya varios años por Coyoacán, me confió: la enfermedad, al parecer, fatal, de Ontiveros. Habría sido el único personaje del todo real en La literatura nazi en América (1996) si el mexicanista Bolaño se hubiese topado con él.
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A principios de 1985, rumbo a Córdoba donde se le otorgaba un efímero Premio Jorge Cuesta a Bonifaz Nuño, Rubén Salazar Mallén me cedió su asiento en el camión para que conversáramos su paisano Ontiveros y yo. Rubén murió poco después rodeado de la amistad plural del católico Javier Sicilia, del fascista Ontiveros (quien, inconsecuente, se enfadó porque así lo llame, con ánimo veraz y descriptivo, en Tiros en el concierto) y de la mía, un excomunista que encontró el liberalismo, quien lo iba a suponer, en Cuesta.
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Ontiveros aspiraba a ir más allá del fascismo. Se jactaba de haber participado, joven, en golpizas propinadas contra actores acusados de incurrir en sacrilegio contra la Virgen de Guadalupe, devoción mantenida por él a lo largo de sus variaciones intelectuales, siempre tocadas siguiendo la más agresiva partitura antiliberal y antidemocrática. La caída del Muro de Berlín encendió en él (como en los neofascistas españoles e italianos, quienes, junto a Ontiveros, tuvieron por profeta al casi centenario Ernesto Giménez Caballero), la posibilidad, ya contemplada por Ernst Niekisch en los años treinta y vigente en la actual Rusia de Putin, de un “nacionalbolchevismo” llamado a impedir “el fin de la historia” vaticinado por los liberales más optimistas u obtusos de Occidente. Al escucharlo, camino de Córdoba, me pareció evidente que Lenin y Mussolini eran hijos de la misma camada, ambos admiradores, por cierto, de D’Annunzio. Me felicito de esas conversaciones peligrosas en una época casi unánime cuando la mayoría de mis amigos eran leninistas confesos y más al creer, desde hace años y con muchos otros desengañados, a Hitler y a Stalin, los gemelos Ormuz y Ahrimán.
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Durante el recorrido hablamos de Drieu la Rochelle (cuyo parecido cultivaba Ontiveros) y le recomendé a Jünger, a quien todavía no leía. El anarca se volvió su modelo. Él, a su vez, me inició en Julius Evola, Mircea Eliade y Vintila Horia; paradójicamente, su horror por la democracia, acentuó en mí cierto liberalismo conservador. Durante ese año nos vimos mucho. Fui a comer a su casa en Chimalistac, donde regía patriarcalmente sobre su mujer y sus hijas bajo un gran retrato de Ezra Pound, bebíamos los entonces pésimos vinos bajacalifornianos y humildemente empezaba, admirador del detestable Mishima, a practicar las artes marciales. Llegaba tundido de los entrenamientos. A veces se enmascaraba tras un cómico “derecho a la diferencia”. Nadie menos indicado que él para vindicarlo, quien llamaba Duce y Führer a sus héroes favoritos, vestía, genetiano, ropa de cuero negro y paseaba pastores alemanes. Según él por ramplona, desconfiaba de la negación del Holocausto y decía recibir a un judío (yo), en su casa, por respeto a las leyes semíticas de la hospitalidad. Aunque Ontiveros fue antisemita por consigna y no lo ocultaba, a lo largo de la vida he encontrado, tristemente, emboscados, a antisemitas más puros en amigos a veces cercanísimos.
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Puso a mi disposición a su mecanógrafa (me hacía creer que vivía, señorito, de sus tierras heredadas en Veracruz) pues yo requería de pasar en limpio un manuscrito sobre Joseph Roth que nunca publique íntegro. Fue bicho raro en alguna de mis fiestas. Pero la relación terminó, no por razones ideológicas, sino gracias a la vanidad literaria. A Ontiveros le conseguí una cita con Paz –a quien hubo que convencer de no denunciarlo como nazi para privarlo de la publicidad anhelada– y por sus propios medios se amistó con otro difunto, Roberto Vallarino, con resultados previsiblemente apocalípticos. Nuestro fascista quería su lugar en la vida literaria y como muchos de los escritores sin buena pluma, se volvió un amargado, celoso de una marginalidad presuntuosa por indeseada. Y en su caso, además, la ideología no lo ayudaba aunque Eduardo Milán le festejó su Apología de la barbarie (1987).
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Todos somos escoliastas de nuestros ancestros electivos pero hay un límite donde se exige al menos pretender cierta originalidad. Los libros de Ontiveros que he leído no pasan de ser comentarios entusiastas de sus clásicos de la camisa negra o parda. Cuando me negué a presentar –se entiende que no era él de aquellos a quienes se le antoja a uno criticar en su propia presentación– su Carta a un marxista decepcionado (se suponía que yo era, además, uno de sus decepcionados predilectos), empezó a injuriarme en sábado o directamente, quizá ebrio, en mi grabadora telefónica. Tras esa invitación rechazada, en julio de 1993, no volví a verlo. Aplaudió después toda causa cesarista antiliberal, de izquierda o de derecha, aztecoide y antiyanqui, incluyendo las antañonas de los emperadores Iturbide y Maximiliano, y a las contemporáneas, fuesen acaudilladas por Marcos o por Hugo Chávez.
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Todavía en 2008 Ontiveros estuvo entre los caníbales que se atragantaron con mi diccionario de literatura mexicana. Pese a lo soez que fue, al prologar una reedición de Camaradas (2010), de Salazar Mallén, lo volví a citar. A diferencia suya, no creo en el hoy festejado (en la izquierda sobre todo) dualismo del amigo/enemigo ni comulgo, con De Maistre, con que nada se logra contra las ideas sino se destruye antes a quienes las divulgan. Recuerdo a José Luis Ontiveros y a mí, una tarde de 1988, cruzando a toda velocidad la ciudad en uno de los bólidos último modelo que él tribulaba mientras nos atascábamos de un grueso cigarro de mariguana. Me dejó en la esquina de Fernández Leal y me despidió con una idiosincrática carcajada mefistofélica. Para su alma errabunda descansar en paz no debe ser el más feliz de los destinos.
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FOTO: Entre las afinidades literarias de José Luis Ontiveros destacó el novelista Rubén Salazar Mallén, a quien dedicó prólogos para algunas de sus novelas. / Tomada del perfil en facebook de José Luis Ontiveros