Una cita con la Lady
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Una cita con la Lady es la primera novela de Mateo García Elizondo. Aquí, compartimos con los lectores un adelanto
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POR MATEO GARCÍA ELIZONDO
Para Cuau
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Vine al Zapotal para morirme de una buena vez. En cuanto puse el pie en el pueblo me deshice de lo que traía en los bolsillos, de las llaves de la casa que dejé abandonada en la ciudad, y de todo el plástico, todo lo que tenía mi nombre o la fotografía de mi rostro. No me quedan más que tres mil pesos, veinte gramos de goma de opio y un cuarto de onza de heroína, y con eso me tiene que alcanzar para matarme. Porque si no, luego no tendré ni para pagar la habitación, ni para comprar más lady. No me va a alcanzar ni para una triste cajetilla de cigarros, y me voy a morir de frío y de hambre allá afuera, en vez de hacerle el amor a la Flaca lento y suave, como tengo planeado. Creo que con lo que tengo hay de sobra, pero ya van varias que no le atino y siempre me vuelvo a despertar. Algo debo tener pendiente.
Ya tenía tiempo queriendo hacer este viaje. Era mi última voluntad en esta vida que ya carece de todo deseo. Llevo tiempo soltando lo que me ataba a esta existencia; mi mujer se murió, mi perro también. Rompí puentes con familia y amigos, vendí la tele, los trastes, los muebles. Fue como una carrera conmigo mismo para ver si lograba conseguir suficiente chiva y tener una lana para irme antes de quedarme inmóvil por completo. Quería perderlo todo, era algo que tenía que hacer. Allá adonde voy ya no necesito ni el cuerpo, pero el saco de huesos me vino siguiendo todo el camino y no tuve de otra más que traerlo cargando conmigo.
Aparte de eso solo traje la lata con el kit. Ahí vienen mi pipa, mi cuchara, mis jeringas; todo el material. Ahí guardo la feria, también. En la estación de autobús me compré este cuaderno, porque sé que no tendré mucho que hacer para entretenerme en lo que me muero, y no quiero volverme loco. Creo que necesito dejarlo en claro. No para nadie más, sino para mí, para entender lo que me sucede desde hace algún tiempo. Necesito decir lo que se siente morirse, porque la gente nunca está para contarlo, pero yo sí. Sigo aquí, y ya estoy muy cerca. Sé cómo es vivir en el limbo, estarse cayendo del otro lado. Soy como un muerto viviente, así me mira la gente desde hace tiempo. No se lo puedo contar a nadie en voz alta, porque lo que tengo que decir ya no lo pueden oír los vivos. Espero que nadie lea esto, para evitar malentendidos, que ni siquiera lo encuentren, que lo quemen o lo tiren a la basura o a la fosa junto con lo que sea que quede de mí.
Vine hasta acá porque cuando me muera no quiero que me vuelvan a despertar. No quiero que me encuentren y me anden levantando de mi catre, ni que me vistan ni me maquillen. No quiero toda la faramalla de los ritos, y los llantos, y las palabras bonitas. Quiero que digan que abandoné todo, como un santo, que dejé atrás las ataduras terrenales y las preocupaciones de la carne y me fui solo allá al cerro a enfrentarme con la muerte, que piensen en mí y que digan que «qué valiente» y que «no cualquiera». La gente piensa que este tipo de cosas se hacen por cobardía, pero no. Esto es lo que sucede cuando uno entiende que a esto venimos: ya cualquier otra cosa carece de sentido excepto esto. Esto sí tiene sentido. Eso creo. Eso es lo que quiero desentrañar, nada más.
Nunca había oído hablar del Zapotal y no sé por qué vine a dar aquí. Yo lo que quería era llegar al final de la línea, donde ya no se pudiera ir más lejos en esta tierra, pero nunca me imaginé que sería este lugar. Aquí se acaba el mundo de los hombres, y luego solo hay selva y monte; dicen que más allá del pueblo la gente se pierde en la manigua y se vuelve loca, que se aparecen monstruos y da una fiebre que lo hace a uno sangrar por los poros. Todo el día se oye el ruido de las chicharras que se mezcla con el estruendo de las sierras eléctricas con que los hombres del pueblo van talando el bosque en una lucha por ganarle a la naturaleza e invadir su territorio. Cada árbol es una victoria que deja descampados estériles envueltos en una niebla calurosa y pestilente, yermos desolados que ya no sirven para nada y quedan abandonados de toda forma de vida. Mientras tanto las malas hierbas crecen más rápido de lo que las pueden cortar, e invaden el pueblo, devorando calles y casas en su camino. Los hombres batallan contra esta maleza bajo el calor sofocante, y en las noches, para distraerse y olvidar, se emborrachan y pelean hasta desplomarse.
Tengo entendido que el pueblo se fundó como una explotación maderera, porque es lo único que hay aquí, lo único que le podría interesar a la gente en este lugar. Para animar el asentamiento, el gobierno hizo venir prostitutas de todo el estado, y el poblado que formaron los leñadores y las prostitutas se volvió el Zapotal. Aparte de las casas de la gente, en su mayoría humildes, hay algunas granjas, un par de aserraderos, una capilla, dos haciendas abandonadas, una miscelánea y una cantina. El camino de tierra que trae hasta acá solo existe para permitir el tránsito de camiones cargados de árboles recién talados que son, junto con el ocasional autobús de pasajeros como el que me trajo, los únicos medios de transporte que se adentran en estos páramos, con el abastecimiento suficiente de cerveza, cigarrillos y Coca-Cola para darle una ilusión de civilización al pueblo.
Cerca de la parada de autobús encontré una casa de huéspedes, o en todo el pueblo es lo que más se le parece. El don me deja quedarme en un cuarto en el segundo piso de una construcción de concreto con techo de lámina que aún no está terminada. Tiene vista a la calle de un lado, y del otro al patio trasero y a la cisterna del señor. Me lo deja en cien pesos la noche, aunque es una pocilga. Solo hay un catre, una mesa y una cómoda, y al fondo una letrina con un lavabo y un retrete sin asiento. Las paredes de cemento ya están resquebrajadas, y a través de las cortinas de flores se filtra una luz rojiza en las tardes. Es perfecto para morirse.
Me preguntó el don qué venía yo a hacer al pueblo, y como sé que la gente no entiende, le dije que venía de vacaciones. Me dijo que no fumara en el cuarto, que la gente que viene de vacaciones como yo siempre quema los colchones, que ha tenido varios incendios ya. Le dije que no se preocupara y le di seiscientos pesos para tener algunos días de paz. Luego me tiré en la cama a fumar opio. Acababa de llegar y ya no había prisa de nada.
Recuerdo que me dio sueño, y sentí una pelota de algodón en la boca que se amoldaba a mis dientes. Poco a poco se me dormían las fosas nasales, las órbitas de los ojos y los lóbulos de las orejas; me envolvía una sensación de placer que me recorría entero, desde la punta del pelo hasta los dedos de los pies.
Así es como empieza.
FOTO: portada del libro Una cita con la Lady, de Mateo García Elizondo; Anagrama, 2019.