Una novela “snob” a cuatro manos

Abr 8 • Lecturas, Miradas • 3337 Views • No hay comentarios en Una novela “snob” a cuatro manos

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La frivolidad, origen de reiteradas polémicas del mundillo literario, es explotada en esta antinovela que desnuda la pirotecnia verbal de los escritores-personajes como único recurso avalado por sus egos

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POR BRENDA RÍOS

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A Virginia Woolf le preguntaron una vez si era snob. A lo que ella respondió con un ensayo que es también crónica, reflexión irónica y diario: “¿Acaso hablo solo de mí misma cuando digo que nada digno del nombre de una aventura me ha ocurrido desde que ocupé esta eminente aunque espinosa silla (la del Memoir Club), pero que, a pesar de ello, sigo siendo, para mí misma, un tema inagotable y de fascinante y angustiado interés –un volcán en perpetua erupción? ¿Me habré quedado sola en mi egotismo cuando digo que nunca la pálida luz del alba se filtra a través de las persiana de la casa número 52 de Tavistock Square, sin que yo abra los ojos y exclame : ‘¡Dios Santo! ¡Aquí estoy otra vez!’, no siempre con placer, a menudo con dolor, a veces con un espasmo de aguda repugnancia, pero siempre, siempre, con interés?”

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No puedo evitar pensar que a la querida tía Woolf le caerían bien unos escritores mexicanos del siglo XXI creadores de unos personajes snobs de verdad y de mentira y esta ambigüedad lúdica es la que los vuelve fascinantes. Qué importa la verdad en tiempos de simulaciones. ¿No es la literatura, esa proyección abyecta de sueños y pesadillas, un postulado débil ya, un fade out sentimentaloide porque el mundo supera su destrucción a base de estupidez y repetición? ¿No son pues, los escritores, una especie perdida pero que se niega a irse del todo como el borracho terco que se niega a salir de la taberna y buscar tambaleante el rumbo de su casa?

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Alejandro Arteaga y Alfonso Nava son dos autores que crean dos personajes. Estos personajes hablan de libros o peor aún, de otros autores. ¿Hay algo más presuntuoso que un libro que habla de otros libros? Por lo regular, éstos suelen dirigirse a lectores avezados. Creí haberlo tirado todo con Bolaño, confieso.

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Borges conversaba solo, en su biblioteca invisible, con sus citas de memoria, en la compañía libresca: un escritor-lector, ya lo sabemos, abuelo inglés, biblioteca heredada. Él, que hizo libros sobre libros, en la única conversación con los muertos: fría y a destiempo. Si no hay réplica no hay manera de saber los equívocos y los encuentros. Él, puro intelecto. Y una tan lejos de la inteligencia. Bien. A todo esto, leo Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, y pareciera que este aparato creado de nombres de gigantes para sostenerse en ellos, o dar esa idea, es una broma intencional. Pienso en la risa, el humor como liberación de algo que se comparte: un lenguaje en consenso. Tú vas y yo voy. Sé a dónde vas (creo) y sé a dónde quieres llevarme (espero).

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La novela, escrita a cuatro manos, no da pautas de quién hizo tal capítulo. Yo quise sacar la sopa y tiré hilo para tejer hebra pero los autores (doble ash) no soltaron prenda. Me queda la especulación. Los dos fluctúan entre el discurso elevado y el discurso irónico, ese botón de lujo en un traje inmaculado. Es un encuentro y disertación sobre dos escritores de distinta nacionalidad y generación, ambos creyéndose mejor que el otro. Una discusión intelectual y sentimental, por qué no decirlo, si también de sus vidas se trata. En los seis capítulos que conforman esta novela, usted, lector, conocerá la vida de John Bernard Sick, quien es un gran escritor inglés, pero sólo en los sueños, creador de la novela perfecta; y Douglas McFarland, escritor best-seller. Ambos se conocen y se detestan. Con el tiempo el odio o desprecio se convierte en mera voluntad de diálogo. Aquí se está ante una novela ensayo y disertación in situ del papel de la literatura y de la ficción fácil, la de consumo. Estamos ante una antinovela, por decirlo así. Escribir para decir que de ningún modo vale la pena hacerlo. La presunción es pecado de juventud: creer que lo saben todo, soltarlo todo sin contención en la lengua, dominar al otro. Luego, querer disimular que lo son, entonces dicen: Todo aquí es mentira, nosotros pretendíamos otra cosa. No podemos decir qué exactamente, pero otra cosa.

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La escritura, se dice, es un ejercicio u oficio. No un modo de vivir. Pero estos personajes petulantes dicen que es una respiración artificial (Oh, Piglia), algo que se sabe no da vida pero nos gusta creer que ahí está esa vida que no podemos vivir.

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En la memorable película de Charlie Kaufman, con el hermoso Seymour Philip Hoffman, Synecdoche New York, uno asiste a la puesta en escena de una obra de arte. La belleza del filme radica en que en realidad uno presenció el arte o la construcción de ese arte, como una broma. La sensación al leer Sick & McFarland. Una novela pretenciosa es similar. Estamos ante dos autores rebasados por su propia broma. Pese a sus trucos de lenguaje, pese a su parafernalia, con sus citas de Shakespeare y Murdoch, no pueden evitar revelarse. Se preocuparon tanto por ocultarse que el disfraz fue un antifaz transparente. Un buen disfraz, sin embargo. Casi, casi, les creo. Provocadores, rufianes de esmoquin, tienen en la lengua un dardo envenenado, pero un veneno dulce, como es la cultura. Una vez que la broma fue hecha queda el reverso del tapiz. Aquí es donde se pone interesante el asunto. La correspondencia entre estos dos sujetos se da a conocer en forma de novela, pero podría haberse quedado en forma de chat, un chat farolero y bravucón, pero chat. Un diálogo de coctel, de primeros semestres en la universidad, un diálogo de competencia. Uno derriba al otro, aun si esto significa que se aniquile a sí mismo.

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El duelo entre los personajes/autores es pues la excusa. No olvido que esto, pese a la broma o no, es ficción y no puedo sentir pena por lo que no conozco o no existe. La mera idea de conmoverme por estos personajes escritores pagados de sí mismos me produce una contradicción. No me debo conmover porque lo que está ahí no es cierto, querido lector, no lea esto porque no fue así como sucedió. Querido lector, esto no es verdad, yo no era yo, no estaba en mí y tuve que inventar esta historia, para, digamos, acercarme a usted. ¿Por qué? ¿Por qué no? Y así hasta que la máquina de hacer palabras se trabe como esas antiguas máquinas de escribir y la tecla quede tiesa o inservible. Insisto, la única literatura posible es una que se asume como tal aun cuando no lo logre. No puede haber escritura sin intención, sin problema, sin identidad. Libros falsos, personajes falsos, autores falsos. En lo verdadero de toda esa falsedad está la revelación de una postura estética: para crear hay que creer. Y el simulacro oculta simulacros bebés, simulacros fetos, simulacros ideas no nacidas. El simulacro es el truco del arte, creer que lo es, porque, por otro lado, quitando la parafernalia y los fuegos de artificio, esta novela sólo dice la verdad de las cosas de la única manera posible: muertos de risa. Yes, dice el desnudo epígrafe, tomado del Ulysses, y ese es el telón de apertura de lo que vendrá. Allá ustedes si leen, si creen, si juegan, si se toman todo en serio.

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FOTO: Sick & McFarland: Una novela pretenciosa, Alejandro Arteaga/Alfonso Nava, Universidad Veracruzana, 2016 (Premio Latinoamericano Primera Novela Sergio Galindo 2016)/ESPECIAL

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