Carla Simón y la ternurita resiliente

May 5 • Miradas, Pantallas • 7446 Views • No hay comentarios en Carla Simón y la ternurita resiliente

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Frida, una niña de sólo seis años de edad, pasará su primer verano sin su madre, fallecida a causa del Sida, y comenzará una etapa de transición para entenderse con la familia de su tío materno. Verano 1993 está basada en la infancia de la propia directora, una de las nuevas representantes del cine catalán

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POR JORGE AYALA BLANCO

En Verano 1993 (Estiu 1993, Cataluña-España, 2017), hipersensible debut de la cortometrajista posestudiantil barcelonesa de 31 años Carla Simón (cortos previos: Amantes 10, Nacido positivo 12, Lipstick 13 y Las pequeñas cosas 15), con guión suyo y de Valentina Viso, mejor opera prima en Berlín y Goya a la dirección novel, la taciturna niña ternurita catalana de seis años Frida (Laia Artigas portentosa de concentración o desenvoltura) vive, a raíz de la muerte por neumonía de la madre soltera (tal cual lo revela una conversación anónima de la carnicera), los primeros meses de su orfandad total, que al término se descubrirán como sus últimos preescolares, en una estancia campestre lejos de la ubre de la gran urbe en todos sentidos metafóricos, al cuidado del buenazo hermano barbudo de su madre difunta Esteve (David Verdaguer) y de la joven tía atareada Marga (Bruna Cusí), sólo dedicándose la chiquirris, desde sus rejegos despertares, a aquellas tareas propias de su tierna minoridad, jugando empoderada con su primita de tres años Anna (Paula Robles) a la que rehúsa prestarle sus muñecas, e integrándose con dificultad a los correteos ocasionales entre chicos y chicas de su misma edad en los que termina con una rodilla raspada, acomodando huevos en un empaque con el viejo mozo de la granja, musitando con devoción los rezos obligatorios, llevándole a la Virgen del nicho boscoso una cajetilla de cigarros para el padre o una mascada de puntitos para la progenitora que de seguro pasarán por ellos (hasta nuevo decepcionante aviso en contrario), llamándole mamá a la tía al igual que tía, asistiendo a los festejos pueblerinos con deliciosos gigantes y cabezudos grotescos, jugueteando muy físicamente con el tío, permitiendo que la primita esté a punto de morir ahogada en un arroyo natatorio, haciéndole a la ya cercana tía Marga todas las preguntas posibles sobre el destino funeral de su madre con la confianza de que le serán contestadas, aferrándose a los cariñosos abuelos y a los parientes de providencial visita, esbozando una fallida fuga nocturna con mochila por la carretera, remoloneando sembrada con traje de baño en el piso, y preparándose sin querer queriendo a la contradictoria emoción de entrar por primera vez a la escuela, al cabo de los vaivenes de su ternurita resiliente (resiliencia: capacidad de superación positiva de una pérdida o un accidente o un abandono).

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La ternurita resiliente lleva por excepción hasta sus últimas consecuencias formales y cinematográficas la idea de Jean Piaget acerca de los niños no como adultos pequeños sino como seres específicos e insustituibles de comportamiento particular en todas sus manifestaciones relacionales y sus representaciones y sus conflictos existenciales, a través de una cámara precisa como lupa gigante e inteligente que filma al escalpelo observacional (fotografía con suave acoso sutil de Santiago Racaj), registra actitudes y comportamientos infantiles, espontáneos e imprevistos como pocas veces, para ir detectando y coleccionando diminutos hechos significativos, hasta constituir una verdadera dramaturgia de lo mínimo, de los atisbos y las puntas del iceberg, del realismo femenino con minúsculas, minimalista y sígnico, cuyos indicios y microelementos apenas si podrían evaluarse como tales, recabándose por la fuerza de los días y del azar, algo más que pequeñeces o naderías, sino más bien diseminados dentro del fluir continuo/discontinuo de una corriente sanguínea narrativa/antinarrativa que los arrastra y transfigura con una exactitud admirable, puntillosa e incólume.

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La ternurita resiliente se mueve dentro de una ambigüedad perfecta, pura y luminosa, donde cualquier acto focalizado de la niñita Frida es ante todo lúdico, esencialmente, o parecen serlo, parten del juego o parten el juego, pero además, también y por añadidura, una añadidura que puede advertirse o no, remiten a un proceso interior, tanto de la turbulenta senda del crecimiento normal/anormal como de la contingente resiliencia particular en sí, así el prólogo casi enigmático con la heroína expuesta casi con indiferencia a unos fuegos artificiales citadinos o viendo a través del vidrio cual pantalla dividida del vehículo en que parte, así las niñas jugando a la comidita pueden ser los juegos de poder, así la identificación de la niñita con una tía deforme muy juntitas platicando de igual a igual sus cuitas en la dulce ignominia de la semioscuridad adormecida, así la pavorosa pataleta de la vulnerada Fridita insistiendo en irse con sus abuelos a la capital y debiendo ser sacada a la fuerza de la camioneta que aprovecha para arrancar veloz, así el escondite al vocerío de su nombre como demanda afectiva satisfecha o como cargar al frente la bandera orgullosa, así el repertorio de raptos de risa y aparentes trasgresiones ocultas sin castigo, así todas esas otras cortas escenas elípticas cual intrigantes minifábulas modernas sin moraleja.

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Y la ternurita resiliente sólo puede culminar en la inminencia del ingreso de Frida a clases, con su consecuente ritual del forrado de los útiles escolares, el permiso al dibujito sobre la etiqueta de identificación, y de pronto el estallido de la chavita en imparable llanto convulsivo, un estallido del ánimo que será al mismo tiempo la desembocadura por fin de un dolor largamente contenido/reprimido, el miedo visceral al cambio, el temor al paso hacia un mundo desconocido, el desprendimiento del núcleo apenas asumido como propio y como apego, la explicable reacción ante la inminencia de otra pérdida, el crucial punto de inflexión para el desarrollo de la inteligencia, el acabamiento de una etapa en la evolución psíquica, la irreversible reconversión irresistible de una representación del mundo y, por supuesto, sin maternalismo patrocinador mediante, una catarsis noble y depurada depuradora: ¿no será la cinta otra cosa que la historia vivencial de una catarsis vista desde adentro y por fin reconocible?

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FOTO: Verano 1993 se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 10 de mayo. / Especial

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