Visitando a Balkrishna Doshi

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Balkrishna Doshi es un hombre alegre y tranquilo que da mayor importancia a las relaciones humanas y con el entorno que una obra arquitectónica genera, que al objeto mismo. La directora de la Barragan Foundation traza este retrato del místico arquitecto, a partir de un par de visitas que hizo a la India

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POR FEDERICA ZANCO

Hablar de Balkrishna Doshi resulta casi más difícil que hablar con él. En efecto, el aura de serenidad y alegría que difunde su persona proporcionan una sensación de bienestar, que no hay nada más natural que sentarse —en sillas bajitas o directamente en el piso, como se acostumbra en la India— y disponerse a escuchar sus sabias palabras. Es un privilegio, hoy en día, poder gozar de una atención individual, intensa y al mismo tiempo ligera y espontánea como la que Doshi dedica a cada uno de los visitantes —colegas, amigos, estudiantes o curiosos— que llegan a su Sangath en una suerte de peregrinaje constante.

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Sangath, que significa “vamos juntos”, es un edificio de bóvedas cubiertas por pedazos de mosaico de cerámica blanca, situado en medio de un bonito jardín adonde pasean los pavos y murmuran unas fuentes. Aunque este oasis se encuentra en plena ciudad —Ahmedabad, capital del estado de Gujarat, en el noroeste de la India, cuya población estimada es de más de siete millones y medio de habitantes—, el recinto mágico creado por este gran arquitecto logra recortar un lugar de paz abierto al mundo y al mismo tiempo desconectado de su locura.

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Bajo las frescas bóvedas, entre computadoras, dibujos y maquetas, los colaboradores están acompañados por viejos y nuevos aprendices. El trabajo común es coordinado por los familiares de Doshi —su hija Radhika y su yerno Rajiv Kathpalia; su nieta Kushnu Panthaki y su esposo alemán Songke Hoof—, quienes desde hace años, junto con Doshi, forman un equipo solidario a su pensamiento y actitud general. A estos representantes de tres generaciones se unen, de vez en cuando, estudiantes y colegas invitados, que comparten pláticas, discusiones, talleres y eventos, pues Sangath es práctica profesional y al mismo tiempo lugar de educación, investigación y experimentación, a través de una fundación —la Vastu-Shilpa Foundation— dedicada a estudiar y desarrollar proyectos basados en la sostenibilidad ambiental.

Sangath, el estudio del arquitecto hindú Balkrishna Doshi, significa “vamos juntos”. /Cortesía VSF

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La primera vez que llegué a Ahmedabad fue para dar una plática en el Instituto Nacional de Diseño y en el propio Sangath, por invitación del mismo Doshi que en ese entonces —2007— era miembro del jurado del Premio Pritzker. La cálida amistad cultivada entre él y mi esposo, Rolf Fehlbaum, también miembro del mismo jurado, de alguna manera se extendió a mi persona, gracias a encuentros esporádicos en coincidencia con las ceremonias de premiación y a la pasión compartida hacia la buena arquitectura. Fue durante una de esas ocasiones que Doshi me preguntó si aceptaría viajar a Ahmedabad para presentar el trabajo de Luis Barragán a los estudiantes y a otros integrantes de la comunidad cultural de la ciudad. Consideraba importante introducir la obra del maestro mexicano en un lugar que, por ciertas afinidades tanto climáticas como sociales, pudiera beneficiar de un tal ejemplo y estímulo creativo. Quedamos para noviembre de ese mismo año y finalmente llegó el momento de viajar.

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Recuerdo bien el primer impacto con la ciudad, su parte más antigua y densa de construcciones, humanidad, negocios y ruidos, sabores, olores, colores. Las callecitas estrechas y congestionadas de gente, carros, animales, en contraste con los sorprendentes espacios vacíos de unas mezquitas maravillosas; el batir de alas de las palomas atravesando los pedazos de cielo encerrados por los muros; el calor del piso de mármol bajo los pies descalzos; la selva de columnas de un interior sombrío y abierto al viento y a unos nichos monumentales y desnudos marcados por caligrafías colosales. Me acuerdo del concurrido puente que cruza el gran río Sabarmati, que entonces fluía libre entre terrenos baldíos, ocupados por las miles de necesidades de la gente común —bañarse, hacer el mercado, tomar agua, darle de beber a los animales—. Ahora el río está encerrado entre bancos de piedra y no se permite más el paso.

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En particular recuerdo como de repente se me fue el aliento al ver por primera vez una de las obras maestras de Louis Kahn: el Indian Institute of Management. Fue la realización de una epifanía muy deseada y al mismo tiempo sobresaliente. Lejos de toda expectativa, me encontré de frente a un recinto monumental, una gran ruina moderna, con muros y corredores enormes, como si fueran vestigios de termas, o de un teatro, o el mercado de Trajano, algo que nunca había imaginado pudiera existir fuera del pasado —un pasado que yo banalmente coloco en mi mundo mediterráneo, en la historia milenaria de mi propio país y cultura, marcada por el legado de los romanos—. Pero ahí estaba, contemplando un espacio fuera del tiempo y a la vez completamente actual, realizado en Ahmedabad por un arquitecto estonio-americano —con la colaboración de Doshi—, gracias al patrocinio de unos mecenas de este estado del Gujarat, los mismos visionarios que ya habían logrado integrar a su ciudad otros geniales edificios de Le Corbusier.

Aspecto del Indian Institute of Management, en Bangalore, obra de Balkrishna Doshi. /Cortesía VSF

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Recuerdo también la solemnidad casi procesional al subir la rampa del Mill Owners Building (obra del arquitecto suizo), y la sensación de frescura y brisa natural de esa extraordinaria plaza elevada y cubierta que es el hall del primer piso. Desde ahí se me abrió, preciosa, la vista hacia el río, magistralmente orientada por la organización de la planta, y tocando con la mano las arrugas venerables del concreto pedí silenciosamente perdón al maestro por no haber podido imaginar antes la fuerza de ese espacio poderoso. A pesar de todas las fotografías y dibujos analizados durante mis años de formación, la realidad siempre supera la imaginación. Con la buena arquitectura así pasa, y es la prueba definitiva.

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A mi lado, Doshi, tranquilo y silencioso, me dejó vivir esas emociones contrastantes sin comentar nada, como si supiera perfectamente bien que así iba a pasar, como muy probablemente le tocó con cualquier visitante antes de mí. Hasta que su carcajada me sacó de mi asombro reverencial y Doshi se puso a recordar episodios divertidos de la construcción de ese edificio y de sus inicios en París. En 1951, vegetariano entre carnívoros, y sin dinero ni conocimiento de francés, aquel joven recién llegado de Pune, vía Bombay y Londres, durante semanas no pudo comprar más que leche para alimentarse. A pesar de sus casi inexistentes conocimientos del idioma y de la arquitectura contemporánea, su curiosidad y la suerte lo condujeron hasta el taller de uno de los más revolucionarios y reconocidos arquitectos del siglo XX, quien lo puso bajo sus alas y le enseñó a volar.

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Por otro lado, fueron justamente estas dificultades las que lo formaron como persona y como arquitecto. Aprender sin poder comprender ni una palabra requiere de una gran capacidad de observación, concentración e intuición. Durante meses, su única posibilidad de sobrevivir en ese nuevo y extraño mundo fue la de mirar atentamente cada detalle de las posturas, tonos y actitudes de sus colegas, y por supuesto del maestro, su gurú, como él llama a Le Corbusier —o también Monsieur Le Corbusier— registrando todo matiz de ese proceso de creación, al mismo tiempo individual y colectivo, que es el trabajo arquitectónico. Aceptar sus límites y seguir adelante, neutralizando la frustración con el sentido del humor y una cándida inocencia, fue su herramienta de aprendizaje y sigue siéndolo. Abierto y sin prejuicios, Doshi es como un niño (su nombre significa “niño Krishna”) que todo lo absorbe. Gran observador de la vida diaria, cuyo flujo constante no busca modificar, sino interpretar. Esto lo ha logrado, por un lado, gracias a su capacidad de asimilar, sin tomar partido, el legado profundo de la modernidad arquitectónica occidental, así como la conoció a través de sus dos inmensos maestros; y, por el otro, su aprecio por su propia matriz cultural le ha permitido enraizar esa herencia en contextos y condiciones totalmente distintos de los que la produjeron.

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Muchos años después de mi primera visita, en diciembre del año pasado regresamos Rolf y yo a Ahmedabad, junto con el arquitecto finlandés Juhani Pallasmaa y su esposa, con motivo de la celebración de los 90 años de Doshi. Con su habitual generosidad, él aprovechó el evento en su honor para organizar una plática colectiva en su Sangath, abierta a todos, sobre un tema que le interesa mucho, el de la porosidad. La palabra puede sonar un tanto rara, en relación con la arquitectura, pero corresponde perfectamente tanto a la actitud personal de Doshi —siempre y principalmente receptivo—, así como a lo que a lo largo de su carrera ha intentado hacer: absorber las contingencias de la vida, filtrarlas con su atenta observación, y crear espacios que no interrumpan, sino que dejen fluir esa corriente invisible que mantiene a todos los seres humanos —cada quien según las características de su propia sociedad y cultura—, conectados los unos con los otros, sin olvidar a los desposeídos, quienes no necesitan ayuda, sino un trato digno.

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Al visitar con Doshi el Instituto de Indología (finalizado en 1962), una de sus primeras obras, me di cuenta que tanto los empleados y especialistas que ahí cuidan la conservación de un sinnúmero de antiguos manuscritos, como los humildes albañiles ocupados en trabajos de arreglo y extensión, se acercaban discretamente a presentarle sus respetos. Intentaban tocarle los pies, en actitud de reverencia, aunque que casi nunca lo lograban porque Doshi interrumpía la intención con unas risas y un paso al lado. Lo mismo pasó con los maestros de un centro educativo para niños inspirado por el método Montessori, la Escuela Shreyas. Fundada en 1947 y realizada en 1958 como un conjunto de edificios integrados a la naturaleza, con ventilación e iluminación naturales —con espacios para trabajar al aire libre, jardines, huertas, un teatro abierto, un museo de arte popular (interesantísimo e impecable en su museografía), laboratorios y áreas de juegos—, la escuela parece una pequeña ciudad a la escala de los niños, donde los adultos sólo procuran favorecer la natural inclinación de estos últimos a crecer y aprender.

Aspecto del Institute of Indology, obra de Balkrishna Doshi. / Cortesía VSF.

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Luego de estas obras tempranas fuimos a ver el Amdavad Ni Gufa, edificio subterráneo que es al mismo tiempo galería, teatro, plaza y lugar de estar. A final de cuentas se trata de un espacio comunitario, un centro de congregación para la población estudiantil de la colindante universidad. Cualquier visitante que busque refugio del calor del verano, ahí lo va a encontrar, en estas grutas (“gufa” significa gruta, en Gujarati) realizadas por artesanos locales con materiales remanentes, bajo la supervisión de Doshi y del artista Maqbool Fida Husain. La construcción, iniciada en 1992, fue creciendo y evolucionando durante tres años, tomando forma poco a poco a partir de la inspiración derivada de las grutas budistas de Ayanta y de Ellora. La atmósfera del sombrío interior es misteriosa, casi mística, y al mismo tiempo acogedora y totalmente informal; es como entrar en un bosque de extrañas columnas vegetales que crecen sobre un piso ondulado, bañado por una luz que entra a través de unos embudos distintamente orientados. La oquedad del espacio envuelve y fluye, generando variaciones perceptivas sin solución de continuidad. Quizá sea esta obra sin fachada ni orden geométrico aparente la que mejor exprese el total desinterés de Doshi hacia el objeto arquitectónico en tanto perfecta y rígida expresión formal. Lo que cuenta, me dijo, son las relaciones —entre seres humanos y con el Cosmos— que determinan aglomeraciones, convirtiéndose éstas en casas, calles, plazas; en comunidades integradas por miles de facetas simultáneas de la vida, en un flujo constante de evolución y cambio que requiere un proceso continuo de adaptación.

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Creo que su arquitectura es como una esponja que absorbe y deja escurrir, y como tal se expande y comprime acomodando el líquido vital que le da forma.

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Para él, la relación de la arquitectura con el contexto corresponde a la del individuo con la comunidad, teniendo en el horizonte una pregunta básica: ¿Cómo pueden arquitectura e individuo ponerse al servicio del contexto y de la propia comunidad?

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Las charlas que di sobre Barragán durante ese mes de noviembre estuvieron muy concurridas. Y aunque los estudiantes y colegas escucharon pacientemente mis palabras, viendo las diapositivas que había preparado cuidadosamente, dentro de mí era consciente que ninguna preparación, ningún comentario ni curaduría puede pretender comunicar esa emoción primordial de estar, físicamente, en una obra de arte tridimensional concebida para servir al ser humano y al mismo tiempo regalarle el don de la belleza.

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La arquitectura, cuando es buena, es un arte total, al mismo tiempo evidente y elusiva. Caparazón protector de nuestra fragilidad humana y refugio frente al vacío de infinito.

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FOTO: En 1980 Balkrishna Doshi concluyó la sede de su estudio Sangath, en Ahmedabad, India. / Cortesía VSF

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