Wajdi Mouawad: El viaje a los orígenes
POR LUCÍA LEONOR ENRÍQUEZLa tetralogía La sangre de las promesas consagró al dramaturgo Wajdi Mouawad, en particular la segunda parte, la célebre Incendios (Incendies, 2003), que le ganó la atención de los críticos y el público. Su éxito la ha llevado a ser adaptada al cine por Denis Villeneuve.
La soledad, la memoria, el reencuentro con el pasado, la sed de vida y la traición son los ejes de la escritura del llamado Sófocles moderno y tienen mucho que ver con la forma en que Mouawad creció y con su traumático destierro, que en su obra se ha traducido en la búsqueda de los orígenes para descubrir quién es uno mismo.
“La infancia es un cuchillo plantado en la garganta”: Incendios
El autor nació en 1968 en una comunidad cristiana maronita del Líbano; se exilió en Francia y desembarcó en Quebec en 1983. “Este es el laboratorio en el que me ha metido la vida, el del exilio, la guerra, las lenguas que no son tuyas. El exilio ha sido un lugar de un sufrimiento atroz, pero también paradójico”, declaró en una entrevista. El exilio lo salvó de su crianza pues, si bien fue un niño amado por los suyos, se le educó para odiar a los demás. Para abominar a musulmanes, chiitas, sunitas, drusos, palestinos, judíos, israelíes.
En 1977, cuando él tenía nueve años, el líder izquierdista druso Kamal Youmblatt, defensor de los palestinos, fue asesinado. Mouawad recuerda haber salido a la calle para bailar sobre un cadáver todavía caliente. “No fue hasta los veintitantos años cuando tomé conciencia de lo que aquella celebración significaba. Me pareció una profunda injusticia, de la que encima yo era el verdugo. La voluntad de escribir surge de ese sentimiento”.
Con diez años recién cumplidos, Wajdi pasó de escuchar el ruido de explosivos que caían sobre Beirut a estudiar en una escuela en el suroeste parisense. Ahí se convirtió en un excelente alumno, capitán del equipo de rugby e hijo modelo. Aunque su familia se sentía aliviada por estar lejos del conflicto, “vivíamos un auténtico desgarro, aunque nadie se atreviera a decirlo en voz alta”. Tras seis años, las autoridades francesas decidieron no renovar sus permisos de residencia y entonces llegaron a Canadá. A Mouawad, Quebec le pareció un sitio inmerso “en una paz monstruosa” y fue también el lugar en el que nadie sabía escribir su nombre de pila —él y sus hermanos fueron los únicos en la familia con nombres árabes—. En Montreal, empezó a devorar los clásicos: la Biblia, la Ilíada y la Odisea, pero, aun más importante, descubrió a su admirado Sófocles: “Descubrir la tragedia fue algo revelador. Sófocles no deja de repetir que no hay que ser presuntuoso, porque nadie está a salvo de cometer lo inimaginable”. Así, se preguntó qué habría sido de él si se hubiera quedado en Líbano, interrogante que usó para desarrollar su monólogo Seuls, donde explora el “hubiera”, a partir de un alter ego, Herwan, libanés exiliado en Quebec que prepara una tesis sobre Robert Lepage. Cuando Wajdi llegó a los griegos, descubrió que para ellos la inmortalidad era posible cuando se hacía algo extraordinario por el bien de la polis, pues, de esa manera, la persona sería recordada para siempre. Supo que no quería ser ese individuo a quien los griegos llamaban idiota, es decir, el que no se preocupa de los asuntos públicos y solo piensa en sí mismo. Remontándonos a la célebre frase inscrita en el Templo de Apolo (“Conócete a ti mismo…”), pareciera que el dramaturgo y sus creaciones están inspirados, más que por la determinación a rehuir de la mediocridad del que no se compromete o no se interesa en nada, por la firme voluntad de conocerse y reconocer en sí mismo todo lo que de su pasado venía arrastrando.
“No te cuento una historia, te cuento un dolor caído a mis pies”: Incendios
Mouawad está consciente del horror que retrata su escritura; sin embargo, afirma que no es el horror el tema de su escritura, ni la maldad. Señala que no ha tocado el tema del “mal”, al menos no como Shakespeare o Sarah Kane: “lo que me interesa es la traición del amor. Mi obra habla del momento en que nos damos cuenta de que ese sentimiento sobre el que nos hemos construido no es verdadero”. Este es el punto de partida de los personajes de Mouawad, ¿qué se hace en ese momento?
Para tomar como referente a las obras de La sangre de las promesas, llevadas a escena en la ciudad de México por la Compañía Tapioca Inn y dirigidas por Hugo Arrevillaga, basten las siguientes sinopsis:
En Litoral (Littoral, 1997, estrenada en la ciudad de México en 2006), Wilfrid lleva a cuestas el cadáver de un padre al que apenas conoció, buscando un lugar donde enterrarlo en su país natal; vaga como aquel que no sabe dónde está parado ni a dónde ir.
En Incendios (estrenada en noviembre de 2009, durante la Cuarta Muestra de Artes Escénicas de la ciudad de México), Jeanne y Simon reciben un encargo póstumo de su madre, que se autocondenó al silencio durante sus últimos años: entregar una carta a un padre que creían muerto y otra más a un hermano cuya existencia desconocían. Tras viajar a Líbano, los hermanos logran esclarecer el secreto familiar.
En Bosques (Forêts, 2006, montada en junio de 2012, en el Teatro Benito Juárez), Lobo, una adolescente iracunda, intenta superar el trauma del abandono por su padre, siguiendo el rastro de siete mujeres de su familia, quienes atravesaron un siglo de guerras y masacres para “reunir las piezas de un rompecabezas diseminado”.
Y, finalmente, en Cielos (Ciels, 2009, estrenada en julio de 2012, también en el Benito Juárez), cinco personas en un lugar secreto forman parte de una organización internacional dedicada a espiar conversaciones telefónicas y escudriñar el cielo para evitar un atentado terrorista. Sin embargo, tras el suicidio de uno de ellos, el mundo personal de los demás comienza a derrumbarse: ¿es posible que la belleza y la poesía den a luz a los demonios de su propia destrucción?
La obra de Mouawad parte del resquebrajamiento, del momento en que se descubre que todo lo que se daba por cierto no lo era. También se retrata una cultura y una generación que se considera a salvo de la guerra, pese a vivirla en sus entrañas todos los días. “Hay algo amenazante en un silencio demasiado grande”, dejó escrito Sófocles. Desde luego, y a pesar del mote de Sófocles moderno, las tragedias de Mouawad no son como las del poeta griego. Por supuesto, inducen a la mayoría a una catarsis final, esa que nos impulsa a derramar las lágrimas y ponernos de pie para aplaudir. Pero en sus obras, a diferencia de las del autor de Edipo Rey, nadie acude a un oráculo que lo puede orientar, ni se expone el deus ex machina que resuelve la trama. Si bien el autor libanés-canadiense no reconoce el uso de estos recursos, muchos de sus personajes fungen como oráculos: en la tetralogía podemos encontrar una especie de Tiresias que advierte, predice, aconseja y orienta a los “héroes”. “Lo que me gusta de los griegos, y en especial de Sófocles, es el sentimiento de la revelación. Posiblemente porque es una cuestión que a menudo me planteo: ¿qué no veo en mí?”
En la tetralogía está también el tema de la promesa que se profiere y aún no se ha cumplido. Por supuesto, se manifiestan las razones por las que no se cumple la promesa y las consecuencias que esto trae. Además de este aparente eterno retorno, también queda clara la importancia del viaje: los personajes emprenden un periplo para descubrirse a través del hallazgo de sus orígenes. Lo que no es claro en los “héroes” de Mouawad, tomando como referente a Sófocles, es el error trágico, pues el detonante en común siempre parece ser la traición, una verdad que se descubre como falsedad, pero nunca resulta definitivo el vicio de carácter que los hace accionar durante las circunstancias que se les presentan, ya sea para su sublimación o su destrucción.
Fortuna escénica del Sófocles moderno
El fenómeno de este autor en la escena mexicana es digno de analizarse. Una expresión artística que en nuestro país a menudo adolece de público ha visto, para el caso de los trabajos de Mouawad, resultados sorprendentes: temporadas sucesivas con llenos totales, gente formada desde el mediodía para conseguir boletos, otros que han visto la obra más de tres veces… Quizá el secreto esté en que Mouawad es un “contador de historias” en el sentido más clásico: hay un principio, un punto medio y un final, considerando que buena parte de las obras que encontramos hoy en cartelera están aún ahondando en la exploración de la creación posdramática —Lehmann de por medio—. Esto queda claro cuando, durante el Festival de Avignon en 2009, Mouawad se declaró un escritor entre directores de escena: “Se ha hablado mucho de la forma, de la manera como se trataba y contaba la historia, pero muy poco de la escritura. Es algo extraño para mí porque lo que me interesa más es la escritura, la poesía de la lengua”. En esa emisión, después de doce horas de haber visto Litoral, Incendios y Bosques, el público que había permanecido casi íntegramente en las gradas dio una ovación de pie a los actores.
Todo indica que el público quiere atestiguar el trayecto de aquel que atraviesa obstáculos para encontrar lo que buscaba: en el caso de Mouawad, se trata de la identidad misma y, ya sea que se logre o que se perezca, hay un final claro a esa historia. Con Mouawad no hay finales abiertos, sensaciones indescriptibles e innombrables, sacudidas emocionales o simple confusión mental, como ocurre cuando uno no sabe a bien qué sucedió, o de qué se trataba el experimento estético que se ha presenciado. Mouawad, si bien se distingue por entrelazar varias historias e intrincar la urdimbre, nunca deja lugar a dudas acerca del viaje que han recorrido sus personajes y su aprendizaje.
El autor ha reivindicado el teatro como el único espacio en el que la palabra no ha perdido su valor sagrado; es decir, ahí se da la posibilidad de incendiar al ser humano con preguntas: “El teatro es el espacio de lo vivo frente a lo vivo; donde se reúnen personas de una misma época para compartir experiencias”.
Esta convicción es lo que ha impulsado a Hugo Arrevillaga, el joven director mexicano quien asegura en entrevista que la reacción de la gente ante las obras de Mouawad que ha montado en México lo complacen en tanto que en los espectadores ha despertado sentimientos algunas veces tristes, otros de añoranza; en algunos más se han avivado momentos clave de su vida ocultos en la memoria. Justo ahí radica la gran posibilidad del teatro: la de generar un espacio de convivencia que permita el diálogo verdadero, el compartir sensaciones, sentimientos, aromas y eso que puede suceder entre seres humanos en el “aquí y el ahora”, para manifestarlo en términos teatrales.
Para Arrevillaga, el impacto que el dramaturgo ha tenido en nuestro país radica en que México también vive una guerra, “una guerra velada, si así quiere verse, pero finalmente habitamos un país caótico, un país de unos contra otros”, y es una realidad que, de acuerdo con Arrevillaga, podemos comprender a un nivel mucho más profundo a través de la poesía que habita en las obras de este autor. Mouawad ha declarado: “Nuestra generación lleva escrita en la carne la desilusión y la falta de inocencia. Nadie puede decir que no tiene un abuelo o un familiar que no haya participado en una guerra, matado a nadie o presenciado una matanza”.
En lo particular, me parece que los recursos que hay en la escritura de Mouawad se acercan mucho más al melodrama que a la tragedia, pero, en nuestro tiempo, ¿acaso no habrá que replantear los géneros? Desde luego, basta recordar al padre del melodrama, Eurípides, para reconocer que se puede hacer una gran obra de ese género. Habrá que ver qué ocurre el futuro con Mouawad, este hombre de teatro que también se ha aventurado en la narrativa. Por supuesto, cualquier apuesta que logre atraer público a los teatros, en la manera en que este autor lo ha hecho, merece reconocerse y celebrarse.
*Fotografía: Mouawad (Líbano, 1968)/ESPECIAL