Walter Pater en la mesa de noche

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

Poco de interés encontramos en una vida como la de Walter Pater (1839-1894), uno de los príncipes del esteticismo inglés, al grado de que su principal biógrafo Denis Donoghue (Walter Pater. Lover of Strange Souls, 1995) va de obra en obra, de concepto en concepto, sin sufrir el fastidio de las anécdotas y las pendencias. Dandi y homosexual, Pater preparó el terreno, como expositor del “amor griego”, para el escándalo de Oscar Wilde, en cuya víspera murió.

 

Fue menos imprudente Pater –el último en agradecer su reserva tan privada fue Henry James– que su discípulo perseguido y humillado, quien pasaba por ser el portavoz más vistoso de sus doctrinas y las condimentó con ese genio que al maestro le faltó. Hace tiempo, empero, que Pater dejó de ser solamente una nota al pie de página en las innumerables biografías de Wilde porque el autor de Mario el epicúreo (1885), como crítico, al apostar fervorosamente por el Renacimiento contra la Edad de Media, se libró del amor, megalomaníaco, a menudo ilegible, de John Ruskin por las grandes catedrales. Y mientras Matthew Arnold, obsesionado por el espíritu de controversia propio de la democracia, fue muchas cosas excepto un prosista memorable, las mejores páginas de Pater, que no son pocas, siguen leyéndose con deleite. Es sabido que un fragmento de sus Estudios sobre la historia del renacimiento (1873), el dedicado a la Mona Lisa, de Da Vinci, es recordado en voz alta como un poema en prosa desprendido de la obra de la que forma parte.

 

A quienes admiramos ingenuamente esa página de Pater nos resulta sorprendente saber lo mucho que irritó a T.S. Eliot, quien alertó en contra de esa pieza hechiza como mal ejemplo de crítica impresionista y “creadora”, donde la famosa muchacha tocada con velo de viuda y sonrisa enigmática es mitificada (nunca mejor usado el calificativo) como un vampiro inmortal. Lo cuenta Wellek en su Historia de la crítica.

 

También se burlaron de Pater y de su Señora de las rocas, George Moore y Paul Valéry, cuya Introducción al método de Leonardo Da Vinci tiene poco que ver con lo que anuncia el título, como una manera, arguye Donoghue, de distanciarse, con sorna, de Pater. En su defensa, puede decirse que es difícil escapar indemne a la belleza de su prosa, dueña de un encanto capaz de trascender su tiempo. Ruskin y Arnold son, a justo título anticuados, aunque uno pueda decir que el primero presagió el ecologismo y el segundo, la política cultural. En cambio, la mirada –no casualmente platónica– con la que Pater se coloca ante la obra de arte sigue, en su exigencia egoísta, vigente en todo crítico solitario, aquel quien pretende escapar de escuelas sobrepobladas y consignas ruidosas, y darse a conocer por su intimidad expuesta al deslumbramiento. Lo actual, para Pater, es siempre evanescente y habría suscrito, de conocerla, aquella afirmación del Manifiesto comunista, popularizada a fines del siglo pasado por algunos marxistas, de que la modernidad se manifiesta cuando lo sólido se disuelve en el aire.

 

Pater fue hacia la decadencia del Imperio romano, el nacimiento del cristianismo o esa reacción pagana que fue el Renacimiento en busca de explicaciones sobre su presente. Mario el epicúreo, lo dice Donoghue, está lejos de ser una novela histórica. A Eliot le parecía la peor de las combinaciones: el libro de un profesor universitario haciendo turismo arqueológico por Italia. Quizá. Yo prefiero leerla como una autobiografía vicaria donde, además de diluir desde entonces las fronteras entre el ensayo y la novela, Pater se pregunta por qué el devenir cristiano es una fatalidad aún para quienes aborrecieron a las iglesias, tal cual lo pensó Charles Du Bos.

 

Y como todos los estetas encaramados en la torre de marfil, Pater fue inconsecuente. No hay vidrio tan cincelado ni tan reforzado que nos preserve absolutamente de los ruidos de la calle. El esteta, además, es curioso y por más exquisita que sea su noción de belleza, llegará el día en que la encuentre en una hogaza de pan o en el oficio del zapatero. Por ello, en aparente contradicción con su decadentismo, a Pater lo deslumbraron las novelas populares de Victor Hugo o el apostolado del conde Tolstói.

 

Lo diáfano, para Pater, era la manera de encontrarse, desde una perspectiva encriptadamente homoerótica, con aquellos momentos en que la distancia entre el arte y la vida se esfuman. En las estatuas hermafroditas griegas, en la Mona Lisa, ciertamente, pero también en las madonas de Rafael, en la Beatriz de Dante y más extrañamente –subraya Donoghue– en Charlotte Corday, la asesina de Marat, tal cual la describió Carlyle. Me intriga la razón por la cual, hasta donde sé, Pater, de gusto neoclásico, nada dijo del cuadro de Louis–David pintado a la víctima de la Corday yaciendo en la bañera. En todo caso, la crítica de Pater fue ajena a los sistemas y encontró, mediante la intuición, algunas almas extrañas con las cuales dialogar y por ello, también Pater escribió Imaginary Portraits (1887), tan admirados por W.B. Yeats, Mario Praz o Harold Bloom.

 

Si Arnold creía poder disolver la teología en la poesía, Pater caminó en otra dirección, alejándose de lo romántico para regresar al neoclasicismo. El sentimiento haría del acto estético una nueva vida contemplativa y para ello prefirió servirse de la prosa –aunque su influencia fue decisiva en el poeta Wallace Stevens– que del verso, admirador de Flaubert. Al joven Wilde, a quien nunca estimó gran cosa por hallarlo vulgar, le recomendó las dificultades de la prosa antes que las cuentas métricas y en otro de los rutinarios desencuentros célebres de la historia de la literatura, el buen inglés de Mallarmé y el mejor francés de Pater de nada les sirvió para comunicarse cuando se encontraron en febrero de 1894.

 

Pater creía que lo moderno estaba en el pasado, era una forma de experiencia individual y ahistórica: el anacronismo provocó que mirase la modernidad sin llegar a pisarla. Pero el moderno, a diferencia del antiguo obsesionado con lo absoluto, se contenta con lo relativo, dijo Pater. Por eso no creía en la verdad, sino en el placer otorgado por ciertas combinaciones entre seres y enigmas, capaces de producir formas deletéreas de sentimiento: Pascal y el universo o Mérimée y aquella maldita estatua de Venus.

 

Lo “pateresco” pasó por una detestable afectación para la generación de Pound y Eliot, ansiosos de buscarse ancestros más remotos que sus padres y abuelos, como es natural. En la crítica de Pater, se ha dicho con certeza, no hay nada original. Todo viene de Platón o de la estética idealista alemana. Lo suyo fue, se dice con desdén, el Arte por el Arte, expresión que teniendo algún sentido para el artista, poco o nada le dice al público. Mientras Arnold intentaba democratizar la cultura, Pater considera culto sólo al individuo cuyo apetito estético lo multiplicaba infinitamente.

 

Su obsesión por el estilo, empero, debió volver a Pater, en el siglo XX, más interesante que a otros de sus contemporáneos, indiferentes al lenguaje. Conspiró en contra suya el hecho de que su ideal de epicúreo estuviera al alcance de cualquier mortal. Bastaba con solazarse ante un poema, una estatua, un cuadro o una melodía, para encarnar a alguna de aquellas almas predestinadas con las que soñaba Pater.

 

James, quien sobrevivió a la Bella Época y murió en 1916, cuando conoció a Pater le escribió a su madre que al observar al esteta se decepcionó de que no fuese tan bello su aspecto como su prosa. De haber figurado en una novela jamesiana, supone Donoghue, Pater hubiese sido un personaje menor. Daba Walter Pater, insiste James, una luz apenas suficiente pero indispensable. Como aquella flamita que, prendida por cerrillos, iluminaba la mesa de noche, duraba un largo rato y permitía leer, antaño, en medio de la noche y del silencio. Nada menos.

 

FOTO: Walter Pater fue un ensayista, crítico literario e historiador del arte, y también profesor de Oscar Wilde. / Especial

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