Wes Anderson y la exclusión furibunda

May 12 • destacamos, Miradas, Pantallas, principales • 9321 Views • No hay comentarios en Wes Anderson y la exclusión furibunda

El amor de un niño de 12 años por su perro lo lleva a buscar a su mascota hasta la isla a la que ha sido desterrado. La nueva cinta de Wes Anderson, ubicada en Japón, es la segunda en su filmografía en la que recurre a la animación/

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POR JORGE AYALA BLANCO

En Isla de Perros (Isle of Dogs, EU, 2018), desmesurado opus 9 de culto instantáneo pero sólo segundo en dibujos animados (tras la suave fantasía de El fantástico Sr. Zorro 09) del retrovaguardista texano de 48 años Wes Anderson (Los excéntricos Tenenbaum 01, Un reino bajo la luna 12, El Gran Hotel Budapest 14), sobre un guión suyo supertrabajado junto con Roman Coppola más Jason Schwartzman y Kunichi Kimura, el tierno niño nipón de 12 añitos Atari sufre el obligatorio decomiso gubernamental de su querida mascota canina Spots y desea recuperarla de cualquier manera, por lo que huye del Megasaki que fanatizadamente controla su tío dictador histérico Kobayashi y apenas logra aterrizar de emergencia con su endeble avioneta en la Isla de los Perros, donde han sido recluidos los canes más mimados y pacíficos del mundo, vueltos feroces a fuerza de la hambruna más una inducida gripe epidémica al parecer exclusiva e incurable, ya a punto de ser exterminados todos en masa, pese a que el noble médico Watanabe había conseguido elaborar un prodigioso suero específico antes de ser subliminalmente suicidado, y entonces, una vez en la pestilente isla, el alucinado pequeño Atari va a ser rescatado por las dulces mascotas en deterioro antes privilegiadas Rex, King, Boss y Duke, quienes, encabezadas por el rudo perrote callejero Chief, se acomiden a acompañar al chavito en la búsqueda de su añorado Spots a lo largo de una maléfica travesía geográfica, infestada de jaurías enfrentadas, peligros e inclusive amatorios encuentros caninos, hasta que, merced a la cura metamórfica del indomesticable Chief vuelto lebrel paladín, el niñín Atari consumará su propósito y, tras la victoria del épico movimiento insurreccional Pro-Perro que lidera la ultrafeminista chava occidental de esponjada greña blanca Tracy Walter, nuestro sorprendido sorprendente niño nipón será electo gobernante sustituto de su depuesto tío en la ciudad recién liberada, por encima de las perversas estrategias antiperros del frankensteiniano consejero Mayor-Domo de éste, y la paz canófila reinará de nuevo, más allá de las maldiciones de la exclusión furibunda.

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La exclusión furibunda abarca todos los ámbitos de lo real fílmico y su vía de disfrute de la sátira política a rajatabla, la exclusión de los perros a la distópica isla-basurero como metáfora de cualquier otra exclusión de seres diferentes y a propósito debilitados (incluyendo por supuesto a los mexicanos cual habitantes infectos de un país-basura en épocas de Trump), la exclusión del espectador mismo que nunca entenderá lo que dice el niño héroe protagónico de quien se evita traducir sus vociferaciones en una lengua japonesa particularmente ladrada (aún más que la de los perros que lo rodean y auxilian), la exclusión provocada por las trepidaciones energuménicas de voces reconocibles de los actores-modelo jamás antropomóficos (Bill Murray, Greta Gerwig, Edward Norton, Jeff Goldblum o Yoko Ono) y las digresiones de una trama inasible e indilucidable, pero en primera visión ya delectable.

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La exclusión furibunda se estructura, de la manera más heterodoxa antifeérica y narrativamente autoconsciente posible, mediante un salvaje prólogo expositivo, cuatro partes que equivalen a grandes rapsodias homéricas, un conciliador epílogo coral sumario casi operístico, y tres flashbacks explicativos que hacen girar vertiginosamente el curso de la acción, siempre fluida y etérea, a veces diáfana y a veces misteriosamente enrevesada por superabundante, cual saga de Tolkien: la pura gracia artística en estado de gracia espiritual, gracias a una fotografía de Tristan Oliver que funciona como si se tratara de un film de acción viva, una música elocuentemente sofisticada de Alexandre Desplat trascendiendo los sonidos tradicionales de la flauta shakuhachi y el lívido koto o el ritual retumbo frenético de los tambores monumentales taiko, una edición de Edward Bursch y Ralph Foster casi de a un episodio completo por plano enfático y, por supuesto, la más equilibrada puesta en escena de lo grandilocuente, a base de carismáticos monitos animados en stop motion.

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La exclusión furibunda hurga cuadro por cuadro en todos los terrenos del humor a su alcance, el humor absurdo de forma constante como esa lucha entre jaurías suspendida para evaluar primero el contenido de una bolsa en disputa, el humor feroz de la hermética jaula arrojada al vacío de la ignominia y la virulencia de los perros alfa en las riñas-nube de polvo, el humor anacronizante/apocalíptico derivado de una burla continua a la serie Mad Max como otro signo de blanqueo ominoso en esta alevosa apropiación cultural nipona, el humor cábula de una cacería-descubrimiento-magnificación del perro Spots cual búsqueda del Grial, el humor ácido con sublimes gags de asimilación como esa realidad exterior simulada y resuelta sobre un escenario de teatro kabuki.

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La exclusión furibunda lleva hasta sus últimas consecuencias aquella severa referencia de composición visual que Anderson ha sostenidamente hecho al cine japonés durante toda su carrera, ahora no sólo reduciendo las frontalidades/perfiles/ángulos a 45 grados del octágono de Ozu (opuesto al hexágono del modo de representación institucional del cine clásico de Hollywood) a un severo rectángulo quasi maniático, sólo preocupado por una simetría inconmovible, sino además incorporando ahora el duro régimen de jump-cuts sobre otros del primer Kurosawa y la violenta imaginería irrealista extrema del arrebatado Suzuki, logrando con ello un pictoricismo constante, producto de un abismal sincretismo Oriente-Occidente o Hokusai-primitivos flamencos a veces flamígero.

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Y la exclusión furibunda engendró a fin de cuentas una noble colección-summa de paroxismos plásticos, para ponderar las pruebas aventureras a que era sometido un incipiente héroe legendario, con el subrepticio propósito lúdico de hacerse digno de alcanzar el Poder tras una innombrable pugna por la rama dorada.

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Foto: ESPECIAL. Isla de perros, de Wes Anderson, es la historia de Atari, un niño de doce años que busca recuperar a su perro Spots, desterrado de la ciudad de Megasaki por una epidemia canina. Se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 17 de mayo.

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