100 años de Jorge López Páez
En su obra, el autor no sólo retrató la vida cotidiana de la capital mexicana de mediados de siglo XX, sino que su origen rural le concedió una prosa exquisita al describir entornos campestres
POR ALEJANDRO ARRAS
Se cumplen 100 años del nacimiento de Jorge López Páez (1922). Desde la aparición de su primer libro de cuentos —Los Mástiles, en 1955— hasta morir, dedicó su vida a la palabra escrita con intensidad. Al día de hoy, su vasta obra consta de trece novelas, seis libros de cuentos, una obra de teatro y varias antologías.
López Páez nació en Huatusco, Veracruz. A los trece años se mudó a la Ciudad de México, donde vivió la mayor parte de su vida. En la preparatoria, en su paso por San Ildefonso, fue alumno de Julio Torri, de quien dijo: “Era un profesor torpe, pero tenía pasión por la literatura y eso se comunicaba; lo ponía fácil, como si fuera una cosa común y corriente”. Ya en la universidad, en Mascarones —la antigua Facultad de Filosofía y Letras—, sus compañeros de pasillo fueron Ricardo Garibay, Rubén Bonifaz Nuño y Eduardo Lizalde, pero, curiosamente, López Páez procuró más la amistad con los filósofos del Grupo Hiperión reunidos en el desaparecido Café Chufas: Emilio Uranga, Leopoldo Zea, Jorge Portilla, Luis Villoro y Salvador Reyes Nevares.
Quienes estén interesados en la cotidianidad capitalina de mediados del siglo XX, encontrarán en Jorge López Páez a un curioso testigo. Las palabras “Ciudad de México”, en varias de sus narraciones, alcanzan una dimensión casi de personaje. Como le pasa al sol en la obra de Jesús Gardea o como le sucede al silencio en los poemas de David Huerta. Y —temperamento que se espejea con Manuel Puig o Truman Capote— su interés tiende hacia la vida de las divas, los cocktails, los dramas de la farándula. Personajes que divagan por el Paseo de la Reforma con rumbo al restaurante Ambassadeurs; u oyen el ruidero de la Plaza El Toreo desde un coche; o se estrechan manos al cruzarse por la Avenida Bucareli.
Hay dos dimensiones en la obra de Jorge López Páez, dos ritmos: el campo y la ciudad. El sibaritismo urbano y la primitividad rural. Al narrar la ciudad, sus atmósferas se convierten en una especie de nouvelle vague de lenguaje. Cuando surge el campo, su prosa se torna más íntima, se complejiza. El paisaje se llena de árboles, pájaros, plantas, insectos. Decora con una “poética” que, en cambio, escasea en los espacios urbanos. Se sumerge en sus paisajes naturales, cual botanista, creando así sus mejores escenas. Pienso que, en el fondo, hay una lucha en López Páez: la de abandonar el origen rural para convertirse en algo más sofisticado; sin embargo, al atender ese origen produce sus mejores piezas literarias.
Me consta que los relatos y novelas de López Páez están cifrados, en clave, los personajes con sobrenombres. A veces creo que escribía en particular para sus amigos y que algunos de sus relatos son “chistes locales”. Sabemos que sus ideas provenían, la mayoría de las veces, de fuera. Paraba la oreja y se soltaba a escribir lo que llamara a su estilo de curiosidad. Ojalá un día alguien realice una edición de sus relatos revelando nombres reales, pues así pasaría a otro nivel de interés en el anecdotario de la historia cultural de México. Pondré un par de ejemplos: “Viaje a Zacatecas” es una situación que le sucedió al poeta Alí Chumacero; “El nuevo embajador” es el hijo del olvidadísimo ateneísta Carlos González Peña; “La tarde de Tula” está basado en un accidente criminal que aconteció en la familia Salinas de Gortari; Silenciosa sirena se inspira en la actriz María Douglas; Donde duermen las güilotas son, en esencia, las anécdotas del anticuario Gabriel Ruiz Burgos.
Las novelas de Jorge López Páez que más me gustan son las que miran desde los ojos de los niños. Estilo menormente usado —y el más citado— dentro de su vasta obra: El solitario Atlántico, Mi hermano Carlos y La costa. Muchos están de acuerdo con que El solitario Atlántico es su mejor libro. Publicado en 1958 y merecedor de los aplausos de don José Luis Martínez, Rosario Castellanos, Emmanuel Carballo, Josefina Vicens y Jaime García Terres. Tal entusiasmo compartido me llevó a reeditar esta maravillosa novela en Ediciones Moledro con un reducido tiraje de 300 ejemplares. La descubrí gracias a las recomendaciones del escritor Gabriel Rodríguez Liceaga. Era una novela que sólo se encontraba rascando en librerías de viejo. Un asunto llevó a otro y terminé conociendo al heredero y mejor amigo de López Páez: el diplomático Víctor Balvanera, quien muy generosamente me recibió en su departamento de la calle de Havre. La primera vez que llegué, la conserje del edificio me preguntó a quién buscaba y, tras saber que era un lector de su adorado vecino, sonrió y me llevó al centro del patio. “Mira. Todas esas flores, las macetas de todos los pisos, las sembró él. Sabía mucho de plantas y las cuidaba. Y allá, en el último piso, donde está más tupido de verde, vivió él”. Aquel día, don Víctor mencionó que había un montón de cajas, papeles, manuscritos, libros y periódicos que necesitaban ser ordenados. Se me ocurrió proponerle que yo podía hacerlo. Fue así como comencé a visitar, una vez por semana, el penthouse que perteneció a López Páez.
Durante esa labor, que duró alrededor de dos meses, tuve el privilegio de desempolvar objetos personales y adentrarme en la vida íntima del escritor. Descubrir su curiosísimo diario. Leer cartas de Emilio Uranga y manuscritos inéditos de novelas o relatos. Disfrutar sus conferencias sobre la novela hispanoamericana e inglesa leídas cuando Leopoldo Zea era director de la Facultad de Filosofía. Curiosear ejemplares originales del México en la Cultura, dirigido por Fernando Benítez, en donde colaboraba con frecuencia. Ver fotografías de cuando trabajaba en el Departamento Agrario, de las tertulias con sus adorados alumnos de la UNAM, de sus años con los hiperiones. Y como toda figura lleva a otra, conocer su amistad con Alejandro Rossi, Sara García Iglesias, la familia Margáin, Luisa Josefina Hernández, Salvador y Beatriz Reyes Nevares.
En el mes de julio festejamos la vida y obra de Jorge López Páez en la Librería Bonilla de Coyoacán. José María Espinasa y José Luis Martínez S. recordaron las tertulias en el Salón Palacio. Carmen Boullosa habló de su relectura de El solitario Atlántico. Y al final, tocó el turno de Pavel Granados: “Cuando supe que íbamos a hablar de Jorge López Páez —por sus 100 ños— apunté la fecha, el lugar, la hora. Con el paso de los días en mi mente se me fue haciendo la idea de que iba a verlo. Me fui imaginando que me lo iba a encontrar aquí. Que lo iba a reconocer con su inconfundible sombrero, su bastón, su saco de pana e inmediatamente nos pondríamos a platicar”.
Es verdad. López Páez estaba con nosotros. Sentimos que, de algún modo, ya había cruzado por la puerta. Miraba sonriendo a sus viejos y nuevos amigos, y a todos los lectores que están por descubrirlo.
FOTO: Jorge López Páez fotografiado en Roma, en la década de los 50/ Imágenes: Cortesía de Víctor Balvanera
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