Asesinos

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POR BERNARDO BARRIENTOS DOMÍNGUEZ

 

El animal no es más hombre que el hombre

 

La uña no suelta el gatillo. La garra está firme sin temblores que la agobien. Pasa la zarpa con suavidad por el cabello de la víctima, como quien intenta acariciar a un animal sin asustarlo, pero el hombre motivado por retorcidas fantasías y una sexualidad necrófila no se mueve, está muerto.

 

Nadie parece observarlo aunque anuncia su presencia. El tigre no hace ruido, se mueve a tientas como las sombras entre la oscuridad. Pasa desapercibido frente a todo el mundo, oculto bajo la invisibilidad de lo obvio.

 

La impericia de la policía desmotiva. El informe pericial dictamina que alrededor de las 00.00 horas se encontró el cadáver del asesino serial Theodore Robert, alias “Ted Bundy”. El cuerpo presenta dos impactos de bala en el ventrículo izquierdo. Tras una ardua búsqueda, la unidad de criminalística encontró una pañoleta roja del presunto homicida. Según la declaración de un testigo que circulaba por las inmediaciones, vio pasar a un tigre de nariz azul. El dato queda archivado.

 

*

 

Afuera arranca un coche patrulla con sirenas. Melvin está nervioso: ni Toño ni Cornelio han regresado. ¿Dónde diablos se encuentra Sam?, se pregunta paranoico. Fuma para sosegar su ansiedad. Su respiración es irregular. Dos sensaciones ocupan su cabeza: el peso frío de ser descubierto y la secreta convicción de que va a morir… como todo asesino. El humo escapa de su trompa cuando los sobrinos de Sam irrumpen en la habitación armando un despiporro. Seguido de aquellos, Sam aparece.

―¿A qué le tiras? ―Melvin pregunta con desprecio.

―Pareces cuchillito de palo ―contesta Sam­―, cómo das lata…

―¿Pos dónde andabas?

―Salí a buscar tesoros frutifantásticos con mis sobrinos ―responde un tanto alebrestado―. No puedo quedarme aquí encerrado nomás… Además, esos güeyes aún no regresan.

―Dame tu pistola ―refunfuña el elefante.

―A mí no me chinga Bato ni me fornica Bartolo. Como dueño de mi atole, lo menearé con un palo.

 

Justo acaba de decir aquellas palabras, cuando Toño entra por la ventana, empapado. La lluvia había caído sobre su pelaje como esquirlas. Sus pulmones se inflan y desinflan agitados pero no se siente cansado en lo absoluto, sino al contrario. Lleva inhiesta la cabeza, arrogante el busto. Antes de dar un paso más, los animales se arremolinan en torno del tigre.

― ¿Pos que ha pasado? ―los ojos de Melvin brillan de entusiasmo.

―Pos le di pa’ sus tunas ―Toño responde con aires de fanfarronería.

Los sobrinos de Sam elogian la afirmación del bravucón. Un aire de felicidad merodea la habitación.

―Cuéntanos ―implora Sam.

―Pos al bato ese lo agarré como al tigre de Santa Julia.

― ¿Y quién es ese? ­―uno de los sobrinos pregunta―, es uno de tus primos, ¿no?

―¡Uta! Hasta lo que no comen, les hace daño ―el tigre mira con desdén al tucán y a sus familiares. Los sobrinos se retiran inmediatamente.

―Como les decía ―continua Toño―, el hombre estaba en su vochito, acá en su rollo viendo las mujeres pasar, cuando le caí encima. El bato ese traía un yeso en el brazo y no tuvo tiempo ni de pensar que estaba en peligro…

―¿Y luego?

―No sabía si estaba vivo o en trance de entregar las cuentas. Pasé mi garra por su cabello, pero el hombre ese ya había colgado los tenis.

Tanto Melvin como Sam lo miran apantallados. Los ojos del tigre rezuman seguridad.

 

*

 

Han pasado más de dos horas. Toño y Sam juegan a los naipes. Melvin mira el mundo a través de la ventana. ¿Por qué tardará tanto Cornelio? Las sirenas le afectan como severos disturbios en la cabeza. El movimiento de las manecillas es agobiante. Todo es silencio a excepción de la respiración angustiante del elefante. La ciudad no puede dormir.

 

*

 

 

Mientras tanto, el cuerpo yace impasible junto a los miembros de su clan. Los pulmones de Cornelio están a punto de explotar. Las garras le tiemblan aunque ya no siente angustia ni remordimientos. La luz mercurial resalta las aguas de sus pupilas. Las patas suenan firmes y presurosas sobre el camino. Intenta no pensar pero su mente se llena de visiones estremecedoras que no puede sacarse de la cabeza.

 

El suceso conmociona a la población: el asesino serial Charles Milles Manson, fue hallado sin vida en Beverly Hills esta madrugada. Su cuerpo muestra varios impactos de bala. A su lado también fueron encontrados los cuerpos de sus seguidores. Se carece de pistas y testigos que lleven al esclarecimiento de los hechos.

 

*

 

La antorcha de la razón está a punto de abandonar al elefante cuando alguien llama a la puerta. El tigre deja sus cartas de lado y retira su pistola. El tucán prepara su pico como arma. El ambiente está tan lleno de tensión que podría cortarse con el cuchillo que sostiene Melvin con su trompa. Los corazones laten violentamente. Los segundos se descomponen en asfixiantes bocanadas: los animales se preparan para atacar.

―Soy Cornelio ―dice una voz del otro lado de la puerta.

La cresta roja entra primero. Le sigue el pico amarillo y el plumaje verde. Todos sueltan sus armas a excepción del gallo. Los animales gritan de emoción salvo Cornelio, quien mantiene una expresión totalmente impasible.

―¿Te lo echaste? ―pregunta Sam extendiendo sus cortas alas.

―¿Tú qué crees? Si yo no me hago rosca.

En el departamento se arma un jolgorio. Melvin pega brincos de emoción que sacuden al edificio con intensidad. Toño y el tucán bailan extasiados.

― ¡Ey! ―grita el gallo encabronado―. ¡A ver a un velorio y a divertirse a un fandango!

―Aliviánese mi Cornelio ―Sam responde en son de paz ―. Ya liaron el petate los dos más gandallas…

―¡Tú ni te metas! ¡Aquí nomás mis chicharrones truenan! ―a Cornelio se le nubla el entendimiento, la razón. Siente unas ganas terribles de partirle la cara al tucán.

Melvin se muerde la trompa para no gritarle. Toño tuerce su bigote de extrañeza: se siente lo bastante fuerte para actos de grandeza.

―¡Ora tú!, ¿qué trais? ―pregunta azorado.

―Pos me enferman ―Cornelio se dirige a la ventana, descorre la cortina ―. Afuera nos andan buscando y ustedes puro despapaye.

―Si nomás nos falta chingarnos al Goyo ―interrumpe el tucán―. Relájate carnal.

―¿Chingarnos? Chingarnos suena a manada, CARNAL. Por eso tú jalas en parvadas.

―Tranquilo, güey. Barájamela más despacito, ¿no?

―No vayas a hacer nada estúpido, ¿eh? ―de cualquier cosa se le dejaba venir el coraje a Toño.

―¿De cuándo acá te me pones al tú por tú? ―el gallo es machín y lo reta con la mirada.

―¿Qué me ves? ―el tigre no se hace pa’trás.

―Lo que yo quiera ―en eso, Cornelio se detiene y entorna los ojos. Algo sucede en su interior que lo mira confundido―. ¿Y tu pañoleta?, pregunta al observar por vez primera el cuello desnudo de Toño.

El tigre se convierte en depositario de todas las miradas. El suspenso los atraviesa. Ni siquiera el mismo Toño se reconoce sin su pañoleta roja.

―¿No la dejaste en tu cuarto? ―el elefante pregunta como si su atención estuviera centrada en otra cosa.

―Si serás pendejo ―Cornelio le grita―, ¡Ese güey nunca se la ha quitado!

―¿La olvidaste en la escena del crimen? ―a Sam se le nota la preocupación. Los nervios se descomponen en espacios de tiempo asfixiante.

El tigre no contesta. Permanece callado, parece perderse en la abstracción. Busca comprender lo exterior mirándose a sí mismo.

― ¡Te estoy hablando! ―Cornelio interrumpe el solipsismo de Toño―. ¿Dónde está tu pañoleta?

― ¡No lo sé!, se me ha de haber caído… ―el tigre se siente barrido y regado.

Nadie puede creerle. El tucán ríe debido al nerviosismo.

― ¡Y tú no te rías! ―lo corta el gallo―. No hay nada de qué reírse, maricón.

Los cuatro animales respiran afanosamente: un sinfín de miedos se amontonan en su mente. La noche cubre de horror sus rostros de espanto. Los asesinos se aferran a sus pistolas.

 

 

*

 

Las horas pasan. La luna no parece moverse de su lugar. En el departamento reina la calma que precede a la tormenta. Todos se han sometido a un mutismo exagerado que no puede más que estallar.

― ¿Y si nos agarran? ―el elefante se evade en preocupaciones terrenales.

―Pos ya valió ―dice el gallo.

―Y gacho ―continua el tucán―. Chale, ¿cómo pudiste regarla así? Su rostro es de angustia total.

― ¿No que muy chingón? ―pregunta Cornelio.

―Pos cualquiera puede regar la cajeta ―el tigre se defiende.

―Ni maíz palomas, carnal ―el gallo impone, todo cresta, todo pecho―. Aunque somos del mismo barro, no es lo mismo bacín que jarro.

―Tendríamos que escapar ―Melvin mira hacia la puerta, lucha por controlarse.

―¿Y adónde se supone que iríamos? ―Sam lo observa perplejo.

―Pos podríamos regresar a chambear…

―¡Eso jamás! ¡Primero muerto antes que regresar a la caja! ―los ojos extraviados del gallo infunden harto miedo―. ¡Nadie mueve una pata hasta que yo lo diga!

―¡Ya chole con tus fregaderas! ―Toño lo encara―.Ya me tienen hasta la coronilla.

―Ah, cabrón ―dice el gallo sorprendido; le sostiene la mirada con seguridad― que no te pase como a la perra de tía Cleta, que la primera vez que ladró le rompieron la jeta.

El tigre ríe, se jacta de su valentonería.

―A ver si como roncan, duermen…

―Chicos, chicos ―el elefante dice desde un extremo―, ¿por qué quieren arruinar las cosas con pelearse?

―¡Cállate! ―Cornelio le responde sin dejar de mirar a Toño―. Las cosas ya estaban arruinadas.

 

Con instinto, no se necesitan pruebas que confieran al cuerpo una idea de la situación. Cornelio siente la familiar pulsación que le baja desde la cresta hasta su ala derecha, hasta posarse en su pistola.

―¿Se han vuelto locos? ―el tucán no sabe qué pensar.

―Como me la pinten, brinco y al son que me toquen, bailo ―el tigre tiene el semblante más duro que el cemento―. Te vas a calmar, o ¿qué?

El gallo saca su pistola. Apunta. No se altera. Es un profesional.

―O ¿qué?

Imperceptiblemente el tigre hace lo mismo. No suda ni parpadea. Ninguno de los dos afloja.

― ¡Son un par de pinches locos! ―Sam grita y aletea, presa del pánico.

Se puede mirar el vacío en los ojos del gallo. Es un bloque impenetrable en forma de animal.

―Déjate de pendejadas y a lo que te truje.

―No te temo.

―Por favor Cornelio ­―las palabras de Melvin a duras penas se escuchan por encima de los latidos salvajes―, baja el arma y vamos a sentarnos todos.

―Tú ten fe y todo va a salir de pelos ―el gallo continua apuntando su pistola. Fulmina al tigre con su mirada.

―¡Ya dejen de apuntarse, carajo! ―Sam se lleva las alas al rostro para enjugarse el sudor.

Nadie confía en nadie. La pistola espera el mejor momento. El ambiente está a punto de explotar.

―¿Qué vas a hacer? ―la rígida expresión de Cornelio permanece sin alterarse―. Si jalas el gatillo, te llevo conmigo.

―¿Me estás amenazando? ―espeta Toño con una voz exenta de miedo.

―Agüevo, carnal. Como lo oyes. Es la realidad. Ahora baja el arma.

El elefante se va a desmayar. El tucán mueve sus ojos angustiados de un lado a otro. El tiro está cantado.

―A mí nadie me dice qué hacer.

―No pienso repetírtelo.

El cerebro del tigre funciona con dificultad. El arma es paciente, no obstante, le duele la garra por la fuerza con que sostiene la pistola.

―¡Ya cállate! ―Toño le coloca la pistola en la cara―. ¡Hablas demasiado!

La impasible expresión de Cornelio conserva su forma bajo el flash de la muerte. Por un momento todo pasa demasiado rápido que parece suceder en cámara lenta. Su mente se le nubla como una noche oscura, ventosa.

―Ándele pues, mijo ―del arma sale la bala, un tiro entre las cejas: perfecto―, que dios te acompañe.

*

 

El gemido diatónico de la sirena rompe con el silencio expectante cuando las patrullas llegan por ambos lados de la calle. El cuerpo del tigre Toño yace impasible, tendido boca arriba. El viento mece sus bigotes esparcidos por la amplia extensión de la cara.

Nadie advierte a Cornelio salir por la ventana. El gallo siente el cuerpo agotado, casi no puede moverlo. Cuando todo parece consumirse en el fuego, sólo queda echarse fuego a uno mismo. Su herida lo entrega dulcemente al olvido, sin embargo, Cornelio realiza otra de sus acciones de desaparición: vuela hacia la inmensidad de la noche sabiendo que nunca podrá regresar.

 

*

 

Tres semanas después fue encontrado el cuerpo del asesino serial Gregorio Cárdenas Hernández, alias “El Goyo Cárdenas”, sepultado en su casa. Las averiguaciones mostraron su habitual desinterés. No se recolectaron pistas, ni el azar coordinó los hechos para que hubiera testigos. El dato queda archivado.

 

*Ilustración: Leticia Barradas.

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