Ecuador: hubo cuerpos que fueron carroña
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La desigualdad social que existe en Ecuador hizo que la epidemia se concentrara en los barrios más marginados, donde la realidad les negó la posibilidad de despedir a sus muertos
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POR CRISTINA BURNEO SALAZAR
Escritora. Autora de Acrobacia del cuerpo bilingüe (Almenara Press, 2017); Twitter: @cristinaburneos
Quito. Imágenes como esta dieron la vuelta al mundo. Rendida por el dolor, una mujer espera afuera del hospital. Arrima su cansancio contra un ataúd de cartón colocado de pie en la acera. Escasean los de madera. Estarán por avisarle desde adentro sobre la muerte de su ser querido. No habrá despedida, ni podrá poner su mano sobre la mano que parte. Así fue despojada la ciudad de Guayaquil de sus rituales funerarios al estallar la emergencia sanitaria por covid-19 en marzo de 2020. A febrero de 2021, quince personas mueren infectadas por el virus cada día en esa ciudad.
Guayaquil es un puerto de tres millones y medio de habitantes. La socialidad tiene lugar en la calle y en meses como estos la temperatura llega a 36 grados centígrados. Son factores olvidados por su alcaldía a la hora de contener el contagio. Hay por lo menos cincuenta mil personas que realizan actividades de comercio informal, sin empleo pleno, con ingresos generados por jornada, que deben salir a vender su mercancía para vivir, y su situación habitacional es muy precaria. La migración interna del último siglo, nacida de la bonanza cacaotera y convertida en comercio informal a su caída, se asentó en zonas hoy tugurizadas y en grandes extensiones de la ciudad que conforman el suburbio. Las casas se subdividen, se alquilan por habitación o se levantan en pocas horas sobre terrenos pantanosos sin relleno apropiado. A pesar del desarrollo desigual de la ciudad, se ordenó lo mismo para todo el mundo, sin adecuaciones barriales, aislamientos comunitarios ni garantías de bienes básicos.
La declaración de la emergencia sanitaria hallaba a Guayaquil con un sistema de salud desfinanciado y conviviendo con el dengue, otra enfermedad viral que por sus síntomas empezó a confundirse con covid-19. Hay que imaginar en este cuadro los desvanecimientos súbitos de personas fulminadas por el virus mientras hacían cola en centros de salud desprovistos de personal e insumos; los fallecimientos cubiertos por techos de eternit o zinc, donde el calor aceleraba la descomposición de los cuerpos; la desesperación de tener que sacar los cadáveres a la vereda y darles adioses mínimos. Hubo cuerpos que fueron carroña y otros fueron despedidos en el río.
En abril, la provincia de Guayas acumulaba el 69,3% de casos del país. El 6 de abril, en Guayaquil se enterraba a 502 personas, once veces más de lo normal. Ante el dolor, la exposición al virus y la pobreza desnudada, la alcaldesa Cynthia Viteri respondió con despliegues de elementos policiales y el gobierno militarizó la ciudad. Se optó por reprimir y encerrar a una población que hace su vida en la calle y que vive hacinada. Como en todo el mundo, la orden de confinamiento reveló su inviabilidad en su despliegue: la población hacinada, migrante, sin techo, no podía “quedarse en casa”. El proyecto de datos Ecuacovid demostró en una infografía del 17 de abril que había más de 14.000 fallecidos en exceso sólo en ese mes, mientras el gobierno decía que eran apenas 421, y 193 en Guayas.
En el resto del país, la emergencia afectaba de distintos modos. Miles de personas de Venezuela quedaron varadas en las fronteras sin protección. El Covid-19 fue ocasión para criminalizar más la movilidad humana, al punto de que Nicolás Maduro llamó “bioterroristas” a quienes intentaban volver a su propio país. Hoy, las carreteras de la región están pobladas de caminantes que van en varias direcciones para proteger su vida, ya amenazada. También hubo miles de personas varadas fuera de Ecuador quienes, al cierre de fronteras, no pudieron tomar sus vuelos de vuelta. De forma inaudita, el gobierno nacional prohibió su entrada al tiempo que organizó un caótico ingreso a cuentagotas. Quienes aterrizaban en Ecuador debían aceptar hoteles asignados por el gobierno que costaban hasta cien dólares por noche y eran vigilados por la policía. Fuera de Ecuador, la población ecuatoriana quedó desamparada. En julio, el canciller José Valencia renunció “con la satisfacción del deber cumplido” (esta denuncia puede seguirse en el hashtag #DerechoAVolver).
La corrupción fue otro factor que condenó a muerte a la población ecuatoriana. Hubo irregularidades en la compra de mascarillas y hasta se negoció con bolsas de cadáveres. En julio, fueron despedidas 222 personas del hospital Maldonado Carbo de Guayaquil, entre enfermeras y personal de cuidados intensivos. Hubo personal de salud atendiendo sin bioseguridad en prisiones y hospitales al que despidieron tras meses en primera línea. Al tiempo que se desfinanciaba la salud, se financiaba la seguridad. Este enero, el gobierno nacional compró 8 mil 424 armas a la Policía Nacional para “mantener la paz social”. El criterio es claro: hacer de la seguridad la operación principal del Estado y sustituir con ella la protección a la salud. Así puede usarse el confinamiento, si bien necesario, como una medida de control. El criterio único del Estado es la coacción, lo cual hace imposible sostener el aislamiento a lo largo del tiempo.
El teletrabajo, por su parte, tiene efectos similares a los que vive el mundo entero: la jornada de trabajo, cuidados y descanso es una sola, sin separación de espacios y en horario continuo. Al ser las mujeres quienes sostienen la vida en pandemia con el trabajo no remunerado de cuidados, sus jornadas se vuelven extenuantes. Tanto la violencia machista como la precarización de la vida se agudizaron en la cuarentena, así que miles de mujeres quedaron atrapadas en casa con sus agresores. Sobre el trabajo, Gabriela Montalvo, economista feminista, dice: “el trabajo es para hombres y mujeres como siempre ha sido el trabajo doméstico de ellas, de 24 horas de disponibilidad y desvalorizado.” A pesar de que se generan costos en casa al trabajar –mejor plan de internet, electricidad, compra de dispositivos, uso general de la vivienda– y de que trabajamos todo el tiempo, parece que no trabajáramos. A la vez, la vida precarizada ha llevado a mucha gente a generar trabajos en casa: hacer comida para vender, cuidar gente, confeccionar mascarillas, y esto no entra en ninguna contabilidad, explica Gabriela: “La economía se ha parado, dicen los gobiernos, pero la economía no está parada, nuestra actividad no para, pero nuestro trabajo se desvaloriza hoy aún más, por hacerse en el espacio doméstico.”
En las antípodas de los criterios neoliberales del gobierno, de la feminización del trabajo y del desprecio por la vida, se halla esta reflexión de Ignacio Maglio desde la bioética y los derechos humanos: “La justicia es una medida de salud restaurativa, que permite nivelar capacidades… En estrategias sanitarias de cuarentenas horizontales prolongadas, la justicia restaurativa debe primar en aquellos barrios y comunidades donde el confinamiento es una quimera. La inversión orientada a posibilitar aislamientos en condiciones de dignidad es una estrategia racional de mitigación epidémica.” Afortunadamente, en Ecuador, no sólo existen la corrupción nacional ni gobiernos locales securitistas.
En zonas rurales donde la organización comunitaria se construye al margen del Estado, la respuesta fue muy distinta. Desde el inicio de la emergencia, las organizaciones de mujeres del pueblo Kayambi, por ejemplo, coordinaron con campesinos para producir canastas solidarias, intercambiar productos y abastecer a familias empobrecidas. El comercio agrícola sostuvo a miles de personas y la producción de la Sierra viajó a la Costa desafiando el regionalismo y el racismo, que ya se habían expresado en el levantamiento indígena de octubre de 2019. Los saberes ancestrales obraron como lazo comunitario para fortalecer el sistema inmunológico de poblaciones diezmadas, y si bien no eliminan el virus, sí mitigaron sus efectos. Gracias al trabajo de periodistas que no pararon en la pandemia, supimos que la población de Lloa, parroquia rural del Distrito Metropolitano de Quito, cerró su entrada tras abastecerse, estableció un control de ingreso, hizo aislamiento comunitario y se protegió así del contagio. Experiencias como estas dan cuenta de las posibilidades de autonomía de comunidades organizadas que, además, no esperan nada del Estado.
Colectivos feministas de Quito, como Mujeres de Frente, vieron criminalizada a una de sus compañeras, obligada con sus hijos a comer comida cruda por la policía municipal, porque había salido a pedir ayuda a la calle. Para combatir esa brutalidad, renovaron estrategias de sostenimiento de la vida: organizaron un curso de promotoras de salud y crearon un taller de costura que hoy dota de ingresos a mujeres que no pueden vivir de la venta ambulante. En los barrios se organizaron brigadas para llevar canastas de alimentos a migrantes, personas de la tercera edad y grupos vulnerados. La sociedad civil prendía velas en sus balcones y creaba ritos virtuales de duelo para devolverle a los deudos la dignidad que el gobierno les quitaba aduciendo que no había determinaciones sociales que destruyeron a unos más que a otros.
Aplicaciones como Glovo pusieron al servicio de los sectores medios los cuerpos, las motos y la salud de miles de riders. Bajaron los pagos por carrera, no les procuraron bioseguridad ni regularon los tiempos de entrega para evitar accidentes de tránsito. Las ciudades se veían vacías pero pobladas de motos con logos de apps. Ante la situación de riesgo que corrían grupos migrantes, esas mismas colectividades de riders se organizaron para repartir comida en las calles. La mayoría de personas en reparto son de Venezuela, así que la solidaridad se activó también en ese contexto, al tiempo que participaron del paro global para denunciar a las aplicaciones por explotación laboral. Fueron uno de los colectivos visibles todo el tiempo. Como dice Yuly Ramírez, rider y defensora de los derechos laborales del gremio, este también es un trabajo de primera línea, pero no cuenta con la protección del Estado.
Hoy, en febrero de 2021, el gobierno ecuatoriano da la cifra oficial de 15.394 muertes por covid-19 desde el inicio de esta pandemia, pero hay un exceso de 44.105 muertes que nadie ha explicado. La del Estado, como siempre, es una no-cifra, porque oculta y reduce la gravedad del desastre sanitario, igual que hacen con la no-cifra de feminicidios y desapariciones. Por ahora, no hay un plan de vacunación consistente. La declaración más reciente de Moreno es del 23 de febrero: “Se nos rompió un poco el plan”, al tiempo que, ante su plan “roto”, ha autorizado a municipios y entidades privadas a adquirir vacunas.
El 7 de febrero, tuvieron lugar elecciones presidenciales y legislativas. Los movimientos sociales, sectores del movimiento indígena, feminismos, ecologismos, muestran enorme hartazgo por la vieja división correísmo-anticorreísmo. Ni el proyecto correísta representado por Andrés Arauz ni el proyecto de derechas ya vetusto del banquero Guillermo Lasso han logrado responder con solvencia a la angustia por la salud, la violencia social, la urgencia de despenalizar el aborto, la migración, el empleo ni al saqueo extractivista iniciado por Rafael Correa y continuado por Moreno que ha expoliado a la Amazonía y otras regiones. Ante eso, Yaku Pérez aparecía como una tercera fuerza que generó motivación en sectores progresistas, a pesar de que no representa plenamente al movimiento indígena. El horizonte electoral se ve en estos momentos como el único horizonte posible de construcción política, y esa es una gran parte del problema. No valoramos procesos autónomos como el de Lloa o del pueblo kayambi como una posibilidad real para sostener la vida. A estas alturas, debemos saber que no será el Estado quien lo haga.
Al cierre de este texto, el país se está sobrecogido por la tortura y el asesinato de 79 personas privadas de libertad en tres prisiones de Ecuador, en Guayas, Cotopaxi y Azuay. Ha sido una pugna por poder entre organizaciones criminales. Hubo motosierras, desmembramientos y alarma ante el desgobierno en el país; se cierne allí la sombra del narcoestado que aún nos cuesta ver. Cuando Cristina Rivera Garza hablaba de un Estado sin entrañas al referirse a México, también venía en esa imagen un anuncio de este tiempo sombrío para Ecuador, en donde las luchas sociales resisten contra un Estado que ha producido muerte por desamparo y por su inmensurable grado de corrupción. Esto cambia sin duda el signo del eslogan turístico que usa el gobierno para ocultar el país inviable que aparece ante nuestros ojos: This is Ecuador.
FOTO: Una mujer espera la entrega del cuerpo de un familiar fallecido a las afueras de un hospital en Guayaquil, Ecuador, en abril de 2020. La cantidad de defunciones obligó a los servicios funerarios a improvisar cajas de cartón como ataúdes./José Sánchez / AFP
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