Japón: la normalidad

Feb 27 • Conexiones, destacamos, principales • 5920 Views • No hay comentarios en Japón: la normalidad

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Desde que llegaron las primeras noticias de este virus, el país asiático ordenó medidas que han reducido los contagios en una sociedad que ve con extrañeza el caos de Occidente

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POR AURELIO ASIAIN

Ensayista y poeta. Autor de El espacio de pronto es escenario (Artes de México, 2013); Twitter: @aasiain
Kioto. En enero de 2020, cuando llegaron las primeras noticias y empezamos a ponernos la mascarilla para salir a la calle, vivíamos todavía a la orilla de un bosquecillo entre dos ríos y rodeados de casas deshabitadas. Una, la más grande, con prados ondulantes en torno de un estanque, sólo la visitan los jardineros que la mantienen como cuando murió el artista que la habitó hasta mediados del siglo pasado, pero no está abierta al público. Otra, contigua, se desvencijaba desde hace años, mientras los últimos miembros de una familia que habrá sido fueron extinguiéndose, hasta vaciarla. A otra el último tifón le había volado parte del techo y el inquilino la había abandonado sin repararlo. El fragilísimo anciano que vivía a la entrada de nuestro callejón, y que pasaba sus días limpiándolo de hojarasca, había muerto hace meses.

 

Nos cruzábamos pues con poca gente, y bastaba con andar tres cuadras hacia el este y, después de cruzar el bosquecillo del santuario, luego cuatro cuadras hacia el oeste para llegar a las márgenes de los ríos, donde corre el aire. El barrio es casi una isla y, sin necesidad de encerrarnos, vivíamos más bien aislados. Habíamos dejado casi de recibir amigos en casa, por supuesto, pero nunca nos confinamos. Nunca hubo orden de hacerlo: a lo más que llegó el gobierno japonés, en abril y mayo y con especial energía en Tokio y Osaka, fue a pedirle a la gente que extremara precauciones, moderara las salidas y no viajara entre prefecturas. Pero en donde vivíamos apenas se notaba eso. Los signos eran otros: hacia el final de enero ya escaseaban en las tiendas las mascarillas y el papel sanitario.

 

También empezaron a escasear los visitantes extranjeros, y en las zonas turísticas de la ciudad, que hace años evitamos porque es raro el día en que no estén congestionadas, apenas había un alma. Primero desaparecieron los turistas chinos, casi un tercio de los 31 millones que llegan de todo el mundo cada año, y muy pronto los de otros países. La lista de aquellos a cuyos ciudadanos se les impedía la entrada, que en abril incluía 73, en agosto llegó a 159 y actualmente es absoluta. Pero desde abril el número de extranjeros que ingresan a Japón se redujo en 99%, y así ha seguido hasta hoy.

 

El cambio más notable no ha estado en dejar de recibir y hacer de guía de los amigos que nos visitan, ni en evitar los restaurantes y los bares, ni en poder contemplar los jardines en silencio y sin aglomeraciones, sino en el trato de la gente de la ciudad, que ya no da por sentado que somos turistas ni nos trata como tales: saben que si estamos aquí no es de paso. De manera que, en cierto sentido, el aislamiento del país significó para nosotros, más que una nueva normalidad, cierta normalización.

 

Nos mudamos a un barrio céntrico en mayo, en plena declaración de emergencia. Lo cual ya indica que la declaración no impedía que uno pudiera salir a la calle. Teníamos ya vecinos contiguos, pero no parece que ninguno dejaba de hacer vida normal. Uno de ellos tiene un restaurante a media cuadra, que nunca ha dejado de abrir ni de tener clientes. Tampoco los otros negocios de la calle han cerrado, salvo los hoteles, hostales y casas de huéspedes, que abundan en la zona. Sin turistas extranjeros y con muy pocos nacionales, volvió a ser lo que fue en el pasado: un barrio sosegado de artesanos.

 

Recuerdo dos casos notorios de infección, ya a mediados de julio, porque ocurrieron en el rumbo: uno en una casa de geishas, otro en una oficina de una empresa de mensajería. Como una geisha es vecina del edificio y no hay semana en que no lleguen paquetes de Amazon, no dejaron de inquietarnos. Hubo otros brotes en la ciudad, pero no tan cerca, y todos localizados. Aunque llevamos la mascarilla al salir a la calle y andamos siempre con precaución, nunca hemos sentido que el aire sea amenazante. No hay aquí la sensación de que el virus corra descontroladamente, pese a los comercios cerrados, la ausencia de turistas, las botellas de alcohol que hay en todos lados, la proliferación de cajas automáticas en los supermercados, donde ya el cajero no toca los billetes con que los clientes pagan, los pocos pasajeros en el tren a ciertas horas, las calles desertadas en las noches.

 

No se escuchan, como en otros lugares, sirenas de ambulancias. Nunca hubo, tampoco, orden de confinamiento. No hay día que no salgamos a la calle y si queremos viajar podemos hacerlo. Tampoco hubo, por suerte, el espectáculo de la gente encerrada que salía al balcón a cantar o a recitar o aplaudir con los vecinos: no vivimos ni la sensación del Apocalipsis ni la ilusión épica. Ni, desde luego, la de la naturaleza que volvía por sus fueros. Tampoco, por asombroso que parezca, la gente está ansiosa por vacunarse (según una encuesta reciente, sólo el 18% de los japoneses quieren hacerlo de inmediato).

 

Lo cada vez más anormal, más alarmante, era el mundo que veíamos en las redes sociales. Primero, desde enero de 2020, la desconcertante despreocupación de casi todo el Occidente, pese a las señales. Luego, la subestimación del riesgo. Y después, a partir de marzo, la tragedia, la reacción tardía y el comienzo de las grandes mentiras. Nunca dejará de asombrarme que Fernando Simón haya dicho, el 31 de enero, que España no tendría “más allá de un par de casos” de coronavirus, cuando ya había presagios de pandemia desde dos semanas antes, y que la OMS no haya declarado la pandemia hasta el 10 de marzo.

 

La sordera de Occidente ante los avisos de Asia es uno de los grandes temas por explorar. Sobre todo porque no ha cambiado en nada durante estos meses. Se nota lo mismo en los comentarios de la gente en las redes sociales que en las opiniones de los articulistas o en los reportajes, tejidos de lugares comunes: la tradición confuciana de Asia, la civilidad ejemplar de Japón, la situación insular de Taiwán, el desarrollo tecnológico de Corea, el régimen dictatorial de Vietnam, y otras explicaciones que se dan de los buenos resultados que han tendido estos países en el manejo de la pandemia, merecerían matizarse, ponerse entre comillas, y contrastarse con visiones más complejas. Se nota también en la atención que se presta a las declaraciones de los funcionarios y los especialistas occidentales, mientras se sigue ignorando lo que dicen los de los países de Asia. Se nota también en que las alabanzas continuas al gobierno de Nueva Zelanda por su buen manejo de la pandemia pasan por alto que sus autoridades sanitarias no hicieron sino seguir el ejemplo de los países de Asia.

 

Cuando hace un mes le preguntaron al Dr. Jerome Kim, director del Instituto Internacional de Vacunas, con sede en Seúl, cuánto tiempo tomaría volver a una normalidad sin mascarillas, respondió: “un par de años”, y de inmediato matizó: en países como Corea del Sur o Japón, seguramente a fines de este año ya podremos sentarnos a comer en un restaurante sin preocupaciones, pero en muchos países de Occidente eso tomará mucho más tiempo —y por lo tanto habrá que desarrollar sistemas para vigilar muy bien las fronteras. Ojalá se equivoque, pero todo apunta a que la separación entre Oriente y Occidente, como la separación entre el Norte y el Sur, se hará más grande.

 

Esa es la paradoja más grande de esta pandemia. Después de décadas de hablar incesantemente de globalización, y de que las redes electrónicas de comunicación lo mismo que los medios de transporte no han dejado de extenderse, la visión del mundo sigue siendo aldeana. Seguimos creyendo que Asia está lejos. Unos 10 mil viajeros llegan directamente de China a México cada mes, pero si nos dicen que el virus lo llevaron unos millonarios mexicanos que salieron de vacaciones, lo creemos sin más. Podemos enterarnos por las redes de lo que hace el gobierno de Taiwán, pero preferimos pensar que sólo se puede hacer lo que decide el Dr. López Gatell. Y así nos va.

 

FOTO: Este país nunca hubo prohibición para salir a la calle. El gobierno sólo pidió hacerlo con precaución y con el uso obligatorio de cubrebocas. / Jae C. Hong/ AP

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