La felinología del espíritu

Abr 9 • Reflexiones • 2254 Views • No hay comentarios en La felinología del espíritu

 

Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
De niño quise ser zoólogo especialista en felinos y memoricé los nombres científicos latinos de esa vasta y distinguida familia de mamíferos, cuyas costumbres ansiaba verificar, imaginándome en la riesgosa copa de una acacia, en Kenia, o trepado en un baniano en la India, donde acaso ya está extinta la familia más oriental (Panthera leo persica) de los leones. Esa afición, más taxonómica que aventurera, me guió a distinguir, primero, las familias del pensamiento marxista y, más tarde, las de los escritores. Después de todo, la crítica literaria viene a ser otra de las formas de la taxidermia y el peligro de caer desde el árbol de la ciencia rumbo al suelo de la vida sigue tan presente como en mis ensoñaciones de infancia. Era imposible, desde luego, que yo me soñara entonces leyendo Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida (Sexto Piso, 2021), del filósofo escéptico John Gray, cuya lectura frecuente suele poner en solfa mis ideas liberales.

 

El gato, para Gray, especialista entre otros asuntos en la lucha de victorianos y leninistas por alcanzar la inmortalidad, es algo más que una metáfora de la independencia (o del egoísmo), de la perfección (obra maestra de la Naturaleza no en balde endiosada por los egipcios) o de la doble vida, pues como lo sabe todo espectador de Animal Planet, los llamados gatos domésticos suelen —cuando pueden— llevar una doble vida, recuperando durante la noche sus ancestrales ritos de caza, trifulca, cortejo y reproducción; mientras, durante el día, se divierten jugando con sus autoproclamados amos, porque fue Michel de Montaigne quien se preguntó cuál sería la verdadera mascota, si el gato o nosotros.

 

Más que metáfora, insisto, la de John Nicholas Gray es una sublimación. En el gato encuentra el filósofo británico nacido en Durham, en 1948, un modelo a imitar, ajeno lo mismo al trascendentalismo de las religiones constituidas que a la siempre renovada ansiedad gnóstica del ser humano, quien se cree todopoderoso para dirigir su vida, controlar su salud, asegurando, aun de manera vicaria (o hipotecaria), alguna forma de inmortalidad.

 

La primera desconfianza de Gray al filosofar es poner en duda la presumida o presumible racionalidad humana. Toda su obra (o al menos la más reciente, la traducida por Sexto Piso, a excepción de esta traducción, de Albino Santos Mosquera, que leí en inglés), intenta demostrar —con argumentos muy polémicos que a un Popper le habría gustado rebatir— que la razón no es precisamente la característica, ni la más común ni la más encomiable, del hombre. Y aunque no es un animalista ni pretende hacer razonar a los gatos, dispone su alabanza “como si” el felino razonara su existencia, dejando para otro día el asunto de que, en principio, no lo hace.

 

Entre los filósofos amigos de los gatos está Schopenhauer, quien en El mundo como voluntad y representación (1818), dudó del arquetipo aristotélico de la eternidad de lo animal. Filosóficamente, partiendo de la in/consciencia de los seres no humanos, es tentadora la idea de que el gato, al saltar o correr frente a nuestros ojos, es técnicamente el mismo ejemplar que su ancestro de hace 5 mil años, siendo un ser sin historia, libre de la ponderación de la muerte, esa certeza distintiva de nuestra especie. Pero Schopenhauer, como Gray, usted o yo, sabe que la tentación es equívoca, como suelen serlo tantos arquetipos. Cada gato es distinto en su “personalidad” y los hay con toda clase de humores, caracteres y caprichos; no son iguales todas las razas, así como son muy distintos hembras y machos, cachorros y viejos, etc.

 

Ilustrando esa diversidad, en Filosofía felina, Gray ofrece vidas de gatos a través de sus propietarios: Jack Laurence, corresponsal en Vietnam que rescató a Mèo de la guerra y se hizo acompañar de él a lo largo de su vida nómada de periodista, o los felinos domésticos que convivieron, en presencia y en espíritu, con Patricia Highsmith, el doctor Samuel Johnson, Tanizaki, el ruso Berdiáyev o Colette. No olvida Gray al filósofo enemigo de los gatos por antonomasia (Descartes) ni al neurólogo italiano Mantegazza, quien en la Bella Época inventó una máquina para torturar gatos científicamente y verificar atrocidades.

 

Gray considera que el gato es feliz y no lucha por su felicidad, empeño del cual podría acusarse a los perros, ansiosos animales parásitos del ser humano desde la prehistoria, quienes comparten esa desgracia contemporánea desaprobada, en el hombre, por el autor de Filosofía felina. El gato, según el filósofo, es empático con los filosofares que le son gratos, como el antiguo budismo, el taoísmo o el de Spinoza, ajeno a la trascendencia, cómodo en un tiempo fácil de confundir con la eternidad. Cazadores solitarios —a diferencia de sus parientes los leones—, los gatos operan sin jefes y los machos se desentienden de la crianza. En su movilidad, los gatos, tan apreciados por Montaigne, son en realidad un digno ejemplo del aforismo tan famoso de su adversario Pascal sobre que todos los problemas del ser humano podrían evitarse de no insistir esa creatura en salir de su habitación. Si el mundo felino es ese cuarto, el gato es pascaliano.

 

Simpatizante de Spinoza y de su deísmo que derrama a Dios en el mundo, el ateo Gray va despachando sus ideas filosóficas en su breve tratado, pero siempre acaba sus diversas exposiciones en lo felino. El gato es una imagen de lo que el hombre debía ser, según Spinoza: un ser conforme con su naturaleza, ajeno a las rebeldías gnósticas o románticas, una cosa que se manifiesta al conservarse. Ello no es, advierte Gray, el “estado de naturaleza” de Hobbes, que es una construcción mítica de gran utilidad pero que nunca existió, como esta o aquella Edad de Oro.

 

A diferencia de los simios, los gatos, según Gray, son indiferentes a su propia imagen en el espejo. Difiero. He visto gatos embelesados ante ese espejo, inmóviles porque saben que ese reflejo no es el de otro gato, aunque lleva razón el autor de Filosofía felina al asegurar, según lo muestran los estudios respectivos, que los gatos suelen reconocer su nombre cuando les conviene, pero se reservan el derecho a ignorar el llamado humano, porque practican, sin mácula, el zen.

 

Los gatos pueden ser celosos, como la gatita de Colette, pero difícilmente serían útiles para una historia de amor entre perro y hombre, como la de Mi perra Tulip (1956), de J.R. Ackerley. Los gatos advierten el sufrimiento de sus amigos humanos —todos lo sabemos—, pero cuando su “propietario” muere —en contraste con las conmovedoras muestras de apego canino al amo desaparecido— siguen su vida sin sobresaltarse, de la misma manera en que pueden vivir en varios hogares a la vez.

 

Las diez conclusiones de Gray son ejemplarizantes y van más allá del gato para sugerir una moralidad laica o una ética ecuménica, basada en el rechazo del estrafalario amor romántico, de la búsqueda ambiciosa del dinero, de las tonterías de la política y del escándalo de las noticias. Antes de ellas nos advierte que, contra el existencialismo humano, los gatos pueden sufrir mucho, pero no conocen la tragedia, ni la tragicomedia o el teatro del absurdo; contra el romanticismo humano, son una obra de arte sin proponerse llevar a cabo una vida para arribar a ese estatuto excepcional; contra el posmodernismo imperante en ciertos pensadores del género homo sapiens, los gatos existen en su condición natural, no buscan ningún sentido a su existencia ni han sido “construidos” por cultura alguna.

 

El decálogo es una manía del filósofo. A propósito de los gatos, John Gray ofrece el suyo al concluir, así, su Filosofía felina: 1) Nunca hay que persuadir a un ser humano para que sea razonable; 2) Quien se queja de que no tiene tiempo suficiente expresa no saber cómo pasa el tiempo mismo; 3) El sufrimiento, en sí, no tiene ningún sentido; 4) El amor universal es una quimera peligrosa sólo curable con la indiferencia, de la cual puede brotar la cordialidad; 5) Sólo se encuentra la felicidad cuando se deja de buscarla; 6) La vida no es un cuento y asumirlo implica no escribir un final para ella. Primero hay que desechar el guion y con ello se aleja el ardor por la trascendencia; 7) No hay que temer a la oscuridad pues en ella se ocultan, a veces, los tesoros; 8) Hay que dormir por placer sin creer que se obtiene del reposo un beneficio; 9) El sufrimiento de los otros —el tuyo— alimenta a quienes buscan hacernos felices; 10) Si no puedes vivir como un gato, regresa sin remordimientos al muy humano mundo de la frivolidad.

 

FOTO: La novelista Colette acompañada de sus gatos, fotografiada por Henri Manuel/ Especial

« »