25 años sin Octavio Paz

Abr 15 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 1462 Views • No hay comentarios en 25 años sin Octavio Paz

 

Democracia, más que un concepto, un bien del que nos habló el Premio Nobel de la Paz, quien hasta su muerte, el 19 de abril de 1998, lo defendió, lo llevó al debate de su época sin reservas. En Paz encontramos la advertencia de un presente que se aferra al pretérito

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
El 26 de febrero pasado, en la concentración en defensa de las autoridades electorales independientes agredidas por el régimen, uno de quienes preparaban al público antes de las intervenciones principales, mencionó a Octavio Paz. En un gesto inusual entre nuestra clase política, corta de luces y cuya única lectura son las encuestas, Fernando Belaunzarán, antiguo diputado, mencionó al poeta entre aquellos que trajeron a México el tema (y entonces, como ahora, la urgencia) de la democracia. Así fue: tras el movimiento estudiantil de 1968 y su derrota, lo que había sido un episodio esencialmente democrático, derivó en la radicalización de la izquierda y en la farsa ofrecida por el presidente Luis Echeverría.

 

Los marxistas–leninistas de las más diversas obediencias (y sus compañeros de viaje nacionalistas, nostálgicos de la Revolución mexicana) decretaron clausurado el camino democrático. La represión del 2 de octubre justificó a la guerrilla, aún con su mínimo poder de fuego, y el 2 de octubre, a su vez, dejó claro lo lejos que podía llegar el Partido Revolucionario Institucional (PRI) si veía amenazada su autocracia. Aquella tarde (y su corolario el 10 de junio) fue la penosa coartada necesitada para soñar con imponer en México los modelos de Cuba o de Corea del Norte. Aquella aventura sólo trajo más sangre al país, aplastada sin misericordia por el Estado. A su vez, la llamada “apertura democrática” de Echeverría, fue una operación de cooptación masiva de intelectuales, de ampliación del presupuesto educativo del gobierno y de propaganda “tercermundista” llamada a reponer el guion antimperialista.

 

Todo ofreció Echeverría —incluyendo una nueva matanza, en 1971— menos democracia. Ni separación de los tres poderes del Estado, ni libertad de expresión (el diario Excélsior, en 1976, fue cancelado como la única tribuna independiente), ni libertad de manifestación, ni elecciones libres. Y fue precisamente Octavio Paz el único funcionario público en renunciar a su cargo como protesta por la masacre del 2 de octubre, uno de los primeros que vino a hablarnos de democracia pura y dura, “sin adjetivos”, como la llamaría más tarde Enrique Krauze.

 

La izquierda —a diferencia de la mayoría de quienes marcharon en el 68— nunca terminó por ser genuinamente democrática, y con ese espíritu gobierna actualmente al país. Para ellos, la democracia es un instrumento para destruir la democracia, el más eficaz y el más barato. Quienes confiábamos en su evolución, creyendo que las golondrinas harían el verano, nos equivocamos. Las excepciones son notables, sin duda. Pero Paz tenía razón en temer lo que podía ofrecer, en el poder, nuestra izquierda: la real, forjada en el bolchevismo y en el nacionalismo revolucionario.

 

Alguna vez nos contó Paz que fue en la India —todavía embajador antes de desligarse del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz— donde miró azorado a los llamados “intocables”, no pocos condenados a morir de hambre días después, formados en filas sin fin para ejercer el voto. “¿Qué magia se me había escapado durante tanto tiempo?”, creo recordar que Paz nos comentó. Años después, la India, que tanto le dijo sobre su México, le ofreció esa magia democrática estudiada por Daniel Cosío Villegas en la República Restaurada y recomendada por el viejo liberal como tonificante. Esa misma democracia, tras testificar como el siglo de la Revolución rusa se convirtió en el siglo de los Procesos de Moscú, fue con la que soñó, en la otra acera, el último José Revueltas: una democracia callejera, consejista y antiautoritaria, pero no “la democracia bárbara” a la que estábamos (y hemos vuelto a estarlo) acostumbrados los mexicanos.

 

No sin titubeos, Paz nos habló de democracia. El tema era ajeno a su generación. Postdata (1970), su repaso al movimiento estudiantil de 1968, es el último de sus libros donde la mitificación de los hechos sustituye a la política democrática. Y todavía en 1971 y durante poco tiempo, Paz le concedió a Echeverría, tras el 10 de junio, el beneficio de la duda. Después, desde Plural y en sociedad sobre todo con Gabriel Zaid, comenzó Paz a predicar la democracia política no como la panacea, tampoco como medio alguno para arribar a la felicidad universal, sino como el temperamento del que requería México para, finalmente, madurar como nación. No fue el único en convertirse a la democracia, aunque, viniendo de la izquierda, fue el primero que la quiso no sólo para su país, sino también para Cuba, Vietnam o la antigua Unión Soviética. Junto a Plural y después Vuelta, las revistas de Paz, aparecieron o reverdecieron otras voces democratizadoras. El Partido Acción Nacional (PAN) redobló la marcha de su vieja cruzada electoral y el Partido Comunista Mexicano (PCM) terminó por abandonar la dictadura del proletariado; otros marxistas ligados al nacionalismo y a los sindicatos independientes apostaron también por hacerse del gobierno mediante el voto, y desde el régimen, un político como Jesús Reyes Heroles ordenó la primera reforma electoral, la de 1977.

 

Libros como El ogro filantrópico (1979), de Paz, testificaron, ya entonces, su complejo periplo liberal, sostenido hasta su muerte el 19 de abril de 1998. Hubo episodios polémicos, como el de las elecciones de 1988, cuando no sólo Paz sino la inmensa mayoría de la intelectualidad, le ofreció a Salinas de Gortari la oportunidad de legitimarse desde la presidencia.

 

Tampoco pudo ver Paz las guerras narcas de nuestro siglo, prueba de que aquel régimen ogresco era mucho más débil que lo que dictaba su malévola reputación.

 

Qué bien hizo el exdiputado Belaunzarán en mencionar al poeta, el 26 de febrero de 2023, en el Zócalo, como uno de los padres de nuestra transición democrática, hoy negada por los últimos en acceder al poder gracias a ella.

 

Paz murió en el alba de la verdadera transición, después de que el PRI perdiera en 1997 la mayoría en la Cámara de Diputados y el gobierno de la Ciudad de México. Un cuarto de siglo después, con casi un sexenio de régimen populista, todo aquello que Echeverría encarnaba en 1971 es programa de gobierno: avasallamiento del Poder Legislativo, pretensión de anular la independencia de jueces y magistrados, agravios contra la libertad de expresión no con el cierre de periódicos, sino mediante la propaganda cotidiana del Presidente de la República destinada a amedrentar a la prensa independiente y a los intelectuales críticos; condecoraciones, palmadas en la espalda o la vista gorda, para los autócratas del universo, desde Putin hasta Ortega, pasando por el turiferario de los Castro; repudio del feminismo y destrucción de los refugios para las mujeres golpeadas. En muchos aspectos, el régimen de la 4T es peor que el de Echeverría porque entonces, sin instituciones democráticas, el gasto público del populismo tendía a ser progresivo y estimulaba la salud, la educación superior y la ciencia. Se creaba, todavía, Estado; hoy se le destruye, en nombre de un programa a la vez singular y antiquísimo: eliminar cualquier intermediario entre el Caudillo y su Pueblo.

 

Es mala cosa extrañar a un gran hombre, o, al menos, tiene mala prensa hacerlo. Pareciera expresar impotencia o debilidad en quienes lo sobreviven; manifiesta, parece, flojera mental en aquellos quienes crecimos, al parecer pasivos, alimentándonos en la holganza de un genio generoso, proveedor, regañón. Ello sería cierto en el caso de Paz si no hubiéramos recibido de él, también, las exigencias de su pasión crítica, su voluntad de confrontación beligerante y sin concesiones con las ideas, su horror por la demagogia y por la lengua de madera. En Paz, teníamos, como dijo Claude Roy, las visiones de quien combinaba al poeta Hölderlin con el teórico Tocqueville. Hölderlin o la lumbre en el hogar solitario como punto de partida; Tocqueville o el viajero recorriendo, con escepticismo y con esperanza, el paraje, fértil o agreste, de la democracia.

 

Hay quienes, aún siendo cercanos a Paz, o diciendo serlo, les molestaba lidiar con la aspereza liberal de sus convicciones. Son quienes hubieran preferido llegar a este cuarto de siglo transcurrido desde la muerte de Paz, sólo recitando sus poemas o celebrando su crítica de arte, ajenos al barullo político, recluidos, al fin en una torre de marfil con una ventana abierta hacia una plácida ciudad política, libre, al fin, de los letrados y de sus admoniciones. Consideraban —aquellos amigos irritados— episódicas sus ideas políticas o fenoménicas sus pasiones ideológicas y suspiraban aliviados, una vez muerto Paz y “finalizada” la Historia, en que ya nadie los volvería a molestar pidiéndoles, al menos, su firma para un desplegado. Aquel siglo, como Paz, estaba llamado a fenecer.

 

No los culpo en su desconcierto. El propio Paz, quien sabía que la Historia siempre regresa y lo lamentaba durante sus sueños de reconciliación, habría preferido ser recordado sólo por este o aquel verso de Salamandra o de Árbol adentro, o mirando, con él, un Picasso de Picasso o escuchando al príncipe Gesualdo, pero la realidad quiso otra cosa. Quiso que, en el primer cuarto del siglo XXI, un heredero de los zares y de Stalin, invadiese Ucrania, que la democracia imperial de Estados Unidos, tan admirada por Benito Juárez y su gente —el abuelo Ireneo Paz entre ellos— entrase, merced al populismo de derechas, en las zonas del abismo y que aquellos intelectuales de izquierda con quienes Paz se pasó la vida discutiendo, hayan sido barridos bajo la alfombra, pero no por el terror blanco, sino por los nuevos populistas desnutridos por el marxismo barato.

 

Quisieron los hados que, en México, como parte de esa ola demagógica y antipolítica, desgobierne un aspirante a tirano, respaldado por una mayoría obsecuente de ciudadanos. Está amenazada nuestra democracia, esa que al propio Paz le costó tanto trabajo sintetizar entre las especies del despotismo que le ofrecía la farmacia de su siglo.

 

Que el nombre de Octavio Paz siga escuchándose en nuestras plazas públicas.

 

FOTO: El presidente Carlos Salinas de Gortari, Marie-Jo y Octavio Paz. Crédito de foto: Presidencia de la República

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