El espíritu y la puntuación

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Su interés por los instantes en los que el alma logra liberarse del cuerpo, a través de la angustia o el delirio, encaminó a Solares a desarrollar personajes que transitan entre el ocultismo y la realidad, como en Madero, el otro

 

POR MARTÍN S. HEREDIA*
Si lo comparamos con otros escritores mexicanos del siglo XX, salta a la vista que Ignacio Solares fundó muy pronto su propia rama en el árbol de la novela. Siguiendo los pasos de su maestro Juan José Arreola, que exigía distinguir el lenguaje vivo de las palabras muertas, a Ignacio Solares le interesaba la literatura habitada por el espíritu. Es famoso su encuentro con Arreola: cuando Ignacio le llevó su primer cuento para que lo revisara, escrito sin puntuación alguna, siguiendo la escuela de los primeros surrealistas, el autor de Zapotlán alzó la vista hacia él:

 

—¿Para qué quiere escribir escritura automática?

 

—Para que se manifieste mejor el inconsciente.

 

—El inconsciente se manifiesta mejor cuando uno usa la puntuación adecuada. Toda la literatura da fe de ello, amigo mío —acto seguido, Arreola tomó una pluma y se concentró en marcar cada punto y coma que fue necesaria. A partir de entonces no hay una sola obra de Ignacio Solares en la cual el espíritu no siga las reglas de la correcta puntuación y ortografía.

 

Porque no le fue dado crear su propia puntuación, Solares se esmeró en consolidar su propia estrategia literaria. Convencido como Isaak Dinesen de que hay que trabajar con lo visible, pues ello nos llevará a lo invisible, Ignacio Solares escribió dos decenas de novelas en las cuales la pregunta por lo intangible tiene un lugar privilegiado, pero eso ya lo sabe el lector, que sin duda las ha disfrutado. Si algo ha distinguido la obra de Ignacio Solares a lo largo de los años es que tanto a través de los personajes históricos que desarrolló como mediante aquellos seres ficticios que surgieron de su imaginación, la búsqueda de la identidad no se concentra en las fechas de parto y fallecimiento, sino que se dirige a esos temas poco abordados en la narrativa pero que también constituyen parte esencial de la vida humana, como son los instantes en los que el espíritu parece liberarse del cuerpo, sea a través de la angustia y las dudas, la soledad y la contemplación de la belleza, pero también el delirio alcohólico y la pesadilla, el brote de locura pasajero o el instante en que se entrega el último suspiro.

 

Las novelas de Ignacio Solares ofrecen al lector algo más valioso que los hallazgos literarios, por deslumbrantes que sean. Mientras que la abrumadora mayoría de los narradores contemporáneos cuenta la vida de sus personajes como si esta fuera la única cara de la moneda, cada novela del narrador de Chihuahua mira de frente a la muerte y se pregunta con una curiosidad insobornable si la conciencia prosigue después. Mediante una imaginación alegre y diurna, a través de estructuras narrativas que establecen una conversación con el personaje principal, sus libros nos invitan a encarar una de las preguntas esenciales de la vida. En una plaza de toros o ante una novela, la mayoría se pregunta qué va a suceder en cuanto aparecen los personajes del drama, cuál será la suerte final de los seres que van a enfrentarse, cuál se adentrará en lo invisible. Sin perder de vista dicha expectativa, en las novelas de Ignacio Solares una voz nos pregunta además quiénes somos nosotros, por qué nos reconocemos en semejantes personajes, y si viviremos nuestras vidas de espaldas a la curiosidad por el misterio que sigue. Esto explica quizás la estupenda fortuna que ha acompañado y seguirá acompañando a sus libros.

 

En lo que se refiere a esa mezcla afortunada de puntuación y espíritu, entre todas sus novelas sobresale Madero, el otro, una fuente constante de asombro gracias a los hechos ahí narrados y una clase magistral sobre cómo encontrar nuevas maneras de contar una historia extensa y compleja, sin importar qué tan conocido o popular sea el personaje principal. Se trata de una de las novelas mexicanas más espectaculares desde el punto de vista del tema y de la arquitectura, tan lograda como la mirada surrealista que lanzó Fernando del Paso a la intervención francesa en México; la reinvención del dictador Antonio López de Santa Anna por Enrique Serna, la insólita vida de Guillén Lombardo contada como un thriller por Gonzalo Lizardo; el Benito Juárez terrenal y austero recreado por Eduardo Antonio Parra o la compleja guerra de castas en Chiapas tal como la narró Rosario Castellanos. En Madero, el otro Ignacio Solares exploró uno de los personajes más relevantes en la historia de México y le quitó de encima décadas de petrificación provocadas por el discurso y la cultura oficial.

 

Salvo las excepciones literarias por todos conocidas, en México hemos tenido mala suerte para la creación literaria o discursiva de los héroes patrios. Aunque todos conocemos personas que han hecho grandes sacrificios por el bien común, en especial en estos años de violencia, rara vez se elige a personas provenientes de la sociedad civil para convertirlos en personajes artísticos: la mayoría de las veces se prefiere a truhanes y políticos, quizá porque el sacrificio cotidiano, cuando es trasplantado a la narrativa, no tiene posibilidades comerciales. Del lado del gobierno, cada presidente elige a aquellas figuras históricas que mejor le sirvan para apuntalar su programa de gobierno, y que además resalten sus rasgos más apreciados como estadista —no olvidemos que el presidente José López Portillo, al cual no le eran ajenos los halagos cotidianos de sus allegados, escribió un libro sobre Quetzalcóatl, a fin de que nadie se quedara corto y pudieran compararlo con figuras más perdurables que un simple personaje histórico. Lo hizo Miguel de la Madrid con el Morelos modesto y ahorrador, Carlos Salinas con el caudillo de la tierra, Emiliano Zapata; Vicente Fox con la emprendedora Leona Vicario; Felipe Calderón con Hermenegildo Galeana, el implacable operador militar de Morelos; Enrique Peña Nieto con Vicente Guerrero, y en el caso de la presente administración se eligió a un Juárez en el que se resaltan sus rasgos de outsider de los grupos de poder, a la vez que figura moral y autoridad incuestionable. Así, los personajes históricos han sido empleados incluso para justificar la supuesta renovación moral, la posibilidad de vender ejidos otrora protegidos, la desastrosa guerra contra el narco, pero sobre todo el culto a los presidentes, pero en lo que se refiere a la creación de seres históricos literarios en discursos y libros de texto, los héroes que nos dieron patria, incluso en el momento del grito, rara vez expresan emociones auténticas, actúan de modo revelador o se distinguen por un estilo propio al hablar: son moles de roca sin vida, monumentos silenciosos e incapaces de desplazarse, no digamos seres vivos con ideas fascinantes. No es lo mismo puntualidad patria que puntuación literaria.

 

Y como no siempre es recomendable mencionar por su nombre a a los poderosos de este país y las tropelías que se les atribuyen, hay una categoría de novelas que aluden de modo indirecto a la historia reciente: Martín Luis Guzmán registró cómo se perseguía y ajusticiaba a los primeros disidentes del México post- revolucionario, Juan Rulfo y Elena Garro contaron los estragos de la Revolución y la Guerra Cristera en el mundo rural, Ángeles Mastretta narró los excesos de la clase política más poderosa contra sus propias familias, Héctor Aguilar Camín se atrevió a contar la oscuridad del líder de un sindicato petrolero que recuerda paso a paso el rumbo de Joaquín Hernández Galicia, y más tarde, como Vicente Leñero en su extraordinaria novela Los periodistas, contó los embates que se hicieron desde la Presidencia de México contra la prensa independiente en las últimas décadas del siglo XX. La historia mexicana, si se escribe cuando los poderosos aún viven, hay que buscarla en el juego de alusiones y coincidencias entre los personajes de ficción y los políticos reales de novelas que funcionan como espejos oscuros de la realidad.

 

En tales circunstancias, no es frecuente que un novelista descubra una vía poco transitada por los historiadores y la explore con enorme solvencia literaria. Es lo que hizo Ignacio Solares a partir de Madero, el otro, y pasando por La noche de Ángeles o su obra de teatro El jefe máximo, donde eligió los instantes más reveladores de los próceres, cuando vivían el lado B de sus vidas. En lugar de contar historias desde la cresta conocida de la ola, Ignacio Solares las contaba desde la espuma que se desvanece, la que permite comprender quién fue cada persona en realidad, cuáles de entre ellas tuvieron dudas sobre la impecabilidad de sus actos, cuántas sintieron un aleteo de vida espiritual.

 

Ensayo de la obra El problema es otro. A la izquierda, el actor Juan Allende frente a José Ramón Enríquez; al fondo, Ignacio Solares, dramaturgo y director de la puesta, en 1974, en el Foro Isabelino.  Cortesía Myrna Ortega

 

Madero, el otro es una novela portentosa desde cualquier punto de vista que se le aprecie. Aunque Ignacio Solares tuvo acceso a material privilegiado, que le permitió hacerse una idea más completa del personaje, el interés de esta novela no radica solamente ahí, sino en los afortunados recursos literarios empleados para narrar. Con un lenguaje sencillo, producto de una larga depuración, y un tono cercano y preciso, la novela cuenta los momentos más duros en la vida del hombre que inició uno de los reclamos más justos en la política mexicana, el de la no reelección de un presidente. Las sesiones espiritistas en las que se vio inmerso o la tortura y muerte de su hermano Gustavo son algunos de los momentos más logrados de las novelas históricas en este país.

 

A diferencia de otras novelas igualmente logradas de Solares, como Columbus, que avanza a velocidad de relámpago por una carretera bien definida, o Anónimo, esa esmerada estructura bifronte, en Madero, el otro, la narración gira siete veces en torno al instante en que un asesino dispara el tiro de gracia en contra de Madero, desarrolla el camino singular de traiciones y pasos que lo llevaron hasta ese momento y regresa a ese último latido de nuevo, antes de que el personaje deje de percibir este mundo y se adentre en el misterio que sigue. El resultado es una especie de huracán de siete brazos, que recorre tanto los días más violentos como los más tranquilos y aptos para la vida interior. Por su capacidad de abrir sucesivos paréntesis para ahondar en los distintos secretos del protagonista, la única novela que me viene a la mente es La vida está en otra parte, de Milan Kundera.

 

A Ignacio Solares tuve el honor de entrevistarlo sobre sus novelas en un par de ocasiones, sólo para constatar cuánta importancia le daba a su vida interior: “Hay sueños que dan para mucho y son claves en tu vida. Todo el mundo siempre tiene cuatro o cinco sueños que son altamente significativos”, confesó. La ironía le parecía fundamental, y esta convicción se manifestaba en su actitud, segura de que no hay que tomarse nada demasiado en serio. De los escritores católicos rescataba la literatura de Paul Claudel, Georges Bernanos y Graham Greene, y de los escritores interesados en el espíritu, como él lo llamaba, la escritura de los surrealistas y las novelas de Dostoievski, en especial Los hermanos Karamazov.

 

Desde 2019 la suerte y la amabilidad de Myrna Ortega me permitieron vivir en cierto edificio de Chimalistac, a media cuadra de la casa de Ignacio. No me cupo duda alguna de que vivíamos muy cerca cuando un día Ignacio me llamó a las cinco de la madrugada para preguntarme si yo había pedido un taxi urgente al aeropuerto. Dado que no sólo había pedido un taxi ese día, sino cada semana de los dos meses anteriores, tuve que pedir disculpas a mi vecino y luego correr a explicar en el sitio de taxis que en esa calle vivía un Solares malvado, que viajaba a dar clases a otras ciudades en horarios ofensivos, y no debían confundirlo con Solares el Bueno, que jamás tomaba taxis a esa hora.

 

Solares era un espléndido narrador oral, que guardaba decenas de historias interesantes. Durante la cuarentena obligada por la pandemia de Covid un grupo de amigos le solicitamos primero una y luego numerosas entrevistas colectivas. Muy pronto eso se convirtió en una reunión semanal por Zoom, donde Ignacio Solares contó su iniciación y paso por el espiritismo, las circunstancias rocambolescas en que llegaron a sus manos parte de las memorias de Francisco I. Madero, su llegada a la Ciudad de México para trabajar como periodista junto a Julio Scherer y Octavio Paz, con los predecibles encuentros y desencuentros con ellos y sus respectivos equipos; la historia de su amistad con Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Octavio Paz, Carlos Fuentes, entre otros, y, sobre todo, su gusto por los libros que lo formaron. Mientras estas charlas sucedían, de manera paralela a la estupenda conversación que mantuvo con José Gordón para reunir el material que se convirtió en Novelista de lo invisible, una entrevista magnífica que es al mismo tiempo, un gran libro de memorias, era normal encontrarse con Ignacio Solares por las calles de Chimalistac, en compañía de su esposa Myrna o de una enfermera, pues mientras Ignacio enfrentó la enfermedad que lo llevó a quimioterapia, nunca dejó de luchar por su salud. Como siempre, era un placer saludarlo un instante y confirmar que su admiración por Dostoievsky y André Breton seguía creciendo, puesto que el autor de El sitio y El juramento no dejaba de profundizar en todo lo relacionado con estos escritores. De esos encuentros surgían invitaciones a tomar un café o a comer a su casa, préstamos de libros sobre literatura fantástica y aún más conversaciones, en lo que se refiere a él, siempre desbordantes de entusiasmo por la literatura.

 

La última vez que el novelista Vicente Alfonso y un servidor fuimos a saludarlo hablamos de la estupenda teoría de Michel Leiris, según la cual escribir equivale a practicar la tauromaquia, en la medida en que cada escritor, si no desea realizar un simple baile sin gracia debe invocar un tema mayor que él mismo, como lo haría un torero al citar al toro, de modo que el esfuerzo se incremente de libro a libro, y la única manera de salir airoso sea a través de una técnica cada vez más impecable. Aunque Vicente y un servidor no apreciamos el toreo pero sí el ensayo de Leiris, le preguntamos a Ignacio cuál de todas las corridas que había visto en su vida le había impresionado más y qué le había enseñado desde el punto de vista literario. Ignacio se entusiasmó muchísimo y nos narró una corrida en la cual el torero Paco Camino casi pierde la vida, pues se topó con un animal inteligente y receloso, un toro brutal, que ignoraba al capote y embestía al torero, hasta que este cambió de estrategia, arriesgándolo todo. Ignacio Solares primero nos narró la faena y después nos la mostró en YouTube. Vicente y un servidor no lográbamos distinguir la tensión de la que hablaba Ignacio hasta que él señaló ciertos elementos minúsculos, perceptibles en el largo instante en que el toro y el matador cruzaron la mirada: “Ahí está todo”. Durante esa tarde no dejé de pensar que, entre muchas vías diversas, las novelas comienzan a escribirse cuando uno percibe esos minúsculos instantes cargados de tensión, en los que la vida y la muerte están por decidirse. Creo que esa fue la estrategia que siguió el maestro Ignacio Solares de su primer libro hasta el último, de modo visible en Anónimo y Delirium tremens, al igual que en Madero, el otro, La noche de Ángeles, El sitio o Un sueño de Bernardo Reyes, que narran una vida entera en un instante insólito. Suena sencillo, pero para ser capaz de percibir esos ángulos y encontrar la estructura y la voz adecuada se necesita una sensibilidad y una cultura literaria muy afinada, una generosidad sin límites hacia los personajes y una serie de reglas y restricciones singulares hacia la lengua y la literatura. Así trabaja un escritor habitado por el espíritu o al menos así lo fue Ignacio Solares.

 

*No puede haber dos Solares en el artículo.

 

 

 

FOTO: Becarios y asesores literarios del Centro Mexicano de Escritores. Atrás, de izquierda a derecha, Ignacio Solares, Carlos Olmos y Juan Tovar; abajo, Francisco Monterde, Juan Rulfo y Salvador Elizondo. Crédito de imagen: Cortesía Myrna Ortega

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