Afortunada Resonancia

Ago 26 • destacamos, Miradas, Música • 1381 Views • No hay comentarios en Afortunada Resonancia

 

La crítica de música por el concierto Resonancias: 200 años de Ópera mexicana que se realizó en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, con notas evocatorias al Coro de los Hermanos Zavala, durante las finales nacionales de un entonces glamoroso Festival OTI.

 

POR LÁZARO AZAR
Lo confieso sin el menor reparo: cuando la semana pasada escribí sobre el concierto Resonancias: 200 años de Ópera mexicana al que asistiría en el Teatro de la Ciudad, lo hice pensando que era algo de lo que debía hablar por su valor musicológico, pero, también, curándome en salud: si aquello resultaba un horror, no tendría que abundar en el asunto.

 

Conocía buena parte del programa, pero desconfiaba de cómo podría sonar “todo aquello” y, debo admitirlo, mi regreso post pandémico al Esperanza Iris no pudo ser más grato. Desde antes de entrar daba gusto ver el letrero de “Localidades agotadas” y, al ánimo festivo del público, se sumó el fluido desempeño de la maestra de ceremonias, quien leyó su libreto con una soltura que ya quisiera la señorita Vilchis que mal deletrea los miércoles en las mañaneras. Además, con sus constantes cambios de vestuario, me recordó aquellos tiempos en que aquí se oía participar al Coro de los Hermanos Zavala, durante las finales nacionales de un entonces muy glamoroso y prestigiado Festival OTI.

 

Felizmente, creo que quienes asistimos a esta histórica función coincidimos en lo gratamente sorprendidos que salimos, y con un plus que –con ese donaire caribeño que distingue a los maracuchos- me hizo notar la amiga que venía conmigo: mientras desalojábamos la sala, varias personas tatareaban lo que recién habían escuchado, tal y como ocurría en tiempos de Mozart, Verdi o Rossini. “Ves lo que te digo, eso no pasó con Zorros chinos ni con Las cartas de Frida”, insistía.

 

Y es cierto. Al evocar esa velada para redactar esta reseña no puedo evitar una sonrisa, ya que vuelve a mí la ingenua y pegajosa melodía de la Marcha Tlaxcalteca de la ópera Guatimotzin de Aniceto Ortega, una “de las primeras óperas que buscaban incluir parte de la historia de México en la narrativa dramática, pero también música prehispánica en la narrativa musical.” Prueba de ello es que Ortega incorporó el Xochipitzáhuatl, una danza que se ha preservado hasta nuestros días y que todavía “se suele interpretar en algunas ceremonias de matrimonio de varios estados, como Tlaxcala, Puebla, Morelos, Hidalgo y Veracruz, entre otros”.

 

Impecablemente equilibrado, el programa inició con dicho pasaje instrumental y si algo me inquietaba, era saber que el acompañamiento estaba a cargo de una agrupación amateur, la Orquesta del INJUVE, dirigida por el también muy joven Caesar Hernández. Imposible pasar por alto los “gallos” que se les salieron a lo largo de la función –particularmente a sus alientos-, pero como reconoció apenada mi intrépida amistad, “Ay… hay ocasiones en que así suena la Sinfónica Nacional”, y no se imaginan cuánto nos reímos cuando le respondí “pues vaya que han mejorado”. Fuera de bromas, por mucho que aplauda el entusiasmo de estos jóvenes atrilistas, anhelo volver a escuchar este programa con una orquesta que esté al nivel de la alta factura de este repertorio, del cual fuimos los primeros en volver a escuchar algunas páginas que tenían más de ciento cincuenta años de no tocarse.

 

Es el caso de Eccomi alfine, de la ópera Leonora de Luis Baca. Hijo del primer gobernador de Durango, fue enviado a Paris para estudiar medicina y acabó dedicándose a la música. Tuvo maestros tan notables como Jouvein y Donizetti; a su regreso intentó estrenar su ópera, “lamentablemente, solo pudo estrenar esta aria, que es el único material que sobrevive de Leonora, pues fallecería a la muy joven edad de 29 años”. ¡No saben qué pieza tan demandante y qué airosa salió Ana Rosalía Ramos de sus coloraturas! Particularmente, me sorprendió una sección muy bien lograda, durante la cual los violonchelos responden con un contracanto a la parte de la soprano.

 

Edgar Villalba y Carlos Reynoso le sucedieron con el dueto para tenor y barítono de Catalina de Guisa, de Cenobio Paniagua, considerado el Padre de la Ópera Mexicana; tras ello, Villalba abordó la Serenata de Ildegonda, esa ópera de Melesio Morales cuya escenificación fue financiada por Maximiliano, ante la negativa del dueño del Teatro Imperial de presentar la obra de un mexicano. Lamento que Villalba padeció y nos hizo padecer cuando llegaba a los agudos: sonaba ahogado y capretino.

 

Qué diferencia cuando Reynoso volvió a escena para recrear el aria de Sancho Panza de La Venta Encantada de Miguel Planas, que no se hacía desde su estreno en 1871. Su divertido silabato no le pide nada al célebre Largo al factótum de El barbero de Sevilla rossiniano. Tocó turno a la mezzosoprano Rosa Muñoz, poseedora de un maravilloso timbre oscuro y potente volumen. Cantó O toi, Comtesse qu’on encense! de La leyenda de Rudel, de Ricardo Castro y, casi al final, ¡Álvaro!, de Florencia en el Amazonas, de Daniel Catán.

 

Otra de las exhumaciones fue Los arrullos de la luna, de El Último Sueño, de José F. Vásquez, aria que no se cantaba desde 1961 que fue estrenada en Bellas Artes por Plácido Domingo y Marta Ornelas. Ahora fue cantada por la maestra Muñoz y ante el atinado manejo que este autor hizo de la prosodia, no he dejado de replantearme si Federico Ibarra será nuestro compositor que mejor escribe para la voz en español. Destacado universitario y autor de más títulos inexplicablemente olvidados –no faltan quienes culpan de ello a Carlos Chávez, dada la animadversión que hubo entre ellos- hago votos porque Vásquez obtenga, finalmente, el lugar que su vasta obra merece.

 

Algo que también podríamos decir de Carlos Jiménez Mabarak, a quien tuve el honor de tratar y que, a tres décadas de su muerte, ya poco se programa. De él se incluyó el dueto para tenor y soprano de La Güera, durante el cual se despiden Simón Bolívar y la mítica Güera Rodríguez, “artífice indirecta de nuestra Independencia”.

 

Oficialmente, esta celebración cerraba con De mi amor, el sol hermoso, de Keofar de Felipe Villanueva pero, ante el júbilo del público, el elenco de Ópera: nuestra herencia olvidada bisó con el cuarteto final de Ildegonda, la ópera que abrió la puerta al rescate de nuestra lírica decimonónica gracias a los esfuerzos musicológicos de la Doctora Aurea Maya y del Maestro Fernando Lozano –ambos presentes en la sala-, quien dirigió su reestreno el 24 de noviembre de 1994, con aquella memorable puesta de Luis de Tavira con que fue inaugurado el Teatro de las Artes.

 

A casi treinta años de aquellos primeros intentos por re-sonar este género indisolublemente asociado con nuestra historia, para recuperar una identidad que oscila entre la ramplonería y el bel canto más exquisito, celebro la seriedad con que las nuevas generaciones se han abocado a devolverle el lustre a nuestra memoria sonora.

 

Tenemos un patrimonio cultural del cual estar orgullosos, los primeros pasos están dados y lo que presenciamos este domingo 20 ha sido, sin duda, la aportación más valiosa del sexenio. Sin embargo, falta mucho por hacer. Ojalá y algo intenten en la Ópera de Bellas Artes, que lo tienen todo, ¿y qué han hecho?

 

 

 

FOTO: Resonancias: 200 años de Ópera mexicana concluyó el pasado 20 de agosto en el Teatro de la Ciudad.  Crédito de imagen: Especial

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