Aki Kaurismäki y la prisión íntima
POR JORGE AYALA BLANCO
En Hojas de otoño (Kuolleet lehdet/Fallende Bläter, Finlandia-Alemania, 2023), retornante opus 20 del esclarecido autor total finlandés de culto e iniciador del minimalismo europeo de 66 años Aki Kaurismäki (Sombras del paraíso 86, Ariel 88, La vida de bohemia 92), premio especial del jurado en Cannes 23, el apenas treintón obrero soldador adicto al alcohol Holappa (Jussi Vatanen) acude a regañadientes a un café de karaoke para que su roomie cincuentón Huotari (el derrelicto Janne Hyytiäinen de Luces al atardecer 06) se luzca entonando muy afinado una canción local que apenas impresiona a su rechazante musa instantánea Liisa (Nuppo Koivu), en tanto que él queda prendado por la tímida amiga de aquella, la acomodadora de mercancías en el supermercado Ansa (Alma Pöysti) que delicadamente le corresponde, quedan de verse, van felices al cine, ella le da el número de su celular (pero no su nombre), que el hombre lo pierde, y les resulta imposible volver a verse cuando los dos, en paralelo, son despedidos de sus empleos, ella por apropiarse productos vencidos mientras él por beber en horas de trabajo, y ambas almas solitarias, buscándose, al añorarse mutuamente, empiezan a desbarrancarse por una imparable pendiente de pérdidas de empleo y refugio en pensiones cada vez más lúgubres y miserables, hasta que, a fuerza de apostarse esperanzado durante tardes enteras a las puertas del cine al cual acudieron la primera vez juntos, Holappa vuelve a encontrarse con Ansa, quien lo invita a cenar en su cuartucho, pero al descubrir el alcoholismo de su objeto del deseo, se rebela contra la idea de cargar con un bebedor, como el padre o el hermano que padeció en su determinante infancia traumática, y mejor adopta un perrito callejero a punto de ser sacrificado, circunstancia que hace reflexionar al infeliz varón para alejarse heroicamente de la bebida, pero en plena reconquista flores en mano de Ansa, es atropellado por un tren, por lo que la mujer lo espera en vano esa noche y por fin lo reencuentra en coma en un hospital, visitándolo devotamente para hablarle por veladas enteras, conseguir que se recupere y emparejarse con él, al lado de su perrito bautizado como Chaplin, logrando salir en trío de una prisión íntima.
La prisión íntima lanza y recoge a sus personajes-sombra, no a la sombra del lenguaje, sino en la sombra misma del lenguaje, sombras vívidas que construyen el relato amenazado por la nada, la invisibilidad salvajemente visibilizada de la clase obrera/desempleada y el más escueto o ascético minimalismo expresivo: la sombra de un lenguaje fílmico hecho de planos frontales y miradas vigilantes o encapsuladas/cómplices pero sobre todo de salidas del encuadre por los lados y campos vacíos más cruciales espacios en off (el accidente fatal del héroe sólo se deduce a través de su eco), la sombra de una cinefilia hecha de cineros soñadores y esperas en la entrada del primer cine al fin recompensadas y pósters en tributo descarado a Bresson o Lean (pero los amantes se deleitan y unen gracias a los zombis conmovedores de Los muertos no mueren de Jarmusch 19), y la sombra de un inaugural silencio persistente e insistente que pronto será asaltado por un popurrí en ebullición, con oleadas y ráfagas de canciones populares finlandesas de karaoke (que incluyen hasta la “Serenata” de Schubert), el pegajoso “Mambo italiano” en cover local, tangos argentinos a granel (“Arrabal amargo” entonada a perpetuidad por su propio coautor Gardel), intervenciones de una formidable banda rockera femenina e intervenciones arrasantes de la Sinfonía patética de Chaikovski, para culminar en una alucinada versión finesa de la legendaria e idiosincrática balada francesa “Las hojas muertas” de Prévert-Kosma que funge como confirmación titular, guiño colosal y melancólico envío irresistiblemente duradero.
La prisión íntima se apoya en una reseca fotografía sin atributos de Timo Salminen, ausencias musicales directas (antes del atiborramiento omninsinuador), una edición deslizante de Samu Heikkilä y una estrictamente proletaria y naturalista dirección de arte de Ville Grönroos, para alcanzar entonces con sublime e inspirada sencillez, la complejidad de una copiosa película todoabarcadora pese a sus parcos elementos dramáticos que diríase la suma de todas las anteriores cintas del realizador: la exasperación dostoievskiana en los mataderos de Crimen y castigo 83, la tristeza infinita de La chica de la fábrica de cerillos 89, la heteróclita provocación acústica de Los vaqueros de Leningrado en América 90, el paradójico homenaje multidimensional al cine silente de Juha 98, el infierno de la impavidez subempleada/desempleada de Cambio de vientos 96, la luctuosa amnesia transformista de Un hombre sin pasado 02, la solidaridad espontánea de Le Havre: el puerto de la esperanza 11 y el destino sarcástico de El otro lado de la esperanza 19, más el corrosivo humor gélido del conjunto, en la nueva película testamentaria del genial cineasta demasiado célebre que por enésima vez amenaza con retirarse, ¿habrá otra deriva de esos personajes a la deriva?
La prisión íntima resignifica además una pasión interior/exterior desesperada donde todos los hechos se hallan contextual y simbólicamente referidos a cierta soledad exánime equiparada a un bombardeo radiofónico de noticias sobre la guerra genocida de Ucrania, una soledad explosiva a través de irónicos y amargos no-diálogos lacónicos (“Vas a decir que todos los hombres son unos cerdos, pero los cerdos son inteligentes y comprensivos”// “No sé su nombre de pila, soy su hermana… en la fe”), una soledad tardía de criaturas vertiginosamente rotas y subversivas sin saberlo, una soledad indócil, acuciante e inmisericorde.
Y la prisión íntima culmina con el resurrecto de muletas y la resucitadora del perrito corriente andando dificultosamente hacia el horizonte vagabundo del inefable humanismo al fin recuperado de Tiempos modernos de Charles Chaplin (36).
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