La tragedia de los Nervo

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La sorpresiva muerte de Amado Nervo, el 24 de mayo de 1919, cerró un ciclo de episodios dolorosos en su historia familiar, experiencias que marcaron su obra de una notoria espiritualidad y zozobra que hasta la fecha apela a la sensibilidad de sus lectores

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POR ÁNGEL GILBERTO ADAME 

 

“No es fácil vencer al dolor… por lo demás, el dolor es bueno: ¡Es un gigante enlutado que nos ase con su poderosa mano y que siempre, sin excepción, nos levanta! Cuando nos deja, advertimos que estamos más altos que antes. Ya no vemos lo pequeño.”
Carta de Amado Nervo a Luis Quintanilla, 23 de marzo de 1912.

 

Catalina (I)

 

Amado Nervo, quizá el escritor mexicano más popular de los albores del siglo XX, hizo del sufrimiento uno de los temas centrales de su obra. Su vocación estuvo hondamente marcada por los golpes que le asestó la muerte. Uno de los años cruciales en su agitada vida familiar fue 1875. El 30 de abril, los encabezados de la prensa dieron cuenta del asesinato de Catalina Nervo, media hermana del padre del poeta.

 

Tras la muerte de su primer esposo (un comerciante francés de nombre Auguste Cadène, con quien tuvo dos hijas), Catalina contrajo segundas nupcias con Vicente San Martín, pariente de Antonio López de Santa Anna y destacado coronel que participó en la pacificación de Tepic. Poco antes de la tragedia se habían mudado a la capital, a la calle de Arcos de Belén. Ignacio Martínez, en sus memorias, describió a Catalina como “una joven alta, morena, esbelta como una palmera y muy hermosa.”

 

Desde su arribo a la Ciudad de México sus discusiones se incrementaron: Catalina sospechaba que su marido le era infiel. Corría la madrugada de 29 de abril cuando decidió confrontarlo. La discusión se tornó en riña al momento que San Martín intentó justificarse diciendo que sus ausencias se debían a las tardes de juerga organizadas por su amigo Carlos Alcocer, a lo que Catalina respondió: “Mira, San Martín, yo soy mujer de muy fuertes resoluciones; ya que vale Alcocer más que yo, te prevengo que aunque estoy lejos de mi tierra, hoy mismo me separo de ti; pero no ha de ser como las mujeres sin vergüenza que se contentan con su marido al uno o dos meses; yo lo hago para siempre.”

 

Iracundo, el militar le gritó que no saldría de la casa sino rumbo a la tumba. Catalina le aseguró que prefería la muerte que vivir atada a un hombre como él: tomó una pistola y exigió a San Martín que cumpliera con su palabra. El escándalo despertó al resto de los moradores, entre quienes estaban los padres del coronel, las dos hijas del primer matrimonio de Catalina y el hijo que habían tenido juntos.

 

Luego de un momento de suspenso, San Martín quedó en posesión del arma. “Surcó por mi imaginación intimidar a mi esposa, y dueño ya de la pistola, disparé; por el momento creí que nada había sucedido, pero al ver la sangre de la herida, abrumado de pesar, preparé la pistola para cometer un nuevo crimen suicidándome.”

 

La detonación alertó a los miembros de la familia, quienes pidieron ayuda sólo para constatar que Catalina había fallecido. Ya en presencia del subinspector policial, el uxoricida clamó: “Yo he matado a mi mujer; pero no fue esa mi intención: me doy por preso, lléveme a donde guste.”

 

La prensa hizo un seguimiento minucioso del juicio a San Martín, mismo que inició meses después y paralizó a la sociedad de la época. El periódico El Foro detalló que, desde la primera audiencia, “sobre la mesa del presidente [del jurado] se encuentran como piezas de convicción, la pistola, instrumento del crimen o de la fatalidad, y el vestido que la víctima tenía puesto cuando recibió la muerte. Es una bata de percal amarillo, que aún conserva las huellas del proyectil; pero enteramente limpia, porque fue lavada antes de que se mandara recoger.”

 

Las pequeñas Virginia y Catalina Cadène, de ocho y seis años, aseguraron que vieron a su madre acercarse a la ventana antes de escuchar el disparo. Las pruebas periciales y la autopsia arrojaron que, a diferencia de lo sostenido por el acusado, el tiro no se efectuó a quemarropa y como consecuencia de un forcejeo, puesto que la trayectoria de la bala indicaba que la descarga se había hecho a distancia.

 

El jurado y el juez determinaron lo siguiente: “1.- Es culpable Vicente San Martín del homicidio. 2.- El homicidio se cometió en riña. 3.- El acusado fue el agresor. 4.- Obró con ventaja. 5.- La ventaja fue de tal naturaleza que el acusado no corrió riesgo alguno. 6.- El acusado obró en momentos de obcecación y arrebato. 7.- El acusado ha tenido buenas costumbres.” Con base en este último punto y en las consideraciones absurdas del sistema de impartición de justicia, Nicolás Azcárate, defensor del imputado y una eminencia en materia penal, logró la absolución de su cliente en abril de 1876.

 

Luis Enrique (II)

 

A la muerte de Catalina, la familia Nervo se hizo cargo de sus hijas, Virginia y Catalina, quienes se convirtieron en íntimas de Amado y lo acompañaron en los periodos de zozobra que le tendió la suerte.

 

Consumada la adopción, Amado (1870) pasó de tener seis a ocho hermanos: Virginia (1867), Catalina (1869), Ángela (1873), Juan Francisco (1874), Luis Enrique (1875), Rodolfo Arturo (1876), Elvira (1878) y Concepción (1879).

 

Las peripecias del mayor de los varones comenzaron cuando estaba a punto de cumplir trece años y falleció su padre, lo que lo convirtió en la cabeza de la familia. El inesperado deceso estrechó los vínculos fraternales. De Tepic, los Nervo se mudaron a Michoacán, donde Amado continuó sus estudios y fue testigo de otra defunción, la de su hermano Juan Francisco de dieciséis años, apenas cuatro menos que él. Pese a todo, intentó graduarse de derecho y teología antes de iniciar su trabajo literario y retornar a Tepic, donde se hizo muy cercano a Luis Enrique, a quien quiso instruir en la escritura.

 

Viajaron juntos a Mazatlán, ciudad en la que Amado ejerció como reportero y dio pasos significativos para la difusión de sus poemas. Luis Enrique también se abocó a la poesía y, en el periódico local El Correo de la Tarde, publicó una elegía que tituló A mi padre (En su tumba): “Tus restos, mi única herencia/ Depósito venerable/ Que en esta tumba se encierra/ Aquí es donde vengo ¡oh padre!/ Para que del cielo vengas/ Y este día de recuerdos/ Tú sólo escuches mis quejas!”

 

Amado y Luis Enrique formaron una mancuerna que el mayor describió en Apuntes para un libro que no escribiré nunca: “Yo he visto el rayo verde, que trae ventura/ Lo vimos en una playa mazatleca mi hermano y yo, una tarde de julio.”

 

En 1894 arribaron a la Ciudad de México, se domiciliaron en la Calle de la Perpetua—hoy República de Venezuela—, e invirtieron sus ahorros en dos abarroterías. Ciro B. Ceballos, en Panorama Mexicano, escribió al respecto: “[Amado] compró otra tienda situada enfrente del mercado de La Merced, poniendo al cuidado y despacho de ese segundo comercio, a su hermano Luis Enrique, joven tímido, buen muchacho, buen mozo, e incipiente poeta, alucinado a las vegadas por un misticismo que le hacía desear meterse a fraile y de una sensibilidad werteriana, verdaderamente hiperestésica.”

 

Cuando parecía que los Nervo atravesaban un periodo de prosperidad les aquejó una nueva encrucijada. Mientras Amado había alcanzado cierta notoriedad en los círculos intelectuales de la capital, Luis Enrique se esforzaba por abrirse camino. El 5 de julio de 1896, publicó tres poemas en el semanario El Mundo Ilustrado. El más llamativo de ellos, por el paralelismo que guardaba con las atribuladas emociones de su autor, lleva por nombre Ánimo: “Y si es la vida océano tempestuoso/ En que nunca el mortal halla bonanza,/ El que se entrega al vendaval furioso/ O ese mar atraviesa victorioso/ O pronto fin a su dolor alcanza.”

 

El 12 de septiembre de ese año, en la tienda La Mexicana, la tragedia tocó de nuevo a la puerta de Amado. En el negocio familiar encontraron el cadáver de Luis Enrique. Con sólo veinte años, se había pegado un tiro en la cabeza. Ceballos relató lo sucedido: “El suicidio ocurrió cuando se encontraba el desventurado mancebo tras el mostrador de su abarrotería. De ahí recogió la policía su cuerpo ensangrentado e inerte. La tarde del siguiente día, al obscurecer, sepultamos el cadáver en el panteón de Dolores […]. La aflicción de Amado Nervo era tan grande, tan intensa su nerviosidad, que hubo un momento en que creíamos que, enloquecido de súbito, iba a hacer lo mismo que su hermano, desertando de esta vida.”

 

Amado enterró con su hermano una parte de sí mismo. Luis Enrique ocupó un espacio en su memoria que ninguna alegría le hizo olvidar. En su libro Los Balcones todavía persistía la última imagen feliz del hermano menor: “Luis ve desde su balcón lo que se ve desde el Palacio Real. Tiene este visual privilegio, del cual se ufana, porque mirar es para él la vida: mirarlo todo y, sobre todo, la Naturaleza.”

 

Ana Cecilia (III)

 

Ana Cecilia Luisa Dailliez Largillier nació el 19 de abril de 1881 en París. Sus padres fueron François Célestin Dailliez y Elise Adeline Victorine Largillier. Poco se sabe de su biografía, salvo que antes de conocer a Nervo vivía con su hermana y una hija de nombre Margarita Elisa Dailliez —nacida el 7 de septiembre de 1900 y de quien se desconoce cualquier información paterna.
Nervo aludió a la primera vez que se encontraron cuándo él fungía como corresponsal de prensa en Europa: “La noche en París en que la conocí, el 31 de agosto de 1901. Yo iba en busca de una muchacha del Barrio Latino, con quien me permitía matar el tiempo, que por aquel entonces, y a raíz de grandes contrariedades, no tenía para mí más que tedio. La muchacha no acudió a la cita y, en cambio, la mano misteriosa que teje los destinos nos puso a Ana y a mí frente a frente.”

 

El 15 de marzo de 1902, Nervo regresó a México e incursionó en la docencia por intermediación de Justo Sierra. Según la cronología de Gustavo Jiménez, Ana Cecilia viajó para encontrarse con él en 1904. A mediados de julio del año siguiente, después de que el poeta formalizara su ingreso por oposición al Servicio Exterior, partieron rumbo a Europa, donde había sido nombrado “segundo secretario de la legación mexicana en España y Portugal” y donde recogieron a Margarita.

 

Se instalaron en el segundo piso izquierdo del número 15 de la calle Bailén. Un censo de 1910 ubica en ese domicilio a cinco personas, lo curioso es que —además de Nervo y dos empleadas domésticas— ninguna de ellas responde al nombre de Ana o de Margarita, sino a los de “Elisa Larguilluie” y “Cecilia Dailliez Larguilluie”. Estas variaciones en la identidad no fueron accidentales, de hecho, los amantes mantuvieron en secreto su vida común durante mucho tiempo. Así lo explicó Nervo: “Como aquel nuestro cariño intenso no estaba sancionado por ninguna ley; como ningún sacerdote nos había recitado maquinalmente, uniendo nuestras manos, algunas frases latinas; como ningún juez civil nos había gangueado algunos artículos del Código, no teníamos el derecho de amarnos a la luz del día, y nos habíamos amado en la penumbra de un siglo y de una intimidad tales, que casi nadie en el mundo sabía nuestro secreto. Aparentemente yo vivía solo, y muy raro debió ser el amigo cuya perspicacia adivinara, al visitarme, que allí, a dos pasos de él, latía por mí, por mí solo, el corazón más noble, más desinteresado y más afectuoso de la tierra.”

 

Parecía que la sucesión de desdichas había concluido en la vida de Nervo, pero a finales de 1911 Ana Cecilia tuvo un mal presagio: “Esta tarde —me dijo— al volver a casa, se me ocurrió que de pronto debía indicarte una cosa. Si me muero, en el tercer cajón de mi cómoda, en una caja circular, está la llave de mi ‘secretáire’, en el cual se hallan mis papeles. No sé por qué se me ocurrió esto […], si se lo dijere a Amado. Al poco tiempo, Ana Cecilia enfermó de tifoidea y falleció el 7 de enero de 1912. Su agonía consta en La amada inmóvil, obra póstuma de Nervo: “Más de diez años de un amor confiado, lleno de abandonos. Más de diez años de esa cosa deliciosa y divina que se llama el cariño, y que resume todas las cordialidades, todas las intimidades, todas las seguridades de la vida.”

 

Ana Cecilia fue enterrada en el Sacramental de San Lorenzo, en Madrid. Margarita quedó al cuidado de Nervo, quien al temer que las autoridades francesas la arrebataran de su lado, logró que lo designaran tutor. Aunque su compromiso mutó en apasionamiento no correspondido, se hizo cargo de ella hasta su deceso y la incluyó en su testamento.

 

Amado (IV)

 

La noticia de la muerte de Nervo, ocurrida en Montevideo el 24 de mayo de 1919, conmocionó al país y a la prensa internacional. Se dijo que, en su agonía, estrechó contra su pecho un crucifijo que siempre llevaba consigo y que era obsequio de Catalina, su hermana adoptiva, quien se había convertido en monja de la Visitación de Madrid.

 

Entonces, Amado fungía como ministro plenipotenciario en Argentina y Uruguay. Su cadáver fue embalsamado y enviado a México “para que la patria recoja en su regazo al hijo predilecto.”

 

El traslado de sus restos fue auspiciado por el gobierno uruguayo, que los envió a bordo de un barco de guerra acompañados por una comisión de intelectuales. Entretanto, en Buenos Aires se acordó erigir un monumento en memoria del escritor.

 

Al término de un periplo de casi seis meses, la caja funeraria arribó al puerto de Veracruz el 11 de noviembre. Según la crónica, el féretro se puso en marcha hacia Orizaba, donde hizo una escala de tres horas y ofrecieron una comida para los marinos que lo habían escoltado. Concluido el convite la comitiva partió con rumbo a Apizaco. Ahí permaneció hasta la madrugada mientras se le rendían los honores organizados por los gobiernos de Puebla y Tlaxcala. A las ocho de la mañana del día siguiente una multitud presenció la llegada del ataúd a la Ciudad de México por la estación de Buenavista, luego de la declaración de luto nacional. El Universal reportó: “Esta muestra de respeto y de dolor con que fue recibido el cadáver de Amado Nervo era la que esperábamos, tratándose del público de la capital, cuyo corazón el poeta supo conmover hondamente. Por esto quizá, la recepción muda pero significativa que se hizo a los despojos de Nervo […], nos pareció la que estaba más en armonía con el deber nacional hacia el hijo más preclaro que ha producido la patria en estos últimos tiempos.”

 

En el patio principal de la Secretaría de Relaciones Exteriores se dispuso una capilla para llevar a cabo la velación. En el trayecto de la terminal del ferrocarril a la dependencia, entonces ubicada en Avenida Juárez, el féretro fue resguardado por elementos del ejército y miembros de los distintos cuerpos diplomáticos. Todas las aceras estuvieron atestadas de deudos y los balcones de las calles se llenaron de flores.

 

Los primeros en acceder al velatorio fueron los familiares de Amado, quienes permanecieron dentro poco más de una hora. Ahí comparecieron Ángela Nervo de Padilla, Concha, Elvira y Margarita Nervo, Rafael Padilla Nervo, Guillermo Padilla Nervo, Luis G. Padilla Nervo, Perfecto Méndez Padilla, Ignacio G. Ocampo y José Carriedo, entre otros. Concluido ese lapso, iniciaron las guardias de honor encabezadas por los altos mandos del gobierno y la prensa. A las afueras del recinto, un desfile militar se dirigía a la plaza de la Constitución.

 

El 14 de noviembre se llevó a cabo la inhumación de los restos en la Rotonda de las Personas Ilustres. El cortejo partió de las oficinas de la cancillería al Panteón de Dolores y estuvo integrado, entre otros, por alumnos de Escuela de Aplicación de Caballería, el presidente Venustiano Carranza y los miembros de su gabinete, además de los políticos, militares y catedráticos de mayor jerarquía.

 

Los periódicos refirieron que alrededor de doscientas mil personas se congregaron al funeral. En el acto tomaron la palabra Ezequiel A. Chávez, a nombre de la Universidad, Hilario Medina, jefe de la Cancillería Mexicana, el abogado Alejandro Quijano, Enrique González Martínez, Palma Guillén, por la Escuela Normal para Maestras de México y su similar de Montevideo, y Vicente Lombardo Toledano en representación del profesorado universitario.

 

El poeta Miguel Othón Robledo compuso unos versos que fueron sentidos y declamados durante el duelo: “Fuiste claro trasunto de las cosas del cielo;/ en tus libros, cantaste los misterios del vuelo,/ de la flor, del plumaje, de la luz, del cristal;/ en ti estaba el secreto del arcano Fecundo,/ y nostálgico de algo, te alejaste del mundo/ cual se aleja el aroma del florido rosal.”

 

FOTO: Amado Nervo con su hermana Elvira Nervo y Margarita Elisa Dailliez (circa 1917). / Archivo El Universal

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