Situación de Amado Nervo, otra vez
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Después de la muerte del “fraile de los suspiros”, como llamó Rubén Darío a Amado Nervo, su obra recibió la atención de aquellos críticos que han buscado explicar la posteridad del poeta, opacado por las vanguardias, en el diálogo constante de la espiritualidad romántica
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Hay poetas de inspiración religiosa a los cuales esa Providencia a las que se fían les tiende trampas mortales, como si su Dios atendiese a sus ruegos más íntimos, aun los más pecaminosos. Uno de ellos fue Amado Nervo (1870-1919), para quien la muerte de su amada Cécile Louise Dailliez Largillier, víctima de la fiebre tifoidea, en 1912, resultó ser la consecuencia, natural, lógica y fatal que la poesía del vate nayarita necesitaba para consumarse y, a la vez, consumirse.
A diferencia de otras musas, a Ana podemos mirarla de reojo. Antes del fallecimiento en Madrid de la enigmática parisina, con la cual no pudo o no quiso casarse, Nervo la hizo fotografiar. El celo de Gustavo Jiménez Aguirre, el actual curador de una edición de sus Obras que ha de ser la definitiva, nos permite mirar quince fotografías, desvanecidas por maña o por impericia, en su residencia matritense de Bailén 15 (segundo piso izquierda)1. El libro póstumo (La amada inmóvil, 1920) que le dedicó, me hizo ruborizarme por razones algo distintas a las del ya abundante linaje de exégetas nervianos.
Más que sentirme invasor de la intimidad destrozada del poeta viudo, quien además prologó en prosa y con lujo de detalles la agonía de Ana o Anita, es la suya una “agonía romántica” que hubiera dejado muy satisfecho al anticuario Mario Praz, pero a mí me parece –el episodio entero– de una impudicia rayana en la obscenidad. No soy el primero en mirarlo de esta manera, porque el glorioso Nervo, permitiéndose titular Serenidad (1914) al más predecible de sus libros, se llamaba así mismo “el poeta de la sinceridad”, despojándose, antes que Enrique González Martínez le torciese el cuello al famoso cisne, del “engañoso plumaje” simbolista. Escribir poesía sin retórica, “ser sincero” para entendernos mejor, es otra forma de la retórica, como dijo Luis Leal2. Yo iría más lejos: si es cierto que el romanticismo mexicano es nuestro modernismo –lo cual es discutible– esa historia empieza con el teatral suicidio de Manuel Acuña el 6 de diciembre de 1873 y culmina, tras la muerte de “la amada inmóvil”, el 7 de enero de 1912, fallecimiento que el indudablemente contristado Nervo, convirtió en una obra maestra del artificio decadentista que hubiese complacido a Oscar Wilde.
Hablar mal de Amado Nervo es tan anticuado como Amado Nervo. Tiene “duende”, diría Federico García Lorca, quien seguramente se lo leyó completo. Es un Lázaro resurrecto que camina entre nosotros y cuando se cae lo levantamos, dijo Antonio Alatorre. Gómez de la Serna exaltó El arquero divino, por preferir a Poe contra Whitman, aunque me parece que RAMÓN se equivocó de libro.3 Y nuestro poeta goza de un certificado de inmortalidad platónica garantizado por Borges, quien dijo, nada menos, que “cada generación necesita palabras nuevas, pero felizmente Amado Nervo buscó las palabras que no envejecen, sobre todo en sus últimos libros, las palabras sencillas, las palabras que no parecen imágenes de las cosas, sino que forman, ya Platón lo sospechó, otro universo”4.
Alfonso Reyes recopiló la primera edición de las Obras completas de Nervo5 y escribió Tránsito de Amado Nervo (1914-1929), tratando de honrar al amigo generoso sin detenerse en una obra que, como dijera José Emilio Pacheco en su Antología del modernismo (1970), quedó anclada en la idea de que como “todo está dicho: hay que repetirlo todo”.6
Una de las características de la poesía mexicana es su incomodidad ante el parricidio. Siempre hay más tradición que ruptura para desesperación de los vanguardistas y alivio de los crepusculares, como nos bautizó Pedro Henríquez Ureña. Los Contemporáneos se atrevieron, en la Antología de la poesía mexicana que firmó Jorge Cuesta en 1928, a expulsar a Manuel Gutiérrez Nájera, pero no al más conspicuo de sus discípulos, a quien ya el docto antimodernista Victoriano Salado Álvarez despachaba por “cursi”7, metiendo en problemas a un Xavier Villaurrutia (con todo y el vaso de agua de Gorostiza, la influencia nerviana en los Contemporáneos es profusa), a quien incomodaba lo que desde entonces es “la situación de Amado Nervo” en el canon.
A saber: no es Nervo, desde luego, tan importante como lo sigue considerando, aun en el siglo XXI, una fracción invisible y nada despreciable –aunque en extinción– de lectores incultos para quienes la poesía, asociada a la declamación, es lo que escribía el sensible Nervo. Pero han fracasado todos los intentos por bajar al poeta del iconostasio, mientras que su prosa narrativa es unánimemente exaltada por ser precursora, mediante la teosofía, de la Ciencia Ficción, siendo Nervo, además, uno de los pocos casos de un narrador que habiendo triunfado como tal, abandonó la prosa por el verso, cuando lo usual es lo contrario. José Ricardo Chaves, en El castillo de lo inconsciente (2000), lo tiene como numen de la literatura fantástica en español, considerándolo –con razón– menos gnóstico que ocultista y más espírita o místico cristiano. En todo caso, quien lea El bachiller (1895), crónica de una emasculación que causó escándalo por haberse cometido para erradicar definitivamente el pecado, lo tendrá entre nuestros prefreudianos.8
Y de los críticos contemporáneos sólo José Joaquín Blanco (Crónica de la poesía mexicana, 1979), Luis Miguel Aguilar (La democracia de los muertos, 1988) y Luis Ignacio Helguera (Antología del poema en prosa en México, 1993), se han negado a ejercer la condescendencia. Juan Domingo Argüelles, finalmente, recordando el ruego de Alí Chumacero por su paisano nayarita y la explicación de su defunción dada por Gabriel Zaid (a Nervo y a González Martínez los habría matado la invención de su propia melancolía), apunta que hasta el propio Octavio Paz, en 1991, ofreció su contrición, desdiciéndose de su severidad antinerviana manifestada en el medio siglo.9
El meridiano de la “Situación de Amado Nervo”, está en la reseña de ese título escrita por José Luis Martínez en Letras de México y nunca recogida en libro 10. Martínez se enfrenta a un mal libro, la dizque biografía de Bernardo Ortiz de Montellano (Figura, amor y muerte de Amado Nervo, 1943) donde se nos ofrecen las noticias esenciales del personaje: primeros estudios en Michoacán, fracaso como seminarista, llegada a la Revista Azul de la mano de Gutiérrez Nájera, viaje a París enviado por El Imparcial, periódico al cual abandona allá para hacerse corresponsal de la Revista Moderna (que llegó a codirigir con Jesús Valenzuela). Vive como roomie de Rubén Darío, bautizado como “el fraile de los suspiros” por el nicaragüense y se echa unos tragos con el apestado Wilde, junto a Guillermo Valencia, Jean Moréas y Catulle Mendès11. Ocurre el encuentro amoroso con la señora o señorita Dailliez en 1901, quien ya tenía una hija de otra relación, dato que después tendrá su importancia. Recala como diplomático en Madrid a partir de 1905, cuando ya es creciente su gloria internacional. Ortiz de Montellano transcribe casi completo el prólogo de Nervo a La amada inmóvil, pero le resta importancia a su tino crítico ejemplar: el haber salvado para siempre la vilipendiada reputación de Sor Juana Inés de la Cruz con Juana de Asbaje (1910).
Ortiz de Montellano, retratista, destaca la coherencia entre “su figura física de místico perfil nazareno” y la religiosidad de Nervo, quien prefería esconderse, ya en París, en la catedral de Notre-Dame cuando se hartaba de los templos dedicados al hada verde, el ajenjo, según contó Darío. Y de este “par de primitivos”, bárbaros en Asia, sólo Nervo –dirá Enrique Díez-Canedo–, encontrará, llegando a la Villa y Corte desde París, un ambiente reposado más propio para su espíritu, convaleciente, según su biógrafo, de “espiritismo y teosofía”.12
En cuanto a la poética, Ortiz de Montellano subraya que el misticismo de Nervo evadió “la oscuridad de la expresión” propia de místicos como San Juan de la Cruz, Blake, Rilke y Rimbaud, prefiriendo “hacerla fácil” con la Biblia, el hinduismo y la Ciencia, para después comparar las “plegarias” de La amada inmóvil con los “Miércoles de ceniza” de T. S. Eliot, y escribir otros despropósitos, como atribuir la serenidad del nazareno de Tepic a la doble herencia de Séneca y Cuauhtémoc.13
Tras contar su propia culpa ante Nervo (tal parece que todos hemos de cargar alguna), cuando recuerda que fue el inefable Chumacero quien le regaló su primer Nervo, el joven Martínez pone sobre la mesa cuatro cuestiones sobre la “situación” nerviana: el tono, la autenticidad, la popularidad y el secreto de ésta última. Para Martínez, como en 1970, con mayor claridad, para Pacheco, Nervo viene a ser un discípulo de Lev Tolstói (“según es el idioma debe ser el lector”, dijo Ortiz de Montellano), preocupado en hacer discernible su poesía, cuyo “secreto” sería la sencillez franciscana desplegada en voz baja y tono confidente, accesible para todos sus lectores, en lo cual, según leemos en Figura, amor y muerte de Amado Nervo, el vate nayarita se habría adelantado al popularismo de los años treinta. Sí, de los Contemporáneos, el más sensible al tono popular y “auténtico” del arte predicado por el nacionalismo revolucionario fue Ortiz de Montellano (aunque su propia poesía fuese descaradamente onírica), pero sospecho que Martínez, buen conocedor del Romancero gitano, no confundiría el trabajado popularismo de García Lorca con la sencillez de Nervo, que para Pacheco, “al simplificarse, su obra se hace más popular” y “en un proceso tolstoiano trata de llegar a la nitidez, a la literatura invisible”.14
No creo que Nervo haya sido tolstoiano adrede y su “pueblo” no lo componían los mujiks a quienes el admirable aunque hipócrita y libidinoso conde ruso, alfabetizaba en Yásnaia Poliana.
Su gente era otra, los lectores indigentes, aquellos que acudían a Santo Domingo, a dictar, analfabetos, sus cartas de amor a los escribanos. Si llegó a esa provincia de lectores, se debió a un homicidio, al asesinato de Dios perpetrado por Nietzsche y… por Nervo,quien en Poemas (1901), confesaba: “Y ella dice, envolviendo en el escándalo/ de sus vastas pupilas mi alma entera:/ –Dios ha muerto… hace mucho… le matamos Nietzsche y yo, en el azur y en las consciencias./ Ven, levanta tus ojos al vacío:/ ¿qué ves?/ La Vía Láctea, sementera/ de soles…/ –No, por cierto: es Su cadáver,/ ¡el cadáver de Dios en las esferas!”15
El poema, de título “Implacable” descubre el azoro del modernista ante “la hembra del estiércol”, el polo contrario a quien será “la amada inmóvil” en 1912, quien prostituida se le presenta comenzando el siglo como embajadora del escepticismo, legataria “de todas las oscuras teogonías,/ de todas las marañas esotéricas,/ de todos los programas positivos,/ que derrumban altares y desdeñan/ la hipótesis de Dios”…16 Pero ante la muerte de Anita, en La amada inmóvil, no sólo rechaza el consuelo cristiano, sino se burla de los “Metafisiqueos” (Kant o Schopenhauer o Nietzsche) y le manda decir a un amigo que si tiene noticias de Dios se las haga saber: “Bendita seas, porque me hiciste/ amar la Muerte, que antes temía”.17
Nervo, a diferencia de Manuel José Othón, un conservador, de José Juan Tablada, un reaccionario, o de Salvador Díaz Mirón, un barbaján disfrazado de romántico, fue, llamémoslo así, un progresista, por ello, su búsqueda “positiva” en el sano “ateísmo” de las religiones del Indostán cautivó al más emprendedor (y en este caso discreto) de sus discípulos, José Vasconcelos, el educador. Tampoco hay contradicción grave entre la Revolución mexicana (o el discurso que la inventarió después de 1917) y Nervo. La guerra de 1910 y los poemas nervianos corren paralelos, contra lo intuido por Ortiz de Montellano, ante el cortejo marítimo, digno de Verdi, que trajo al poeta desde Montevideo, donde falleció el 24 de mayo de 1919, a Veracruz: “¿Pues no es inusitado que se rindan honores a un poeta misionero del silencio en aquellos días llenos aún del clamor revolucionario?”18 No, no creo que sea inusitado: como lo prueba Ramón López Velarde, el discípulo más certero de Nervo, los revolucionados necesitaban consuelo en el silencio y en el amor. Cronista de la Gran Guerra y aliadófilo, en cuanto vio prolongarse la matanza, el poeta del oído perfecto tornó en pacifista.
No estaba mal encaminado Salado Álvarez cuando culpaba a los modernistas de ser discípulos perversos de Gabino Barreda y su positivismo. Traían el veneno de la incredulidad, el que mató a Acuña, y toda la obra nerviana fue un debate sin tregua, entre la religión y la ciencia, como lo prueban no sólo sus cuentos antecesores de la Ciencia Ficción, sino las innumerables crónicas y ensayos periodísticos informando a su público de toda clase de adelantos científicos, sobre todo los referentes a la medicina (el combate con la muerte), la astronomía (la lectura correcta del cielo estrellado en busca de un sentido para la vida sin Dios) y la posibilidad de los viajes a Marte. Nunca dejó de ser cristiano, pero su espiritismo –que pasaba por una forma de averiguación científica– lo expuso a la duda sistemática, como puede verse, poema tras poema, en Serenidad (“creo en Dios y en el noble sulfato de quinina,/ y a veces creo en Dios…, ¡pero no en el sulfato!”19) o en El estanque de los lotos (1919), donde Jesucristo es presentado, muy en términos deístas, como otro numen que surge del alma del creyente.
En La amada inmóvil y en su “sincero” prólogo, no vemos a un descreído, a quien la muerte del ser amado regresa a la fe, sino a un incrédulo devastado y furioso que rechaza la eficacia de la plegaria. Dios si acaso, lo ha castigado, pero no le ofrece bálsamo alguno. No busca la resignación cristiana, sino una suerte de acedia estoica. Nervo no se confía a Dios. Diviniza, a lo Novalis, a la amada: “Hoy, es ella la divina barquera en quien me fío;/ con ella nada temo; con ella nada ansío./ En su gran barca d’ébano, llena de majestad,/ me embarcaré tranquilo para la eternidad”20.
Eso escribe en junio de 1913 pero el tiempo pasa y la hija huérfana que Ana le había confiado, Margarita Elisa Dailliez (1900-1970), se convierte, gracias a la lectura entre líneas de El arquero divino (1922), en una muchacha que rechaza los asedios de un padrastro quien en calidad de viejo verde cree, con Thomas Hardy, que el alma de la amada ha transmigrado en su hija. Aunque Nervo detestaba a los críticos angustiados por las influencias21, fue lector de Annie Besant y de Madame Blavatsky, de Los grandes iniciados, pero sobre todo le tenía fervor al hoy olvidado poeta belga de lengua francesa Maurice Maeterlinck (1862-1949), Premio Nobel en 1911, más por su obra de divulgación espiritual que por su teatro simbolista.
Maeterlinck, cronista de la vida de los insectos y de las flores, es quien más aparece en los epígrafes de Nervo (titulados por él “Pensamientos afines” y donde sólo una vez salta, por ejemplo, Rimbaud). Le enseñó Materlinck, en libros como El tesoro de los humildes (1896), La muerte (traducida al español por Efrén Rebolledo y Rafael Cabrera) y La sabiduría y el destino (1898), la compatibilidad entre la espiritualidad y el materialismo, la vida activa de los muertos en nuestro espíritu, así como la inutilidad de la plegaria que sólo sirve para ponernos en disposición de atisbar lo desconocido y le presentó a la mujer, finalmente, como el único instrumento eficaz para comunicarse con Dios. Ecuménico y ecléctico, Maeterlinck, combinó a Spinoza con Comte: los dioses le dan orden y sentido a la materia. Preso en la Bella Época, han fracasado los intentos de sus sicofantes en asociar a Maeterlinck con Rimbaud o Kafka22, de la misma manera en que Nervo es un extraño tipo de moderno, a quien el futurismo y las vanguardias le parecen un “canibalismo adolescente”.23 En ese sentido, lo más que se puede decir de él, es que, como Mallarmé, “el mexicano se propuso reducir la cualidad poética al mínimo, o sea, al ritmo”24.
¿Situación de Amado Nervo? Posteridad ganada a pulso contra propios y extraños. Como antiguo modernista, en un bolsillo trajo, con la muerte de Ana, el plan cumplido de la Providencia gracias a esa soberbia imitación del arte por la naturaleza que fue La amada inmóvil. Y como contemporáneo nuestro, traía a Sor Juana Inés de la Cruz, la peor de todas al fin reconciliada, en el otro bolsillo, porque entendió la semejanza entre la fronda antigongorina y el horror al modernismo. El mundo está bien hecho porque es invisible.
Notas:
1. Gustavo Jiménez Aguirre, “Estudios. ‘Un camino que anda’” en Amado Nervo, Obras, I. Poesía reunida, UNAM/Conaculta, México, 2010, pp. 82–84.
2. Luis Leal, “Situación de Amado Nervo” en Revista Iberoamericana, Universidad de Pittsburgh, Vol. XXXVI, Núm.72, julio–septiembre de 1970, p. 488.
3. Ramón Gómez de la Serna, Obras completas XIX. Retratos y biografías, IV, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Madrid, 2002, p. 821. En efecto, Gustavo Jiménez Aguirre me confirma que se trata de una marginalia de Nervo aparecida en “Apuntes e ideas. Pensando” (Nervo, Obras completas, II. Prosas–Poesías, edición de Francisco González Guerrero y Alfonso Méndez Plancarte, Aguilar, Madrid, 1955, p. 949.) Allí debió leerla RAMÓN.
4. Jorge Luis Borges, “Palabras sobre Amado Nervo” en Proceso, México, núm. 1190, 22 de agosto de 1999, p. 65.
5. A esa primera edición de Reyes en Biblioteca Nueva de Madrid y dispuesta en 27 tomos, siguió el par de tomos de Aguilar hechos por Alfonso Méndez Plancarte y Francisco González Guerrero en 1955 y está en curso de publicación la de la UNAM.
6. José Emilio Pacheco, Antología del modernismo, II, UNAM, México, 1970, p. 5.
7. Victoriano Salado Álvarez, Antología de crítica literaria, I, edición de Porfirio Martínez Peñalosa, Jus, México, 1969, p. 35.
8. Amado Nervo, “El bachiller”, en Prosa y verso, edición de Ernesto Mejía Sánchez, Patria, México, 1984, pp. 83–107.
9. Juan Domingo Argüelles, “Elevación y caída de Amado Nervo” en Amado Nervo, El libro que la vida no me dejó escribir. Una antología general, de G. Jiménez Aguire, UNAM/FLM/FCE, México, 2006, pp. 523–541.
10. José Luis Martínez, “Situación de Amado Nervo” en Letras de México, Año VII, Vol. I, núm. 11, 15 de noviembre de 1943, pp. 1, 2 y 10 [Revistas Literarias Mexicanas Modernas, FCE, México, 1985]
11. Bernardo Ortiz de Montellano, Figura, amor y muerte de Amado Nervo, Xóchitl, México, 1943, p. 50 [Vidas mexicanas no. 10]. Bien anotado, el ensayo se encuentra también en Ortiz de Montellano, Obras en prosa, edición de María de Lourdes Franco Bagnouls, UNAM, México, 1988, pp. 431–537.
12. Ortiz de Montellano, Figura, amor y muerte de Amado Nervo, op.cit., p. 80.
13. Ibid., pp. 92–93.
14. Pacheco, Antología del modernismo, II, op.cit, p. 4.
15. Nervo, Obras. Poesía, I., op.cit., p. 294.
16. Ibid., p. 292.
17. Nervo, Obras. Poesía, II., op.cit., pp. 802 y 857.
18. Ortiz de Montellano, Figura, amor y muerte de Amado Nervo, op.cit., p. 162.
19. Nervo, Obras, Poesía, I, op, cit., p. 559.
20. Ibid., p. 873.
21. Nervo, Obras completas, I, Prosas, edición de F. González Guerrero y A. Méndez Plancarte, Aguilar, Madrid, 1955, p. 24.
22. Michel Arouimi, Maeterlinck ou Naître par la mort, Orizons, París, 2017.
23. Eliff Lara Astorga, “Estudios. El vuelo del ángel caído”, en Nervo, Obras. Poesía, I, op.cit., p. 92.
24. Ibid., p. 111.
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