Beethoven, nuestro amado inmortal…
Reseña del ciclo dedicado al compositor alemán en la ciudad de Monterrey; velada que el público gozó por la ejecución
POR LÁZARO AZAR
De todos los compositores “clásicos” del canon occidental, Beethoven es, y por mucho, el más apreciado por los melómanos mexicanos. En su Testimonio, Alfredo Bablot, periodista, músico y primer director del Conservatorio Nacional de Música que hoy está cayéndose a pedazos, consigna que, en 1849, Tomás León “ya ejecutaba sonatas de Beethoven”, pero lo hacía en privado, ante un reducido número de amigos que se asombraban de su capacidad pianística. Pocos años más tarde, tras estudiar medicina y música como alumno de asignación libre en el Conservatorio de París, Aniceto Ortega regresa a México y realiza las primeras audiciones de las Sinfonías beethovenianas, arregladas para dos pianos, en mancuerna con León.
Gracias a la Reseña histórica del teatro en México: 1538-1911 de Enrique Olavarría y Ferrari, nos enteramos que fue en ocasión del centenario de Beethoven que se organizó un par de conciertos en los cuales se tocaron por primera vez con orquesta algunas partituras suyas, a saber: el 29 de diciembre de 1870, Luis G. Morán fue el solista a quien Félix Sauvinet dirigió el Concierto para violín, Op. 61, antes de cederle la batuta a Melesio Morales, quien estuvo al frente de los 90 músicos que, esa noche, tocaron la Segunda Sinfonía, Op. 36. Semanas después, el 18 de enero de 1871, ambos directores volvieron al podio y, compartiendo programa con obras de Handel, Haydn y Mozart, Sauvinet presentó la Obertura Fidelio, Op. 72b y Morales, la Quinta Sinfonía, Op. 67.
Guillermo Orta Velázquez, fundador de la Orquesta Sinfónica del Instituto Politécnico Nacional publicó en 1977 un breve ensayo titulado La música de Beethoven en México, donde informa que “en 1890, el pianista francés Eugene D’Albert dejó inolvidable recuerdo con la ejecución de la Sonata Appassionata; en 1892 el pianista español Alberto Jonás, en un programa histórico, ejecutó Claro de luna y la Patética, y a partir de entonces, los concertistas extranjeros que visitaban nuestro país incluían, invariablemente, alguna obra de Beethoven, y fueron grandes y numerosos: Hoffmann, Paderewsky, Lhévinne…”.
Fue hasta principios de la década de 1930 que se tocarían por primera vez las 32 Sonatas para piano de Beethoven en México, y esto ocurrió en Mérida, con la singularidad de que fueron confiadas a distintos alumnos de la Academia del maestro José Rubio Milán, notable intérprete y pedagogo que viajara a Lisboa para perfeccionarse bajo la tutela de un distinguido alumno de Liszt, Von Bülow y Scharwenka: José Vianna da Motta. Poco después, en 1936, las alumnas de la Academia Beethoven del maestro Daniel Zambrano replicarían tal proeza en Monterrey. No sería hasta 1938 que, en el Palacio de Bellas Artes, serían escuchadas en manos de un solo intérprete: Claudio Arrau. De entonces a la fecha, los libros consignan que Hans Richter-Hasser, Edison Quintana y Manuel de la Flor han abordado airosamente el ciclo. Personalmente, se lo escuché a István Nadas, Christian Leotta (en la Sala Neza en 2004 y en 2008, en Guadalajara) y Rudolf Buchbinder, durante la 42 edición del Cervantino.
Dos ciclos más fueron anunciados para las conmemoraciones del 2020 que la pandemia trastocó: uno en Guadalajara, a cargo de Llŷr Williams, que el Festival de Mayo acabó transmitiendo por streaming desde el Reino Unido y repondrá presencialmente en su próxima edición y, gracias a los buenos oficios de Rodrigo González Barragán y ConArte, otra más, en Monterrey, con Stephan Möller, que formaba parte de su tour 32×32, durante el cual este ganador del Premio Beethoven de Viena en 1985 tocaría el “Nuevo Testamento Pianístico” (Von Bülow dixit) en 32 ciudades alrededor del mundo.
Finalmente, este ciclo se realizó en cuatro maratónicas sesiones realizadas del 7 al 10 de septiembre, en el Teatro de la Ciudad de la capital neoleonesa. Con las sonatas dispuestas en orden cronológico, estas veladas constituyeron un tour de force para el intérprete y los asistentes, que no dejaban de alabar la memoria de Möller, a la par que se quejaban que, ante programas tan largos, “llegaban cansados al final”, lo cual me hizo recordar aquella anécdota que le endilgan a Vincent D’Indy y cuenta que, cuando Saint-Saëns le preguntó qué tal había sido su experiencia de asistir a la Tetralogía wagneriana en Bayreuth, se deshizo en elogios para la música… rematando lapidariamente al puntualizar: “Lamentablemente, mi corazón dice que sí, pero mis nalgas dicen que no”.
Más que las tres horas y media que duró en promedio cada programa, mi objeción a este afamado beethoveniano que ha cometido la proeza de dividir este ciclo en dos sesiones, en algunas ciudades de China, podría centrarse en la elección que hizo de los tempi. Fueron tan excesivamente rápidos, que por clara que tuviera la idea y la estructura musical, más de una vez acabó atropellando el discurso. De hecho, fue tal el embarradero de notas padecido durante el Prestissimo que concluye la primera sonata, que temí que esa fuera a ser la tónica del ciclo. Afortunadamente, no fue así, aunque también tuvo problemas para empezar cada velada: el viernes batalló con el Allegro di molto e con brío de la Op. 13 y, el sábado, volvió a desbocarse durante la Op. 31 n. 1. Ese día, también sufrimos su articulación “por encimita” durante el Prestissimo de la Waldstein. A esa velocidad, nadie puede llegar debidamente al fondo del teclado.
No es aventurado inferir que Möller sigue las velocidades indicadas por el autor, ignorando las investigaciones que revelan que, siendo el metrónomo un invento reciente, Beethoven no estaba seguro de qué extremo de la masilla indicaba el valor que él quería, si el superior o el inferior. Lo cierto, es que el Adagio sostenuto de la Hammerklavier perdió monumentalidad en los 14’33 que se lo echó. Muy por debajo de los 16’30 en que lo hacía Kempff o de la pesantez de Arrau, que lo tocaba en 20’41; personalmente, me quedo con los 19’51 de Gilels.
Mientras, yo evocaba aquella sabia frase de Artur Schnabel donde plantea que “la grandeza de un artista se mide en qué tan lentos puede tocar los tiempos lentos”, hubo quien reflexionara sobre cuánto se ha perdido la capacidad de atención en nuestros tiempos. Tempi y tiempos a un lado, celebro el gozo compartido con quienes tuvimos el privilegio de asistir a este ciclo que, además de refrendar la alta estima en que aquí tenemos a Beethoven, ha vuelto a colocar a Monterrey en el epicentro de la vida cultural mexicana.
FOTO: Beethoven (1770-1827) grabado por W.Holl según un cuadro de Kloeber y publicado por W.Mackenzie. El grabado fue coloreado a mano a partir de 1845. Crédito de imagen: GiorgiosArt
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