Nigeria: de la fe a la violencia religiosa
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POR BERNARD-HENRI LÉVY
Fue un cristiano pentecostés nigeriano quien me alertó.
Es director de una asociación que predica la reconciliación entre las comunidades cristiana y musulmana, mismas que se dividen el país –tiene 36 años, desea permanecer en el anonimato por razones de seguridad y su apariencia tiene algo de la elegancia irónica y ágil de Barack Obama.
—“¿Conoce a los Fulani? —me preguntó durante nuestro primer encuentro, en un inglés perfecto y algo cantado, propio de la elite nigeriana—. Oficialmente son pastores peuls, de la nobleza saheliana, que huyen del calentamiento global y descienden hacia el sur con sus rebaños, en busca de verdes pastizales. En realidad, son islamistas de una clase nueva, más o menos vinculados a Boko Haram. El Índice Global de Terrorismo los coloca en el cuarto puesto mundial, detrás de Dáesh, los Talibanes y, precisamente, Boko Haram, los movimientos yihadistas más mortíferos. Matan a los Cristianos con un ensañamiento y a una escala que incluso no han conocido los Cristianos en Oriente Próximo. Si no me cree, venga. Se lo ruego, juzgue usted mismo, venga.
Entonces, como obviamente había escuchado hablar sobre Boko Haram, la secta de fanáticos religiosos que se atrincheró en el noreste del país, en las montañas y selvas del estado de Borno, pero nunca de los Fulanis, me marché a Nigeria.
Fui a Godogodo, en el estado de Kaduna, en el centro, en donde filmé el testimonio de una evangelista, Jumai Victor. Una joven muy bella a quien le falta un brazo —tiene una forma de permanecer, algo oblicua, que hace que no te percates enseguida. Era el 15 de julio —me cuenta. Los Fulanis irrumpieron de noche, en motos doble propósito, tres en cada moto, gritando Allahu Akbar. Quemaron las casas. Mataron a sus cuatro hijos frente a ella. Y, cuando llegó su turno y vieron que estaba embarazada, se entabló una discusión: algunos no querían ver el destripamiento y sólo le cortaron el brazo a machetazos, como en la carnicería –primero los dedos; después la mano; después el antebrazo, y después el resto, entonces el último del grupo se quejó porque no había tenido su parte. Cuenta su historia muy rápido, sin rabia, con la mirada perdida, parecería que perdió el rostro al mismo tiempo que el brazo. Es la voz del jefe del pueblo, al traducir, la que se ahoga. Es él quien, al callarse, deja correr una lágrima por su mejilla.
Fui a Adan, jefatura de Kagoro, más al norte, en donde registré el relato de otra mujer, Lyndia David, sobreviviente de otra masacre. Aquella mañana del 15 de marzo, se murmura que los Fulanis merodean por los alrededores. Mientras se arregla para ir a la iglesia, su marido, junto a otros hombres, se dispone a subir a las colinas para hacer la ronda. Entonces, le pide que corra a refugiarse en casa de su hermana, en el pueblo vecino. La primera noche, cuando apenas llegó, se despierta por los silbatos de los vigilantes. Cuando se precipita al exterior, descubre que todo arde a su alrededor. Intenta escapar por aquí —un Fulani le cierra el paso. Por acá —otro Fulani la detiene. También por allá —los Fulani están en todos lados, son como una trampa que se cierra. Entonces, la llama una voz que habla su lengua. —Por aquí —dice la voz—, por aquí hay que pasar, el camino está libre, ven. Le cree y va con su salvador, éste aparece entre la maleza y se lanza sobre ella, le corta tres dedos de la mano derecha, le corta la nuca con un machete, le dispara a quemarropa y, dándola por muerta o moribunda, rocía su cuerpo con gasolina y le prende fuego. Por un milagro, con el cuerpo como una llaga, regresó a su pueblo natal: los Fulanis lo atacaron la misma noche; lo arrasaron; 72 aldeanos murieron —entre ellos su marido.
En Daku, cerca de Jos, capital del cinturón medio cristiano, en el corazón de un paisaje de praderas verdes que hicieron las delicias de los colonizadores ingleses, vi una iglesia vandalizada, con las planchas del techo derrumbadas, un montón de brasas apagadas es todo lo que queda de la cruz.
También vi otra a la salida de Jos, intacta, con un patio abrumado por el calor y poblado de jovencitas vestidas de blanco y con velos. Un hombre salió a gritarme que no tenía nada qué hacer ahí. Hablaba inglés. Hubo tiempo para que dijera, en los minutos de palabrería que le saqué, que era turco, miembro de un red de “solidaridad religiosa” financiada por Catar y encargada de abrir, en las localidades del norte y del centro, madrasas para las hijas de los Fulanis.
Aquel día, recorrí con una escolta de policía, enviada por el distrito vecino, una zona completa del “cinturón central”, de un radio de treinta kilómetros: caminos derrumbados; puentes dinamitados; casas derruidas en cuyas sombras incompletas se distinguían, entre un camastro calcinado, una cubeta y algún utensilio de cocina, estelas de ceniza negra o de sangre; algunos arboles, sólo los troncos; tierras abandonadas en las que el maíz se pudre de pie porque, en los alrededores, ya no queda alma cristiana que viva, o bien, los sobrevivientes, si es que quedan, están demasiado aterrorizados para venir a recolectarlo; después, a lo lejos, miríadas de manchas blancas —son los animales que cazaron los hombres; son los rebaños de los Fulanis que pastan en la tierra fértil; de repente, el paisaje parece inmenso… Cuando nos acercamos, nos alejan con un gesto de la mano pastores armados; aquel día, no obtuve ninguna palabra.
El obispo de Jos, a quien ya le han robado sus animales en tres ocasiones y, la tercera vez, lo condujeron a su recamara, lo encañonaron y que sólo le debe su salvación a la fe (se puso de rodillas y comenzó a rezar, con los ojos cerrados y en voz alta, hasta que el ruido de un helicóptero opacó su plegaria y ahuyentó a los atacantes), me contó el desarrollo, otra vez el mismo, de lo que me parece, cada vez más claro, una limpieza étnica y religiosa metódica. Con frecuencia, los Fulanis llegan de noche. Van descalzos y no los escuchan llegar cuando no llevan motos. A veces, un perro da la señal de alerta. A veces, cuando es de día, un vigilante. Entonces, hay una corredera terrible; un remolino de polvo; gritos salvajes, como si necesitaran azuzarse unos a otros; antes de poder encerrarse o huir, ya están dentro de las casas, dando machetazos, corriendo hacía los gritos en medio de la noche, buscando a las mujeres embarazadas, incendiando, saqueando, violando. No matan a todos forzosamente. En cierto momento, se detienen. Recitan una sura de circunstancias, reúnen a los animales atemorizados y se van como vinieron, muy rápido, dejando a los muertos en el pasto. Tienen que dejar sobrevivientes para que lo cuenten. Tienen que conservar testigos para que digan, en los pueblos, que los Fulanis son capaces de todo y que no le temen a Dios.
En Abuya, la capital, hay diecisiete jefes de comunidades cristianas que bajaron a encontrarse conmigo, en un residencial tranquilo de la periferia. Algunos han viajado muchos días, en taxis colectivos o en autobuses abarrotados. Otros están retrasados ya que han tenido que ingeniárselas con los puntos de control por el estado de emergencia en Yobe y Adamawa, circular de noche y, una vez en las proximidades de Abuya, mezclarse entre la multitud de esta ciudad que, algunos, jamás han pisado. Pero finalmente llegan, todos con una o dos víctimas. Aquí están, exhaustos y agitados, una reunión de cuarenta mujeres y hombres colmados por la gravedad del momento, llenos de expectativa: uno viene con una memoria USB; otro con un informe manuscrito; el tercero con una carpeta de fotos con pie y fechadas, que van a entregar, como las botellas en el mar, a un desconocido del cual no saben nada pero que, quizá, será el mensajero de su sufrimiento. Tomo los registros. Examino los documentos. Yo mismo estoy abrumado con el peso de la esperanza y de la tarea que me confían. ¿Y si estuviese en estos paquetes de palabras, de hojas sueltas y malas fotos el inicio del memorial en el que, algún día, habrán de inscribirse los horrores que han sufrido?
Por ahora, tomando la palabra uno a uno, estos sobrevivientes del infierno confirman el modus operandi descrito por el obispo de Jos. Todos, comenzando por las víctimas, con una mirada en blanco que parece decir que están muertos incluso si se les considera vivos, agregan un detalle horroroso a la gran cantidad de atrocidades. Los cadáveres mutilados de las mujeres. El mudo al que le pidieron abjurar de su fe y que descuartizaron a machetazos para arrancarle al menos un grito. La jovencita estrangulada con la cadena de su crucifijo. Otra hecha trizas contra un árbol, en la entrada de su aldea. Y, siempre, la banalidad del mal que ellos mismos no comprenden cómo pudo apoderarse de los pastores que, después de todo, también están condenados a esta tierra: ¿fue el llamamiento de las mezquitas radicalizadas por los Hermanos Musulmanes y que se multiplican en la misma medida en que las iglesias arden? ¿La ancestral supremacía peul puesta al rojo vivo por pastores equivocados? ¿O simplemente el salvajismo de los hombres que para resurgir sólo pide que se exhiban antes sus ojos algunos maleficios?
En todo caso, me doy cuenta de que es una verdadera guerra la que encabezan los Fulanis. Comprendo que se trata de un Boko Haram aumentado; un Boko Haram en expansión y subrepticio; un Boko Haram deslocalizado, asentado en las aldeas, multiplicado; un Boko Haram que cruza las fronteras con las que el mundo lo consideraba limitado y que siembra, en todos lados, los granos de la matanza; en resumen, una selva de crímenes Fulani que el árbol de Boko Haram escondía y de la cual nadie parece ser consciente… Naturalmente, ambos están ligados. Incluso, un estadounidense miembro de una organización humanitaria me menciona las pasantías “en la sabana”, en el estado de Borno, para voluntarios Fulanis. Otro me dice que se han identificado, en el estado de Bauchi, instructores enviados por Boko Haram para iniciar a los más aptos de los Fulanis en el manejo de armamento militar y permitirles dejar atrás la edad de los machetes. Pero los Fulanis, una vez más, no tienen fronteras. Los Fulanis son un Boko Haram que ya no se atrinchera en un bastión que equivale al 4 o 5% del territorio. Los Fulanis son la brutalidad de Boko Haram que alcanza a todos los infieles —cristianos y musulmanes— de Nigeria y más allá: de Chad, de Níger y de Camerún…
En varias ocasiones, en las aldeas al oeste de Jos, en la carretera a Kafanchan, solicité ver las armas de las que disponen para defenderse: arcos y resorteras, puñales, palos, látigos de piel, piedras y lanzas. ¡Peor todavía! ¡Incluso estas armas improvisadas hay que esconderlas! Ya que, cuando el ejercito viene después de los ataques, dice —prohibido por la ley— y las confisca.
Muchas veces constaté que había un puesto militar a proximidad, que se supone tiene que proteger a los civiles de los soldados de la sabana: pero los militares no vinieron; o vinieron después de la batalla; o pretendieron no haber recibido a tiempo el mensaje de auxilio, o no haber tenido orden para movilizarse, o haberse atascado en un camino intransitable.
¿Cómo sería de otro modo? —se indigna nuestro chofer cuando salimos en convoy hacia Daku y su iglesia incendiada. El ejercito es cómplice de los Fulani. Caminan de la mano. En Byei, hace algunos años, después de un ataque, inclusive se encontró un número de servicio militar y un uniforme entre la maleza.
¿Cómo sorprenderse por eso? —agregó Dalyop Salomon Mwantiri, uno de los pocos abogados de la región que se ha puesto al servicio de las víctimas—. El estado mayor del ejercito nigeriano es Fulani. Los Fulanis se han infiltrado en toda la administración. El presidente Buhari —una mezcla africana de Erdogan y de Mohamed Bin Salmán, que ya gobernó entre 1983 y 1985 debido a un golpe de estado y que hoy se mantienen gracias a los subsidios de Ankara, de Catar y de los chinos— también es un Fulani.
En el distrito de Riyom, esta complicidad acaba de comprobarse gracias a cuatro desplazados que volvían y los ametrallaron cerca de Vwak. Los aldeanos conocen a los atacantes. La policía los identificó. Todos saben que, después del ataque, se refugiaron en la aldea de Fass, a dos kilómetros de distancia. Pero están bajo la protección del Ardos, suerte de emir local de los Fulanis. No se produjo ningún arresto.
Según Sunday Abdu, jefe de la aldea de los Irigwe, en el distrito de Bassa, esta complicidad se comprobó durante un ataque en Nkiedonwhro. Esta vez, los militares vinieron para avisar que había una amenaza. Ordenaron a las mujeres y niños reunirse en la escuela. Cuando se agruparon, uno de los militares disparó al aíre, como si diera una señal; a lo lejos, resonó un segundo disparo, como en respuesta al suyo; algunos minutos más tarde, cuando la tropa abandonó el sitio para —explicaron los oficiales— perseguir a los atacantes, estos aparecieron repentinamente, fueron directamente al salón, vaciaron los cartuchos y mataron a todos.
Después fui a Kwi, más al sur, para visitar la tumba de tres jóvenes que sepultaron el día anterior. El drama se urdió el 20 de abril. Acababan de repeler, a palazos, un ataque Fulani. La policía —llegó tarde, como es su costumbre— no persiguió a los agresores, y detuvo a los jóvenes y a catorce de sus vecinos por “violencia intercomunitaria”. Los catorce reaparecieron rápidamente, no sin antes haber sido terriblemente torturados en las oficinas de la policía. Los otros continuaban desaparecidos. Sólo desde hace algunos días, los aldeanos saben la verdad. Los separaron rápidamente de los otros y los mataron. Le regalaron los cuerpos al ECWA, el hospital de Jos. Desde hace semanas, con el consentimiento de las autoridades, los estudiantes de medicina realizan ejercicios de anatomía con los cadáveres desmembrados, conservados en formol y almacenados en cristal. —Hagan con ellos lo que quieran— dijo el encargado de la policía cuando, después de poquísimas investigaciones y peritajes que exigieron los aldeanos, terminaron por devolver lo que quedaba de los cuerpos—. Si los entierran, eviten las placas y las cruces. ¡Lo prohibe el Ardos!…
También vi Fulanis.
La primera vez fue por azar. Estaba solo, con Gilles Hertzog y un interprete, sin escolta, en el Toyota que nos conducía a Godogodo. Llegamos a un puente destruido que nos obligó a descender al lecho del río hasta un camino no pavimentado. Al remontar la ribera, caímos en un punto de control, compuesto por una cuerda extendida y una choza en la que dormitaban dos hombres armados. —No hay paso– nos informó, en resumen, el más joven, vestido con una guerrera llena de insignias en árabe y en turco—. Estamos en territorio Fulani, tierra sagrada de Usman dan Fodio, nuestro rey, y los blancos no pasan. Creía que el recuerdo del rey Fodio, cuyas conquistas, hace dos siglos, desembocaron en la instauración del Califato de Sokoto en territorio peul y hausa, sólo continuaba vivo en los estados del norte. Aparentemente no. Estamos a varios cientos de kilómetros más al sur. Y el sueño de un Estado islámico, resucitado por los cadáveres de animistas, cristianos y musulmanes que se resisten a la radicalización, hasta ahora sólo ha creado enemistades.
La segunda vez, fue en la entrada de Abuya. Circulábamos por el campo. Poco después de Lugbe, dimos con una aldea que no se parecía a nada de lo que habíamos visto en la zona cristiana. Un foso. Una valle detrás del foso, arbustos y estacas. Una zona aislada, guarecida del mundo. Y, en lugar de casas, cabañas de donde sale un enjambre de niños y mamás, cubiertas de los pies a la cabeza. Estamos en una aldea de Fulanis sedentarios. Estamos en un territorio nómada que, cuando el enemigo desocupa la plaza, no desdeña fulanizar la zona. —¿Qué hacen aquí?— nos pregunta después de algunos minutos un adolescente que quién sabe de donde salió —mientras tanto, fingimos interés por un campo de pimientos rojos—, lleva una playera con una cruz gamada—. ¿Se aprovechan de que es viernes y que estamos en la mezquita para venir a espiar a nuestras mujeres? ¡El Corán lo castiga!. Cuando le pregunto si tener una cruz gamada en el pecho no va también contra las enseñanzas del Corán, se muestra contrariado. Entonces, inicia una febril diatriba en la que se revela que es perfectamente consciente de ostentar una “insignia alemana” y que, con la excepción de “las almas perdidas” que “odian a los Musulmanes”, considera que “todos los hombres son hermanos”…
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Después, vi Fulanis en Lagos, en el extremo sur del país. A la salida del último barrio, en una zona a la que se llega después de horas de caminata, o lo que significa goslow, y de embotellamientos monstruosos que literalmente generan una trombosis en la ciudad, hay un mercado en el que se venden animales. Estoy con tres jóvenes cristianos anglicanos, sobrevivientes de una masacre en el cinturón medio y que viven en un campamento de desplazados. Afirman ser primos y que vinieron a comprar un animal para preparar una fiesta familiar. Mientras regatean un cebú de cuernos blancos (una media hora para que baje de 1600 a 1200 dólares, después otra hora para que acepten entregarlo al día siguiente), me pongo a buscar Fulanis que sepan narrar. Aquel día, la mayoría salieron de Jigawa, estado fronterizo con Níger. Cruzaron el país de norte a sur, en camión, para acarrear a sus animales hasta aquí. Aunque no logré saber gran cosa sobre su periplo, casi no tuve problemas para que expresaran la felicidad que experimentan por haber viajado hasta aquí, a los lindes de esta ciudad deshonrada y prometedora, infecta y cautivadora —finalmente a punto para, como les ordenaron los emires, poder “sumergir el Corán en el mar”. —Hay muchos cristianos en Lagos— se queja Abdallah, el más locuaz, de apariencia ligeramente amenazadora—. Los Cristianos son perros e hijos de perra. Ustedes los llaman Cristianos. Pero, para nosotros, son traidores. Adoptaron la religión de los blancos. Aquí no hay lugar para los amigos de los Blancos, impuros. —Asienten los pastores a su alrededor. Parecen convencidos, al igual que el vendedor de postales que acaba de unirse al grupo y de ofrecerme retratos de Erdogan y de Bin Laden, de que los cristianos terminaran por irse y que entonces Nigeria, si Dios quiere, será libre…
Después de todo esto, y por si fuera necesario, podemos relacionar esta violencia con inmemoriales guerras interétnicas.
Supongo que, como represalia, también se infligieron abusos a las tribus peuls y hausa.
Al final de este viaje, me queda la terrible sensación de haber regresado en el tiempo, al 2007, cuando los jinetes de Khartoum sembraban la muerte en las aldeas de Darfur; o, antes de eso, al sur de Sudán, cuando la muerte de John Garang todavía no había marcado el inicio de la guerra total entre islamistas y cristianos; o, incluso antes, a Ruanda, a la primavera de 1994 cuando nadie quería creer que estaba en marcha el cuarto genocidio del siglo XX.
¿Dejaremos que la historia se repita en Nigeria?
¿Esperaremos como siempre a que el desastre se haya consumado para conmovernos?
¿Nos quedaremos de brazos cruzados mientras que el islamismo internacional, controlado en Asia, combatido en Europa, derrotado en Siria y en Iraq, inaugura un nuevo frente en esta tierra inmensa en la que, desde hace mucho tiempo, cohabitan los hijos de Abraham?
Este fue el objetivo de mi viaje al corazón de las tiniebla nigerianas.
Este fue el sentido del “SOS Cristianos de Nigeria” que presento el día de hoy .
Traducción de Manuel Espinoza