Campanas de Belén

Dic 23 • destacamos, principales, Reflexiones • 5380 Views • No hay comentarios en Campanas de Belén

 

Este ensayo parte de uno de los villancicos más representativos de la festividad navideña, una adaptación musical originada en el siglo XIV que es motivo para reflexionar sobre la celebración

 

POR AURA GARCÍA-JUNCO

Campana sobre campana

 

Aprendí latín en la H. H. H. Carrera de Letras Clásicas en la UNAM, de la mano de Patricia Villaseñor Cuspinera, una maestra a la que admiré y quise mucho. Su método tenía como primer paso memorizar textos en su mayoría clásicos y, a partir de ellos, aprender la gramática que los conformaba. Nunca olvidaré las noches en que, de tanto repetirlas, soñé con las fábulas de Fedro; el orgullo que me causaba decir que me sabía el primer párrafo de la Guerra de las Galias de Julio César y la vez que impresioné a un viejito con boina en una librería de usado en Coyoacán recitándole las Tristes de Ovidio. En fin: que era inmamable pero feliz. Corría el año de 2008. En el mes de diciembre de nuestro primer semestre, como regalo de Navidad, Paty nos llevó al final del libro de su autoría que usábamos en clase para leer un texto fuera del programa: Lucas 2, 1-21, IESV NATIVITAS ET CHRISTI CIRCVMCISIO, es decir, lo que viene llamándose un fragmento de la Biblia que narra el nacimiento de Cristo. Por algún motivo, quizás mi ateísmo atroz e incurable, lo único que se me quedó grabado de ese texto fue una frase incompleta: a Galilea de civitate Nazareth in Iudaeam in civitatem David, quae vocatur Bethleem (de Galilea, de la ciudad de Nazaret hacia Judea, a la ciudad de David que se llama Belén.) Esa frase fue lo primero que vino a mi mente cuando me propuse escribir este ensayo. Todos los lugares que nombra reverberan sentido. Son algunas de las latitudes más cargadas de significado extrageográfico en la historia de ese constructo totalizador llamado Humanidad.

 

Los símbolos de la Navidad viven en una compleja relación entre las emociones ligadas con las fechas (la felicidad sin mácula), la historia que los originó (cristiana pero cada vez más laica) y la realidad del presente, tanto individual como colectiva. En nuestra sociedad profundamente sincrética, que mezcla religión, capitalismo, buenas intenciones y mezquindades en la misma licuadora, siempre están en proceso de resignificación. En medio de todo esto surgen tensiones que, como no creyente en el más amplio sentido, me estrujan las tripas. Cuando pienso en hablar de la Navidad, me es imposible escaparme del sentimiento de ansiedad que me produce, aunque nunca me había parado a pensar exactamente de dónde proviene. Este año, ese Beethleem, repetido en la única frase bíblica, incompleta, sin sentido, que me sé de memoria, me vino como del cielo. Mal chiste.

 

Y sobre campana una

 

Lo primero que pienso al escuchar la palabra Belén es, irremediablemente, en una canción. Más exactamente un villancico. Apuesto a que quien lea estas palabras tendrá serias dificultades para no cantarlo en silencio (o en voz alta, no hay por qué limitar a nadie) al ver su letra. “Campana sobre campana”, el villancico de origen andaluz se reproduce en cada rincón de los supermercados mexicanos, versión en vivo del Ejército de la Salvación incluida, como una especie de virus mental. Todavía no he logrado comprobar ese rumor que afirma que algunas personas la ponen por voluntad propia en sus casas, así que me rehúso a aceptar que alguien se haría eso. Más allá de su impuesta viralidad, este auténtico clásico de la música popular, es parte del ropaje que cubre la temporada decembrina de una pátina estética compuesta de estímulos visuales, sonidos, olores. En eso, no hay ninguna temporada que rivalice. Es, si lo vemos por el lado bueno, inmersiva. O por el lado malo, impositiva. Me gusta pensar en la navidad como una tirana bondadosa.

 

Según la doctora en Filosofía de la Música, Marina Hervas,¹ los villancicos eran originalmente (previo al siglo XIV) la música popular de las villas, una especie de música pop que refería situaciones cotidianas. Con el paso del tiempo, ese género musical que hablaba de una amplitud de temas empezó a utilizarse por la Iglesia católica para un fin en concreto: ser parte de la teatralidad de los nuevos rituales navideños. Con esto me refiero a que la Iglesia empezó a hacer representaciones del nacimiento de Jesús y los villancicos se volvieron el medio narrativo para contarlo. ¿Una especie de musical? Sin duda algo de esto pervive dentro de las posadas más tradicionales. Vale la pena notar lo curioso que es que eventos que no tienen ningún tinte ni ligación católica se sigan apodando así. En mi experiencia de los últimos años, son pocas las ocasiones en que haya asistido a una posada que contenga algo más que algún ponche adulterado y ocasionalmente una piñata que un montón de adultos semiebrios terminarán por romper. Lejos está esa especie de representación que consiste en simular la llegada de los pastores a Belén para rendir tributo al nuevo mesías mediante un grupo que pretende entrar y otro que le pide razón melodiosa de su destino. Y qué bueno porque de niña, obligada a hacer el numerito, me moría de vergüenza mientras una vela mínima se me derretía sobre las manos. (En defensa del ritual, de niña me moría de vergüenza de todo.)

 

Asómate a la ventana

 

¿Cuál es la teatralidad de las fiestas navideñas contemporáneas? En las grandes ciudades occidentales, es común que la Navidad se trate mucho más de los otros valores estéticos que del nacimiento de Cristo. Ante el relajamiento de las costumbres católicas, se mantiene lo que es conveniente de los ritos y los otros elementos quedan relegados a un segundo plano. Los villancicos, por siempre petrificados en su ámbar católico, son reemplazados por música popular de nuevo. El círculo se cierra y volvemos al origen de los mismos antes de ser volcados a la Iglesia.

 

Lo que sí pervive con rigor es la lista de Emociones Autorizadas: festejo, felicidad y unión. El deber ser de la suspensión de las otras campanas del mundo que se interpongan. Y es que qué grato puede también ser ese grito al vacío que nos pide parar y contemplar lo que hay de bueno en esta vida, más allá de nuestra creencia en cómo llegamos, como cultura, a elegir este mes por sobre otros como festivo. Ya decía antes que esa canalla es una tirana bondadosa. Hay un evento histórico que representa la forma más radical de la tregua de la Navidad, la ocurrida en 1914 en plena Primera Guerra Mundial. En Flandes, los enfrentamientos entre ingleses y alemanes empezaron a amainar luego de que el clima cruel de diciembre, húmedo, neblinoso, frío, nublara gradualmente los ánimos. La vida en las trincheras era aún más difícil que antes. El 24 de diciembre, amaneció congelado. Con la noche a cuestas, poco a poco, de manera espontánea, las partes reconocieron del otro lado de las barricadas los cantos de un festejo. Un pequeño árbol de Navidad alemán asomó su cabeza. Finalmente, en tierra de nadie, es decir el gélido espacio entre ambos bandos, algunos soldados se dieron las manos entumecidas, intercambiaron productos, cuchichearon charlas amistosas. Las fotografías, en tonos sepias para más pimienta, son conmovedoras. Imagino que luego, por ahí del día 26, regresaron a partirse la madre. Ni la humanización radical del enemigo pudo parar la monstruosa maquinaria de la guerra, de la que ellos eran en gran medida peones sin agencia. Esta anécdota real, convenientemente desprovista de la última parte, es como un regalo en sí mismo. Parecería apuntar a que incluso el más cruel de los conflictos puede pausarse en estas fechas.

 

El problema viene cuando una simplemente no lo logra. No vayan a creer que eso me da gusto. Aguafiestas certificada, con carnet y todo, sufro mi pertenencia a ese club. Me resulta dificilísimo dejarme ir por las emociones amables y pactar con mi cerebro y mi tripa unos días de vacaciones. Qué más quisiera que sólo despreocuparme y cantar a todo pulmón: “Belén campanas de belén”, mientras decoro felizmente mi arbolito navideño y doy vueltas a mi sufriente gato, víctima colateral de mi felicidad.

 

Oprobio mayor.

 

Porque de todos esos símbolos, el más imprescindible, la verdadera teatralidad contemporánea de la época es una: la pretensión de paz y alegría. La Navidad en tiempos semipaganos es una gran tregua. Aunque la disputa por los terrenos de la abuela sea más tradicional que los romeritos, hay un acuerdo común de sostener el embrujo. El deschongue entre partes puede esperar para otro día.

 

Verás el niño en la cuna

 

Qué difícil es para las personas de mi equipo habitar estas fechas. Conseguimos nuestra membresía, finalmente, por motivos múltiples. Somos un grupo muy inclusivo. Ya se sabe que el trauma de la Navidad es variopinto y multisensorial. Que si por sufrir la omnipresente discriminación del papá, que si por las bromas del tío chistosito e insensible, que si por ser la oveja negra de la familia. Que si por no recibir invitación a la posada. Que si por indignarnos fuera de horario. Venimos de muchos lados y somos legión. No podemos evitar sentir un quién sabe qué en la espalda a lo largo de la columna vertebral cuando hasta los perros chihuahua pasean vestidos con chalequito de reno.

 

Tampoco es que no haya alegría en cierta dosis. No es que ver la ciudad colmada de luces no me guste estéticamente, muchos menos el intercambio con mis amigas o comer con mi mamá. Siempre en pro del performance, alabados sean los rituales. Arriba la teatralidad (menos en el caso del villancico ya mencionado, tengo límites). Lo que me pasa es que a veces, imposible controlar cuando, entre las luces gloriosas, viene una interferencia que se viste de mil trajes: la preocupación por tanto gasto energético en esta tierra en crisis, por ejemplo, que me lleva a las otras vertientes ya descritas. Y campana sobre campana: la culpa por andar pensando en estas cosas cuando una debería nomás disfrutando de las inocuas lucecitas. Y eso sólo por hablar de lo más personal e inmediato.

 

Belén, campanas de Belén

 

Decía que Belén me dio la clave para entender todo esto. Y es que este año me está costando mucho más trabajo que otros poner mi corazón en modo-falsa-nieve y uno de los grandes motivos viene de a Galilea de civitate Nazareth in Iudaeam in civitatem David, quae vocatur Bethleem. He pensado mucho en la Belén real, no en el mitológico, no la del teatro. Ahí, en esas tierras del Oriente Medio, está la Basílica de la Natividad, construida sobre la cueva en la que supuestamente nació el niño Jesús. La iglesia más antigua en uso. Belén, la llamada la “Ciudad de la Navidad”, cada año pinta sus calles de fiesta y turistas. Misas, niños dioses por kilo, toda la parafernalia. Teatralidad decembrina tradicional a tope. El evento de mis pesadillas, probablemente.

 

Este año, en cambio, la Iglesia Evangélica Luterana de la Natividad de Belén instaló afuera de su recinto un nacimiento atípico: un montón de escombros que ¿acogen? al niño Jesús, envuelto en una kufiya, el pañuelo tradicional de Oriente Medio que se ha convertido desde el siglo pasado en un símbolo de unidad nacional y apoyo a la nación de Palestina. Ya se dijo: los símbolos se pueden resignificar. In Iudaeam in civitatem David, quae vocatur Bethleem. Si bien a unos cuantos kilómetros de la franja de Gaza, Belén es parte de Palestina, ese territorio que lleva más de 100 años en disputa desde los primeros intentos colonialistas de fundar el estado de Israel a inicios del siglo XX. Si Jesús naciera hoy, lo haría en una ciudad vacía, con el sonido de los bombardeos habitando las fantasías de sus habitantes y las tropas en la cercanía. No voy a hacer un recuento de los hechos que a estas alturas toda persona lectora conocerá en menor o mayor medida; no viene al caso la precisión o imprecisión de los números.

 

Al hablar de la Belén actual estoy rompiendo la teatralidad oportuna. Sólo el mito tibiecito es apetitoso para maridar con estas fechas. Y sin embargo, me es imposible escribir desde el ahora olvidándome del genocidio. Ya se dijo que cargo a todas partes mi carnet. Cada vez que nos tornamos aguafiestas que sacan temas complicados en la mesa metafórica de la Navidad un pesebre imaginario arde. Como arde Palestina desde octubre. Como lo ha hecho en múltiples ocasiones desde que los británicos decidieron a inicios del siglo pasado ignorar a la población que tenía más de de dos mil años habitando el territorio y apoyar el proyecto sionista de la fundación de un país donde ya había otro.

 

Pretendí incorporarme a la teatralidad oportuna pero me declaro incompetente para ello. Porque Belén es real y este año, a diferencia de los anteriores, la ciudad de la Natividad no festeja. Y hay ahí mismo un nacimiento que es uno de los actos más políticos que he visto. Pienso en el veto del gobierno norteamericano al cese del fuego. En la pantomima que se pone en evidencia cuando una institución como la ONU puede hacer exactamente nada contra el poder imperialista y económico. Cuando de nuevo se entiende que hay gente que es gente y gente que sólo es cadáver en potencia (y muchas veces en deseo). A diferencia de Flandes en 1914, Palestina no tendrá una tregua de Navidad, ni siquiera para su pequeña población cristiana, de la misma manera en la que sus habitantes que practican el islam no han tenido resguardo durante ninguno de los rezos de la Yumu’ah desde octubre. Si esto sigue, tampoco lo tendrá en el Ramadán en marzo o en el Eíd al Adha a finales de junio. Quienes sigan vivos.

 

Este año el único símbolo de la Navidad que elijo es ese nacimiento entre escombros que tergiversa la historia para devenir clarividencia. Con ello no quiero pregonar el discurso simplón de que no deberíamos estar disfrutando porque en otro lado se sufre. Esta visión martirológica lejos de servir para algo sólo recrea el clásico discurso de que quien más sufre, más vale. Inmoviliza. Sólo uso el beneficio de mi pertenencia al club amargo para no callarme, porque, como ese nacimiento, debajo de mis propios escombros, guardo otra cosa: parto de lo roto pero declaro algo mucho más importante. La esperanza. El nacimiento presenta a un mesías, presuntamente invoca a un Dios también, pero su misión principal es ser mirado por los ojos del mundo. Es un llamado de atención desde lo simbólico para acceder con ello a lo real. No hay derrota ahí. Como en la Navidad misma. Que esa imagen sea esperanza para la lucha y la protesta desde donde cada quien pueda, pero también que sea guía para las luces que individualmente podemos regalarnos entre los escombros que cargamos, guardadas las distancias con la tragedia de Oriente Medio. Que Palestina siga presente en los momentos más inoportunos hasta que termine la masacre, pero también, que la esperanza lo haga. Así de complejo es el mundo.

 

Que los ángeles tocan

 

Rodó una que otra lágrima en 2008 cuando Paty nos puso a leer la vulgata. Yo también me emocioné con el texto: católica o no, era un documento cultural magnífico y una pieza fundamental para entender nuestra polimorfa tradición. Entender permite seguir construyendo. Cada recuerdo es un ladrillo. Un ladrillo de galleta de jengibre en una casita navideña si se quiere adecuar la metáfora. Cada quien se emociona por lo que puede y, además del genocidio en Palestina, lo único que valdría la pena erradicar es la idea de que le debemos sentimientos homogéneos a una entelequia que construimos en conjunto.

 

En todo caso, lo único que debería ser homogéneo es el odio a ese villancico. Y es que, por dios, miren esta línea cacofónica y de rima forzada: ¿Qué nuevas me tra-én?

 

 

Nota 1. Origen e historia de los villancicos navideños en el siguiente enlace: https://bitly.ws/36Xjj

 

 

 

ILUSTRACIÓN: Liliana Pedraza /EL UNIVERSAL

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