Capital e ideología

Feb 29 • Reflexiones • 2204 Views • No hay comentarios en Capital e ideología

/

Presentamos un adelanto de Capital e ideología, del economista francés Thomas Piketty, publicado en México por la editorial Grano de Sal y que este 1 de marzo comenzará a circular en librerías

/

THOMAS PIKETTY
Traducción de Daniel Fuentes

Tomarse la ideología en serio
La desigualdad no es económica o tecnológica: es ideológica y política. Esta conclusión es, sin duda, la más evidente de la investigación histórica que se presenta en este libro. Dicho de otro modo, el mercado y la competencia, las utilidades y los salarios, el capital y la deuda, los trabajadores calificados y los no calificados, los nacionales y los extranjeros, los paraísos fiscales y la competitividad no existen como tales. Son construcciones sociales e históricas que dependen completamente del sistema legal, fiscal, educativo y político que decidimos establecer. Estas decisiones dependen, sobre todo, de la interpretación que cada sociedad hace de la justicia social y de qué entiende por una economía justa, así como de las relaciones de poder políticas e ideológicas entre los diferentes grupos y discursos presentes. El punto clave es que estos equilibrios de poder no son únicamente materiales; son también, sobre todo, intelectuales e ideológicos. Dicho de otro modo, las ideas y las ideologías cuentan en la historia. Permiten imaginar y estructurar continuamente mundos nuevos y sociedades diferentes. Los cambios siempre son posibles.

 

Este enfoque se distingue de numerosos discursos conservadores según los cuales existen fundamentos “naturales” que explicarían las desigualdades. De forma poco sorprendente, las élites de las distintas sociedades, en cualquier época y en cualquier lugar, tienden a “naturalizar” las desigualdades; es decir, a tratar de asociarlas con fundamentos naturales y objetivos, a explicar que las diferencias sociales son (como debe ser) beneficiosas para los más pobres y para la sociedad en su conjunto, que en cualquier caso su estructura presente es la única posible y que no puede ser modificada sin causar inmensas desgracias. La experiencia histórica demuestra lo contrario: las desigualdades varían considerablemente en el tiempo y en el espacio, tanto en sus dimensiones como en su estructura, con una rapidez y bajo unas condiciones que a sus contemporáneos les habría costado vaticinar tan sólo unas décadas antes. A veces, el resultado ha sido catastrófico. Pero, en general, las diversas rupturas y los procesos revolucionarios y políticos que han permitido reducir y transformar las desigualdades del pasado han resultado ser un absoluto éxito y están en el origen de nuestras instituciones más preciadas, las que han permitido que la idea de progreso humano se convierta en una realidad (el sufragio universal, la educación gratuita y obligatoria, el seguro médico universal, la progresividad fiscal). Es muy probable que suceda lo mismo en el futuro. Las desigualdades actuales y las instituciones presentes no son las únicas posibles, piensen lo que piensen los conservadores; también se verán expuestas al cambio y a la reinvención permanente.

 

Este enfoque centrado en las ideologías, las instituciones y la evolución histórica también se diferencia de algunas doctrinas a menudo calificadas de “marxistas”, según las cuales el estado de las fuerzas económicas y de las relaciones de producción determinaría de manera casi mecánica la “superestructura” ideológica de la sociedad. Insisto, por el contrario, en el hecho de que existe una verdadera autonomía que emana del mundo de las ideas, del ámbito ideológico y político. Para un mismo estado de desarrollo de la economía y de las fuerzas productivas (en la medida en que estas palabras tengan sentido, lo cual no es evidente), existe siempre una multitud de regímenes ideológicos, políticos y desigualitarios posibles. Por ejemplo, la teoría del paso automático del “feudalismo” al “capitalismo” tras la Revolución industrial no permite mostrar la complejidad y la diversidad de la evolución histórica, política e ideológica observada en los distintos países y regiones del mundo, en particular entre regiones colonizadoras y colonizadas, o incluso dentro de cada una de ellas; sobre todo, no permite extraer conclusiones verdaderamente útiles que permitan explicar las siguientes etapas históricas. Echando la vista atrás, se confirma que siempre han existido y siempre existirán alternativas. Sea cual sea el estadio de desarrollo de una sociedad, hay múltiples formas de estructurar un sistema económico, social y político, de definir las relaciones de propiedad, de organizar un sistema fiscal o educativo, de afrontar un problema de deuda pública o privada, de regular las relaciones entre distintas comunidades humanas, etcétera. Siempre existen diversas maneras de organizar una sociedad y las relaciones de poder y de propiedad que se dan en su seno. Y las diferencias entre unas y otras no atañen sólo a detalles, ni mucho menos. Existen varias maneras de organizar las relaciones de propiedad en el siglo xxi, y algunas pueden constituir una forma de superación del capitalismo más realista que prometer su destrucción sin preocuparse por lo que sucederá después.

 

El estudio de las diferentes experiencias históricas, terminadas o inconclusas, exitosas o fracasadas, es el mejor antídoto tanto para el conservadurismo elitista como para el mesianismo revolucionario. Esta última actitud lleva a menudo a no reflexionar sobre el régimen institucional y político que debería aplicarse inmediatamente después de la gran revolución, y por lo general conduce a echarse en manos de un poder estatal hipertrofiado e indefinido al mismo tiempo, lo cual puede resultar igual de peligroso que la sacralización propietarista a la que algunas revoluciones pretenden poner fin. En el siglo xx, el mesianismo revolucionario causó daños humanos y políticos considerables, cuyo precio aún hoy estamos pagando. El hecho de que el poscomunismo (en Rusia, en China y, en cierta forma, en su versión de Europa del Este, con las debidas diferencias entre estos tres casos) se haya convertido a comienzos del siglo xxi en el mejor aliado del hipercapitalismo es la consecuencia directa de los desastres comunistas estalinista y maoísta, así como del abandono de cualquier ambición igualitaria e internacionalista que se derivó de su fracaso. El desastre comunista logró incluso dejar en un segundo plano los daños causados por las ideologías esclavistas, colonialistas y racistas, así como los vínculos profundos que relacionan estas ideologías con el propietarismo y el hipercapitalismo, lo cual no es poca cosa.

 

En este libro, en la medida de lo posible, intentaré tomar en serio todas las ideologías. Me gustaría dar una oportunidad a cada una de las ideologías del pasado, y en particular a las ideologías propietaristas, socialdemócratas y comunistas, pero también a las ideologías trifuncionales, esclavistas o colonialistas, resituándolas dentro de su propia coherencia interna. Parto del hecho de que toda ideología, por muy extrema o excesiva que pueda parecer su defensa de la desigualdad, expresa a su manera una cierta visión de lo que una comunidad entiende por justicia social. Esta visión tiene siempre un fondo de verosimilitud, de sinceridad y de coherencia, del cual es posible aprender de cara al futuro, a condición de que se estudie su evolución política e ideológica, y no de forma abstracta, al margen de la historia y de las instituciones, sino tal como se ha dado en sociedades concretas, en periodos históricos determinados y en instituciones específicas, que se han caracterizado sobre todo por formas de propiedad y sistemas fiscales y educativos particulares. Estas formas de propiedad y estos sistemas fiscales y educativos deben analizarse con todo rigor, incluido el estudio detallado de sus reglas, sin las cuales tanto las instituciones como las ideologías sólo serían cáscaras vacías, incapaces de transformar realmente la sociedad o de suscitar una adhesión duradera.

 

No ignoro que también existe un uso peyorativo del concepto de ideología, ni que dicho uso puede estar a veces justificado. A menudo se califica de ideología a una visión marcada por el dogmatismo y la despreocupación por los hechos. El problema consiste en que quienes se reivindican diciendo ser adeptos al pragmatismo absoluto suelen ser los más “ideológicos” (en un sentido peyorativo de la palabra): su postura supuestamente postideológica a duras penas logra disimular su falta de interés por los hechos, la dimensión de su ignorancia histórica, lo cargante de sus prejuicios y su egoísmo de clase. En el caso que nos ocupa, este libro será muy “factual”. Presentaré numerosos casos históricos sobre la estructura de las desigualdades y su evolución en el tiempo; por un lado, porque se trata de mi especialidad como investigador y, por otro, porque estoy convencido de que el examen sereno de las fuentes disponibles sobre estas cuestiones puede permitir que progrese la reflexión colectiva. Sobre todo, compararé sociedades muy distintas entre sí, que a menudo rechazan ser comparadas porque están convencidas (erróneamente, por lo general) de su “excepcionalidad” y del carácter único e incomparable de su evolución histórica.

 

Soy perfectamente consciente de que las fuentes disponibles nunca serán suficientes para zanjar todas las dudas que se nos plantean. La observación de los “hechos” no permitirá jamás resolver en definitiva la cuestión del régimen político ideal o del régimen de propiedad ideal o del sistema educativo o fiscal ideal. En primer lugar, porque los “hechos” dependen de mecanismos institucionales (censos, encuestas, impuestos, etcétera) y de categorías sociales, fiscales o jurídicas forjadas por las diferentes sociedades para definirse, medirse y transformarse ellas mismas. Dicho de otro modo, los “hechos” mismos son construcciones cognitivas que cobran sentido en un contexto concreto de interacciones complejas, cruzadas e interesadas, entre el aparato de observación y la sociedad estudiada. Evidentemente, esto no significa que no podamos extraer nada útil de estas construcciones, sino que todo intento de aprendizaje debe tener en cuenta esa complejidad y esa reflexividad.

 

Asimismo, las cuestiones estudiadas —la naturaleza de la organización social, económica y política ideal— son demasiado complejas como para que una conclusión única pueda algún día ser resultado de un mero examen “objetivo” de los “hechos”, que no será más que el reflejo de experiencias limitadas extraídas del pasado y de deliberaciones incompletas. Es totalmente factible que el régimen “ideal” (sea cual sea el sentido que queramos dar a ese término) no sea único y dependa de ciertas características de cada sociedad en cuestión.

 

Aprendizaje colectivo y ciencias sociales
Para un investigador en ciencias sociales es demasiado fácil no pronunciarse y mantenerse en la equidistancia. Este libro sí tomará partido, en particular durante la primera parte del mismo, pero intentará hacerlo siendo lo más explícito posible sobre el camino recorrido y las razones que me llevan a defender determinada posición.

 

Muy a menudo, la ideología de las sociedades evoluciona en función de su propia experiencia histórica. Por ejemplo, la Revolución francesa nace en parte de un sentimiento de injusticia y de las frustraciones suscitadas por el Antiguo Régimen. Debido a las rupturas que conlleva y a las transformaciones que impulsa, la Revolución también contribuye a transformar de forma duradera la percepción sobre cuál debe ser el régimen desigualitario ideal, en función de los éxitos y de los fracasos que los distintos grupos sociales asocian a los experimentos revolucionarios, en lo que se refiere tanto a la organización política como al régimen de propiedad y al sistema social, fiscal o educativo. Este aprendizaje condiciona las rupturas políticas futuras, y así sucesivamente. Toda trayectoria política e ideológica nacional puede verse como un gigantesco proceso de experimentación histórica y de aprendizaje colectivo. Este proceso es inevitablemente conflictivo, puesto que los distintos grupos sociales y políticos, además de que no siempre tienen los mismos intereses y aspiraciones, no tienen la misma memoria ni la misma interpretación de los hechos o del sentido que más tarde hay que atribuirles. Pero este aprendizaje aporta, al menos durante un tiempo, elementos de consenso nacional.

 

Los procesos de aprendizaje colectivo tienen su parte de racionalidad, pero también sus limitaciones. En concreto, suelen tener poca memoria (olvidamos a menudo las experiencias de nuestro propio país al cabo de unas décadas, o retenemos detalles puntuales, rara vez elegidos al azar) y, sobre todo, la mayoría de las veces son estrictamente nacionalistas. Toda sociedad aprende de las experiencias de los demás, a través de los conocimientos que tienen unos países de otros y, por supuesto, a través de los encuentros más o menos violentos que se dan entre sociedades (guerras, colonizaciones, ocupaciones, tratados más o menos desiguales, etcétera, lo cual no siempre resulta el modo de aprendizaje más sereno ni el más prometedor). Sin embargo, en lo esencial, las distintas opiniones sobre el régimen político ideal, el régimen de propiedad que sería deseable o lo que cada sociedad entiende por un sistema legal, fiscal o educativo justo se forjan a partir de la propia experiencia nacional e ignoran en gran medida las experiencias de otros países, sobre todo cuando se perciben como lejanos y provenientes de civilizaciones o religiones diferentes, o cuando los encuentros entre países se producen de forma violenta (lo cual puede reforzar el sentimiento de rechazo profundo). En términos globales, este proceso de aprendizaje se basa en un conocimiento relativamente basto e impreciso de los mecanismos institucionales existentes en las diferentes sociedades (también a nivel nacional o entre países vecinos), tanto en el ámbito político como en cuestiones legales, fiscales y educativas, lo cual limita en forma considerable la utilidad de las conclusiones que se pueden extraer.

 

Evidentemente, estas limitaciones no son inmutables. Evolucionan en función de distintos procesos de difusión y de intercambio de conocimientos y de experiencias: escuelas y libros, migraciones y matrimonios, partidos políticos y sindicatos, viajes y encuentros, periódicos y medios de comunicación, etcétera. En este sentido, la investigación en ciencias sociales puede desempeñar un papel importante. Estoy convencido de que es posible contribuir a una mejor comprensión de los cambios sociales actualmente en marcha si se confrontan de manera minuciosa las experiencias históricas que provienen de países, áreas culturales y civilizaciones diferentes, si se explotan de la forma más sistemática posible las fuentes disponibles y si se estudia la evolución de la estructura de las desigualdades y de los regímenes políticos e ideológicos en cada sociedad. Ante todo, este enfoque comparativo, histórico y trasnacional permite que nos forjemos una idea más precisa de lo que podría significar una mejora de la organización política, económica y social de las distintas sociedades del mundo en el siglo xxi. Sin embargo, en absoluto sugiero que las conclusiones que iré presentando a lo largo de este libro sean las únicas posibles. Me parece que son las que se infieren lógicamente de las experiencias históricas disponibles y de los materiales que iré presentando. Trataré de detallar con la mayor precisión posible los episodios históricos y las comparaciones que, a mi parecer, son determinantes para justificar tal o cual conclusión (sin pretender ocultar la incertidumbre a la que están sujetas). Es evidente que estas conclusiones dependen de conocimientos y razonamientos que tienen, de por sí, limitaciones. Este libro no es más que una etapa minúscula de un vasto proceso de aprendizaje colectivo. Siento una profunda curiosidad y una gran impaciencia por conocer las siguientes etapas de esta aventura humana.

 

También me gustaría añadir, pensando en aquellos que lamentan el aumento de las desigualdades y las derivas identitarias, así como en quienes temen que yo mismo me lamente en estas páginas, que esta obra no es bajo ningún concepto un libro de lamentaciones. Soy más bien de naturaleza optimista, y mi primer objetivo es contribuir a encontrar soluciones a los problemas que se plantean en este libro. En lugar de ver el vaso siempre medio vacío, es posible maravillarse ante la sorprendente capacidad de las sociedades humanas a la hora de imaginar nuevas instituciones y formas de cooperar, de mantener a flote a millones de personas (a veces a cientos e incluso a miles de millones) que no se conocen ni se conocerán nunca, que podrían ignorarse o enfrentarse o destruirse en lugar de someterse a reglas pacíficas. Tanto más cuanto que tenemos poca información sobre cómo sería el régimen ideal y, por consiguiente, sobre las reglas a las que estaría justificado que nos sometiéramos. Sin embargo, esta imaginación institucional tiene sus límites y mi deber es convertirlos en objeto de análisis razonado. Defender que la desigualdad es ideológica y política, en lugar de económica o tecnológica, no significa que podamos hacerla desaparecer como por arte de magia. Significa que hay que tomarse en serio la diversidad ideológica e institucional de las sociedades humanas y desconfiar de todos los discursos que buscan banalizar las desigualdades y negar la existencia de alternativas. Esto también conlleva la necesidad de estudiar los mecanismos institucionales y los detalles de las reglas legales, fiscales o educativas existentes en cada país, puesto que estos detalles son los decisivos a la hora de hacer que la cooperación funcione y que la igualdad progrese (o no), más allá de la buena voluntad de unos y otros, con la que debemos contar, pero que nunca es suficiente, a menos que logre materializarse en un entramado cognitivo e institucional sólido. Si consigo transmitir al lector algo de todo esto y convencerlo de que el conocimiento histórico y económico es demasiado importante como para dejarlo en manos de los demás, entonces habré alcanzado con creces mi objetivo.

 

 

Repensar “la gran transformación” de la primera mitad del siglo xx
Entre 1914 y 1945, la estructura de las desigualdades mundiales, tanto dentro de cada país como a escala internacional, vivió sin lugar a dudas la transformación más rápida y profunda jamás observada en la historia de los regímenes desigualitarios. En 1914, en vísperas de la guerra, la prosperidad del sistema de propiedad privada parecía tan absoluta e inalterable como la del sistema colonial. Las potencias europeas, inseparablemente propietaristas y coloniales, estaban en la cima de su poder. Los rentistas británicos y franceses tenían entonces carteras financieras en el resto del mundo de un tamaño inigualado hasta nuestros días. En 1945, poco más de 30 años después, la propiedad privada dejó de desempeñar cualquier papel en el sistema comunista impuesto en la Unión Soviética. No tardaría en hacerlo también en China y Europa del Este. Perdió gran parte de su influencia en países que siguieron siendo nominalmente capitalistas, pero que en realidad se estaban convirtiendo en sociedades socialdemócratas y que combinaron en diferentes dosis las nacionalizaciones, los sistemas públicos de educación y de salud, y unos impuestos muy progresivos sobre los ingresos y los patrimonios más elevados. Tampoco los imperios coloniales tardarían en verse desmantelados. Los antiguos Estados nación europeos se destruyeron a sí mismos y su liderazgo fue sustituido por una competencia ideológica global entre el comunismo y el capitalismo, encarnada por dos potencias estatales de dimensiones continentales: la Unión Soviética y Estados Unidos.

 

Comenzaremos evaluando la enorme disminución de las desigualdades del ingreso y de la riqueza que se produjo en Europa y en Estados Unidos durante la primera mitad del siglo xx, en particular, el colapso del peso de la propiedad privada entre 1914 y 1945. Veremos que la destrucción material vinculada a las guerras sólo explica una parte minoritaria de esa transformación, aunque no insignificante para los países más afectados. El hundimiento de la propiedad privada se debió, fundamentalmente, a un conjunto de decisiones políticas que a menudo se tomaron de forma apresurada, pero cuyo punto en común radica en que aspiraban a reducir la influencia de la propiedad privada en la sociedad: expropiaciones de activos extranjeros, nacionalizaciones, control de los alquileres y de los precios inmobiliarios, reducción del peso de la deuda pública gracias a la inflación, a la tributación excepcional a los patrimonios privados o a su cancelación pura y simple. Analizaremos también el papel central que desempeñó la aplicación de la progresividad fiscal a gran escala en la primera mitad del siglo xx, con tasas que superaban 70-80% sobre los ingresos y la riqueza más elevados, y que se mantuvieron hasta los años 1980-1990. Con la perspectiva que da el tiempo, hay razones para pensar que esa innovación histórica desempeñó un papel central en la reducción de las desigualdades en el siglo xx.

 

Terminaremos estudiando las condiciones políticas e ideológicas que hicieron posible este punto de inflexión histórico, en particular “la gran transformación” de las actitudes hacia la propiedad privada y el mercado, que Karl Polanyi analizó en 1944 en su libro homónimo (una obra magistral escrita al calor de los acontecimientos). Las distintas decisiones financieras, legales, sociales y fiscales tomadas entre 1914 y 1950 fueron sin duda producto de lógicas y de eventos específicos. Llevan la marca de los acontecimientos políticos más bien caóticos de ese periodo y son reflejo de cómo los grupos que se encontraban en el poder en ese momento trataron de hacer frente a circunstancias sin precedentes, para las que a menudo estaban mal preparados. Pero estas decisiones también nos hablan de una profunda y duradera transformación de la percepción social del sistema de propiedad privada, de su legitimidad y de su capacidad para generar prosperidad y protección frente a las crisis y las guerras. El cuestionamiento del capitalismo privado se había estado gestando desde mediados del siglo xix, antes de materializarse en una opinión mayoritaria tras los conflictos mundiales, la Revolución bolchevique y la depresión de la década de 1930. Después de semejantes conmociones, ya no era posible seguir tomando como referencia una ideología que había sido dominante hasta 1914 y que en la práctica se basaba en la sacralización de la propiedad privada y en la defensa a ultranza de los beneficios generados por una competencia sistémica, ya fuese entre individuos o entre Estados. Las fuerzas políticas implicadas propusieron nuevos caminos, en particular diversas formas de socialdemocracia y socialismo en Europa, o el New Deal en Estados Unidos. Estas lecciones son importantes para el análisis de los acontecimientos de principios del siglo xxi, tanto más cuanto que una ideología neopropietarista ha ido ganando terreno desde finales del siglo xx. A propósito de este auge, podríamos atribuirlo al catastrófico desenlace del comunismo soviético, al menos en parte. Sin embargo, también es resultado del olvido de la historia y de la división del conocimiento sobre el funcionamiento de la economía, así como de las propias limitaciones de las propuestas socialdemócratas de mediados del siglo xx, sobre las que actualmente urge hacer un balance.

 

FOTO:

« »