Celine Song y la persistencia amorosa

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La realizadora surcoreana debuta con Vidas pasadas, una minisaga del amor interrumpido, donde los senderos sentimentales se bifurcan ante el capricho del destino

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Vidas pasadas (Past Lives, EU-Corea del Sur, 2023), cálida ópera prima como autora total independiente de la dramaturga surcoreana en EU radicada de 36 años Celine Song (también guionista de TVseries), la hipersensitiva niñota coreana de 12 años con precoz vocación literaria bien definida Na Young (Moon Seung-ah) llora porque su sereno amiguito del alma Hae Sung (Yim Seung-min) le ganó el primer lugar de la clase en una sola materia y, obligada por sus padres, se siente feliz de emigrar a Estados Unidos porque ningún coreano puede obtener un Premio Nobel, se despide feliz del entristecido Hae y adopta entusiasta el nombre occidental de Nora para aclimatarse en Nueva York y convertirse en una joven escritora que 12 años después (ahora interpretada por Greta Lee) es contactada por internet desde Seúl por su antiguo amigo Hae (ahora Teo Yoo) a quien ella también extrañaba y buscaba, recuperan su relación platicando vía videollamada a unas horas muchas veces forzadas e insensatas pero fervorosas para los dos, antes de que, de común acuerdo, ambos decidan dejar de verse y comunicarse, ella partiendo a una residencia para escritores para conocer a un colega judío también dramaturgo Arthur (John Magaro) y él cumpliendo su servicio militar obligatorio, hasta que otros exactos 12 años después, el buen Hae con una relación de noviazgo recién deshecha se apersone en Nueva York sólo para visitar a Na/Nora, paseen juntos en el ferri turístico hacia la Estatua de la Libertad y cenen al lado del buenaonda archicomprensivo Arthur, y la pareja amistosa-amorosa, se vea forzada a separarse desgarradoramente otra vez, en vista de la partida inminente de Hae de regreso a su lejana Corea del Sur, si bien compartiendo con su examiga los contradictorios sentimientos y socavadores desastres de una inevitable e irreconocible persistencia amorosa.

 

La persistencia amorosa arranca en forma enigmática con las figuras del joven de origen claramente oriental enfrascado en un apasionado coloquio de bar con la sofisticada chava coreanoneoyorkina con peinadito afilado a lo Louise Brooks/Anna Karina, a cuyo lado se encuentra medio relegado medio gozoso un varón judío-estadunidense, mientras fuera de campo una voz femenina especula sobre los posibles nexos entre los tres personajes incluso proponiendo agudas suposiciones o burlones absurdos (“¿Crees que son el uno para el otro?”), cual si unas y otros estuviera revelando tanto los spoilers del relato a punto de comenzar, sus derivaciones melodramáticas o fársicas de inmediato conjurables y desechadas cual indigna escoria mordazmente risible, porque el resto es efusiva ganancia amatoria que por fin se atreve a insinuar su honesto y recusado nombre (“Eres un psicótico”/ “Eres una psicótica”).

 

La persistencia amorosa juega a fondo el juego sutil y delicado de los arrasamientos tensionales y las intensidades de lo no dicho, la lengua de las cosas ocultas (diría la novelista Cécile Coulon), el subtexto emocional, la informulable magia y la gloria que subyacen en cada encuentro, en cada acercamiento corporal abortado y casi en cada frase pronunciada por la pareja protagonista de un severo amor imposible, pero ineludible, con grandes minimalistas ecos del realizador surcoreano de culto internacional Hong Sang-soo (En otro país 12) y su sobredialogado cine intimista en apariencia casual.

 

La persistencia amorosa se estructura narrativamente con una simetría perfecta que a saltos temporales análogos avanza de los 12 años de los personajes a sus 24 (la edad del triturador servicio militar varonil coreano) y de ahí al asomo de la madurez a los 36, pero visualmente las imágenes de amplio espectro del fotógrafo Shabier Kirchner parecen decir otra cosa o mucho más, pues no sólo se solazan en contemplativos planos abiertos, en súbitos seguimientos laterales de recorridos y en pulsionales movimientos de cámara, sino asimismo suelen de continuo atisbar acciones inconclusas a través de cristales deformantes que sugieren y esconden más de lo que muestran, reduciendo a su mínima expresión la música acariciante de Christopher Bear y Daniel Rossen, para permitir que la aterciopelada edición de Keith Fraase introduzca audaces insertos comparativos/simultáneos entre los sitios vividos en la infancia y su poética correspondencia baudelairiana con el nuevo presente, cual borgeano jardín de los senderos que se bifurcan y dos décadas después vuelven a unir sus espacio-tiempos y a trasminarse, como los graníticos monumentos de los parques públicos de Seúl esquina con Nueva York o la encrucijada que separa irremisible a los amantes malditos en potencia y sin saberlo.

 

La persistencia amorosa ve ensartarse y anudarse como en triunfo secreto temas tras temas, temas insospechados e hirientes, en primerísimo y prominente-providente lugar el tema egregio quasi fantástico cienciaficcional de la predestinación interindividual (diez veces invocado en coreano: im-yung) porque los héroes ya se han encontrado muy probablemente en ocho mil vidas anteriores (e inclusive el modesto Hae con el dulce Arthur ¿otras tantas veces?) por lo que sólo están reivindicando y reciclando y ahondando sus previas experiencias acumuladas y determinantes, el tema doloroso de la comprensiva y respetuosa pero jamás denigratoria ni autodegradante aceptación de la dinámica afectiva y (“Amar es procurar la libertad del otro”, preconizaban Sartre-Beauvoir en sus mejores tiempos existencialistas), y el tema balzaciano de las ilusiones perdidas (o en trance de perderse) en los perfiles frente a frente de esa decidida autora binacional que ya no sueña con el Nobel sino 12 años después aspiraría al Pulitzer y 12 más después se conforma con un Tony y ese coreanito que se asume autodefinitoriamente como el más ordinario de los seres ordinarios.
Y la persistencia amorosa desemboca en una escisión trágica porque sólo puede ser conformista e indecible.

 

 

 

FOTO: Una parte del rodaje tuvo lugar en East Village, Nueva York, donde los actores Teo Yoo y Greta Lee vivieron previamente. /Especial

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