Cinco microrrelatos de Mauricio Montiel Figueiras

Nov 20 • destacamos, Ficciones, principales • 2739 Views • No hay comentarios en Cinco microrrelatos de Mauricio Montiel Figueiras

 

Estos cuentos forman parte del libro Siempre tendrán hambre las sombras, ganador del Premio Nacional de Cuento Corto Eraclio Zepeda 2020, que comenzará a circular próximamente

 

POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS 

Esperanza

 

Encontró la muñeca entre los escombros de la guardería infantil derribada por el sismo que había sembrado la destrucción en varias zonas de la ciudad. Aunque le faltaban el ojo y el brazo izquierdos y estaba cubierta de tierra seguía irradiando una inocencia poderosa que lo hechizó, paralizándolo unos segundos. A su alrededor todo era un nubarrón de polvo, gritos de alarma o angustia que lanzaban brigadistas improvisados como él, luces desquiciadas de ambulancias y patrullas, conteo de cuerpos maltrechos que se extraían de entre las ruinas. A medianoche se suspendieron las labores de rescate: no había, se dijo a través de megáfonos, esperanza de sobrevivientes. Volvió a casa extenuado y sucio, acunando la muñeca entre los brazos. Se desplomó en la cama e intentó dormir. Se lo impidió el llanto punzante de una niña que sonaba sepultada bajo los despojos de la oscuridad.

 

Golden Gate

 

Día tras día el puente recibe a cientos de suicidas potenciales. Imposible saber cuál de las personas que lo recorren con la vista volcada hacia un paisaje inexistente decidirá beberse el vacío a grandes tragos. Pero hay mañanas grises como esta en que algo delata el pacto definitivo con la muerte. Algo como el gesto de cansancio extremo en el rostro sin afeitar del hombre que se acerca lentamente a la baranda color rojo sangre. Algo como los ojos huecos que se llenan con el mar de niebla que oculta al océano Pacífico, subiendo y bajando al ritmo de una marea interna. El hombre trepa al parapeto y, al cabo de lanzar una última mirada a la ciudad que despunta con sus miles de cristales por encima de la bruma, da el salto. Mientras cae siente cómo el raído abrigo de tweed se rompe para dejar que broten las espléndidas alas de ángel que nunca le permitirán renunciar al mundo que eligió por una misteriosa convicción convertida ya en su peor condena.

 

La ciudad recomenzada

 

Cada amanecer comenzaban a trabajar pacientemente sobre las ruinas de la ciudad que la madrugada derribaba con perseverancia semejante. Acarreaban los materiales necesarios para alzar los muros vislumbrados al fondo de sueños que no conseguían recuperar del todo, trazaban puertas y ventanas por las que irrumpiría la luz de un sol que perduraba en la memoria con la intensidad de los recuerdos de una época mejor que quizá no había existido, proyectaban techos que cobijarían el llanto de bebés nacidos para habitar una metrópoli poblada hasta el horizonte de rascacielos que relumbrarían a mediodía como magníficos yacimientos de diamantes. Se secaban el sudor de la frente y la nuca y contemplaban sus avances con ojos llenos de esperanza, diciéndose con silencios elocuentes lo que no podían o no querían expresar con palabras. Al concluir la jornada volvían a sus cuevas, exhaustos aunque satisfechos, y encendían hogueras para cenar y hacer el amor al resplandor de las llamas que iluminaban los minuciosos dibujos arquitectónicos plasmados en las paredes. Cada anochecer se retiraban a dormir exhalando suspiros profundos, sabiendo que sus gemelos oscuros saldrían protegidos por las tinieblas para empezar con la labor de destrucción de todo lo que ellos habían logrado construir durante el día y así mantener el extraño equilibrio del mundo que debían compartir por decreto desde tiempos incalculables.

 

El invierno de su descontento

 

Al despertar, mientras mira cómo las últimas hebras de su sueño se confunden con las volutas de vaho que salen de su boca como palabras pensadas pero no formuladas, intenta recordar cuánto tiempo lleva siguiendo el rastro. Sabe que todo comenzó unas semanas después de que llegara para quedarse el invierno que ningún pronóstico meteorológico logró adelantar. Sabe que el primer indicio del vuelco que daría su vida fue el crujido que su corazón produjo al resquebrajarse como se resquebraja la costra de hielo que cubre una extensión de agua similar a una herida al ser acariciada por ese sol primaveral que el mundo ya no volvería a ver. Sabe que luego del crujido vino un periodo de dolor sordo durante el que no pudo oír más que los latidos que le garantizaban el funcionamiento correcto del cuerpo que su espíritu congelado habitaba. Sabe que al cabo del dolor irrumpió la certidumbre de que debía ponerse en movimiento si no quería convertirse en una gárgola esculpida por el frío como tantos otros habitantes del planeta y que ese fue el resorte que lo puso tras el rastro. Pero por más que se esfuerza no es capaz de ubicar el momento exacto en que empezó a seguir las huellas que ahora se extienden hasta el horizonte donde se anuncia la mañana y que han sido impresas en la nieve por la mujer que lo abandonó con una frase gélida como el carámbano que se desprende del árbol que en nada se distingue de todos los árboles bajo los que ha dormido desde entonces, desde siempre: Ya no te amo.

 

El vaquero perdido

 

Sam Shepard (1943-2017), in memoriam

 

1. Bajo una rolliza luna de verano el vaquero perdido detiene bruscamente su caballo. Se examina las manos en busca de un mapa que lo conduzca hasta su hogar.

 

2. El hogar es el sitio donde siempre anhelas estar pero que nunca podrás encontrar. El vaquero perdido aún escucha las palabras cadenciosas de su padre.

 

3. Vuelve a casa, pequeño mío, vuelve a casa conmigo. Azorado, el vaquero perdido lucha por ubicar la canción de cuna de su madre en un recuerdo preciso.

 

4. Una casa no es forzosamente un hogar, medita el vaquero perdido. Una casa es el espacio donde se prende el fuego. Un hogar debe ser el fuego mismo.

 

5. De las entrañas de la noche brota el aullido de un coyote solitario. No hay animal con un hogar verdadero, susurra el vaquero perdido a su caballo mientras le toca la crin sudorosa.

 

6. Alguna vez, en algún lugar, hubo un hogar para el vaquero perdido. Hubo una mujer, hubo un hijo. Hubo algo que abrasaba con suavidad y que solía llamarse amor.

 

7. ¿Qué es el amor?, se pregunta el vaquero perdido, ¿es el amor un hogar? Lo único que ve en su memoria es una mano delicada al posarse encima de su mano tosca.

 

8. El caballo mueve la cabeza de lado a lado como si quisiera despejar una duda secreta. ¿Sientes amor?, le dice el vaquero perdido con voz vacilante.

 

9. ¡Tu hogar es un amor! El vaquero perdido evoca las palabras cristalinas de otra mujer. Una mujer de piel joven y morena, tostada a fondo por el sol, que no era la madre de su hijo.

 

10. Hubo silencios entre el vaquero perdido y la otra mujer. Silencios dilatados y profundos y llenos de caricias, de saliva, de sonrisas parecidas a bellas flamas efímeras.

 

11. Dos mujeres, dos hogares, dijo un anciano ciego al vaquero perdido en alguna ocasión. El asunto es averiguar en cuál de ellos perdura más el fuego. Cuál de ellas está más dispuesta a saciar el apetito de la lumbre.

 

12. El anciano ciego murió poco después de que su casa se calcinara hasta los cimientos durante una madrugada especialmente oscura. Casa y no hogar, subrayaba el viejo al vaquero perdido. No tengo un maldito hogar, reiteraba.

 

13. El vaquero perdido rememora la mirada vacía del anciano ciego. Algo en medio de toda esa blancura hacía pensar en el amor. En la posibilidad remota no de una casa sino de un hogar.

 

14. Transcurridas unas semanas de la muerte del anciano ciego, el vaquero perdido abandonó a su esposa y a su hijo. ¿Por qué?, fue todo lo que dijo ella. Voy tras el fuego, dijo él, montando su caballo. Quiero volver a arder. Necesito volver a arder.

 

15. El vaquero perdido se exilió de su pueblo natal para vivir con la otra mujer. En el centro de la nada construyeron una modesta casa de cara al crepúsculo.

 

16. A la otra mujer le gustaba observar las curvas trazadas por estrellas fugaces en el cielo nocturno. La hacían ima ginar, decía, colillas de cigarro arrojadas por un lejano gigante invisible. Las amo, murmuraba, te amo. El vaquero perdido respondía callando.

 

17. La otra mujer mantuvo el fuego encendido hasta que un buen día se extinguió. Una mañana el vaquero perdido despertó. Contempló largamente el cuerpo desnudo que respiraba a su lado. No sintió nada.

 

18. ¿Qué ocurre?, sollozó la otra mujer mientras el vaquero perdido ensillaba su caballo. Debo hallar el fuego, dijo él, debo hallar mi hogar y no sólo una casa. Y con esto procedió a extraviarse en la inmensidad del paisaje.

 

19. Bajo la rolliza luna de verano el vaquero perdido recuerda con claridad la mirada en los ojos de la otra mujer. Latía en ella algo similar a la ceguera, a la ceniza. Algo cercano a la congoja.

 

20. El vaquero perdido sabe que, al dejar el hogar, también había dolor en la mirada de su esposa. Había una casa o un corazón que se quemaba con misteriosa lentitud en las tinieblas.

 

21. El coyote aúlla de nuevo, el lamento de una mujer solitaria en la planicie. El caballo rasca la tierra con las pezuñas y suelta un bufido. El vaquer o perdido alza la cabeza, súbitamente alerta.

 

22. Allá, en el núcleo de la llanura incendiada por la luna, hay una luciérnaga roja que danza parsimoniosamente. ¿Tiene color el amor?, se dice el vaquero perdido.

 

23. Una hoguera arde bajo el firmamento donde la luna es el vientre de una mujer a punto de parir. Un olor a carne asada a las brasas llega flotando hasta el vaquero perdido.

 

24. Donde hay fuego debe haber un hogar, musita el vaquero perdido, y quizá algo semejante al amor. Y con esto palmea y espolea a su caballo, bañados ambos en luz de plata como extrañas joyas de la pradera.

 

FOTO: Ilustración inspirada en “El vaquero perdido”, de Mauricio Montiel Figueiras/ Crédito: Dante de la Vega

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