Julio Hernández Cordón y el narco apocalíptico

May 11 • Miradas, Pantallas • 4902 Views • No hay comentarios en Julio Hernández Cordón y el narco apocalíptico

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La violencia desmedida y el narcotráfico moldean a esta película como ninguna otra en la actualidad del cine hecho en México

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POR JORGE AYALA BLANCO

 

En Cómprame un revólver (Colombia-México, 2018), agobiante opus 7 del egresado guatemalteco cececiano vuelto prolífico autor completo continental de 43 años Julio Hernández Cordón (Las marimbas de la muerte 10, Te prometo anarquía 17), el temeroso padre drogadicto con gafas hirsutas Rogelio (Rogelio Sosa) sobrevive como trompetista de un conjunto eventual y encargándose de un devastado campo de beisbol sólo esporádicamente utilizado por traficantes de drogas en el centro de un México futurista demasiado próximo bajo el atemporal dominio absoluto de narcos como único prójimo, con población diezmada, escasas mujeres hipercodiciadas y absurdas reglas muy estrictas, por lo que el enclenque Rogelio debe mantener a su tierna hijita de diez años Huck (Matilde Hernández Guinea la auténtica hija del realizador) siempre cubierta en exteriores por una Máscara de Hierro, vestida de modo estrafalario que esconde su amenazado género y aherrojada a una larga y pesada cadena que debe arrastrar por doquier (“Esta cadena es para que no me roben, aquí se llevan todo”), aunque se queje de las dolorosas llagas resultantes; cada que puede escapa de la jaula de hierro en la que habita, para irse a juguetear y retozar con sus amiguitos en análoga situación precaria, el manco Ángel (Ángel Leonel Corral), el pícaro Rafa (Ángel Rafael Yanez) y el evasivo Tom (Wallace Pereyda), siempre disfrazados de arbustos vivientes como eficiente camuflaje para despistar visitantes funestos, pero la pequeña Huck desea ante todo contemplar las ya prohibidas fotografías de su madre muy tempranamente arrancada de su lado, al igual que su hermana mayorcita Sawyer, y además ansía recuperar el brazo que le fue bárbaramente amputado a su vecinito Ángel, hasta que un intempestivo partido de béisbol organizado en torno al temido capo local con perpetuo pasamontañas negro (Sóstenes Rojas) pondrá violentamente de manifiesto, tras la diáspora boscosa de los chavitos sorprendidos, la existencia de esa niña con atuendo de niño y al capo sin capucha bajo presuntos signos femeninos, mientras que el infeliz paterfamilia grifo Rogelio acaba siendo convocado para amenizar con su banda musical mañana por la tarde una orgiástica fiesta de sicarios en las tinieblas de la noche, a la que catastróficamente arribará después de acicalar con gran cuidado de manera ambigua a su propia hija y luego de sufrir en su camioneta el registro por varios retenes implacables (“¿Por qué trae esa pinche máscara de niña?”), ese narcoaquelarre apenas accesible que prometía ser una especie de misa negra con ofertorio iniciático, pero que acabará siendo presa de un confuso enfrentamiento masacrador contra unos sigilosos adversarios que irrumpen falsa o genuinamente uniformados, tan feroces cuan intempestivos, al desgraciado término del cual, sobre un reguero de cadáveres, el niño Ángel recuperará su brazo preservado entre hielos y cervezas, el canallesco Rogelio acabará uncido a una cuerda de prisioneros atados como bestias a una camioneta y, tras haber intentado sin éxito permanecer junto a su padre, la linda Huck quedará abandonada a media carretera y a merced como siempre del narco apocalíptico.

 

El narco apocalíptico excava y expurga los restos de una distopía despiadada que lleva hasta sus últimas consecuencias el pesimismo vencido de Te prometo anarquía y en el que todos los personajes exhiben idéntico gesto despectivo de expedita crueldad inconmovible, o de pronto asumen incólumes la misma indigna expresión suplicante, como ese padre ni macho ni prepotente, sino un jodido que busca sobrevivir en la impotencia ante un medio hostil extremo que ya le ha arrebatado a su esposa y a una de sus hijas, o esa curtida pandilla-parvada de niños que oscila entre el juego ininterrumpido y el fogueo de la sobrevivencia subrepticia, esas huidizas criaturas-arbusto rondando por los terrenos alegóricos del Señor de las moscas (Golding/Brook 62) y por las visiones posapocalípticas a la intemperie desalmada de la saga Mad Max (Miller 79-15), llevando su enrarecida y pesadillesca acción visceral a paradójicas alturas casi espirituales y excelsas, hacia la canción popular “La bruja” vuelta lazo de unión corporal padre/hija cual maldita canción de cuna de atemorizante fantasía sexual masoquista (“¡Ay qué bonito es volar…!”).

 

El narco apocalíptico arremete con palidez sepulcral contra los mitos fundacionales de la sociedad latinoamericana, llámense núcleo familiar (ya disuelto y podrido), terrible padre autoritario (ya sometido y ambiguamente descompuesto), deuda esencial (nietzscheanamente liquidadora liquidada) y filialidad (toda indefensión o rencor vivo), una estructura mortífera en sombrío equilibrio, la bombilla eléctrica cuyo blancuzco humo interno enervaba al padre de repente se sustituye por corte directo con la fumarola violeta que emerge e inunda los aires de su trompeta vaporosa, los constantes monólogos cursilíricos en vocecilla de la elusiva morrita Huck en la contrapuntística banda sonora (“La suerte es real y hay hombres con suerte”), el paisaje después de la narcobatalla con sangrantes calcomanías regadas por una explanada en el mejor estilo cinepotencial-hipotético de Hasta el sol tiene manchas (Hernández Cordón 12), o los triunfalistas batazos beisboleros a solas ante un inabarcable crepúsculo púrpura intenso.

 

Y el narco apocalíptico regala finalmente a las tribulaciones y los oteos hacia fuera de campo de su pequeña heroína Huck, una reflexión subyacente y crispada sobre la siempre empeorable condición de la mujer (“Tengo miedo”/ “No te va a pasar nada, yo te estoy cuidando”), ahora basada en la habitación en jaulas, el ocultamiento de género, la esclavitud heredada, el diente de la buena suerte recolocado en las encías y una conclusiva libertad titubeante que, esperanzadamente derrotada de antemano aunque sus amiguitos la llamen ya La Jefa, equivale a una cautividad eterna (“Y vamos a rescatar a mi papá”).

 

 

FOTO: Una niña de nombre Huck debe ocultar su identidad con una máscara para no ser víctima de un grupo de narcos que usa el campo de béisbol al cuidado de su padre. / Especial

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