Clarice Lispector o la alegría del descubrimiento
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
El 15 de enero de 1944, el crítico literario brasileño Sérgio Milliet anotaba en su Diário crítico: “Raramente tiene un crítico la alegría del descubrimiento. Los libros que recibe de los conocidos consagrados no le traen mayores emociones. Ya sabe lo que cuentan y sería capaz de escribir sobre ellos sin siquiera hojearlos. Cuando el autor es nuevo siempre hay un minuto de curiosidad intensa: el crítico abre el libro con voluntad de pensar bien, una página y luego otra, se desanima, hace una nueva tentativa, pero, ¡cuál de las páginas! Los descubrimientos son raros. Por ello el descubrimiento que acabo de hacer me llena de satisfacción”.
Milliet (1898-1966), paulista que descubrió él mismo su vocación crítica como joven testigo de la mítica Semana del Arte Moderno, acababa de descubrir a Clarisse (sic) Lispector y a su primera novela, Cerca del corazón salvaje. ¿Se trataría de un pseudónimo?, se preguntaba, en su Diário crítico. Pronto supo que Clarice Lispector (1920-1977) era una emigrada judía ucraniana que llegó al Brasil a los dos meses de nacida, cuyo espectacular debut trajo a aquel subcontinente la ficción moderna y la convirtió –hoy lo sabemos en su centenario de nacimiento– en la narradora latinoamericana más importante del siglo XX. Pero cuenta Benjamin Moser en su biografía (Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector, 2009) que la extranjería (o la otredad para decirlo de manera filosofante), sería su destino. Aunque el portugués se instaló entre los Lispector desde su llegada, primero a Maceió y luego a Recife, la duda de la lengua perdida como aproximación a su obra, es legítima. Se piensa que lo dicho por ella precede al silencio al que está obligado, según Ludwig Wittgenstein, quien nada puede o quiere agregar. “Este silencio es mi oración”, escribió Lispector.
De Lispector no sólo se dudaba de su brasileñidad. Era bellísima, además y se hizo famosa, mujer de mundo que entre más entrevistas daba menos se sabía de ella, por ser como la Esfinge, un misterio sin misterio redundantemente enigmático, como nos recuerda Moser. Su escritura atrae una desconfianza invencible, mecanismo que nos acerca a su genio, con la debida cautela. Lispector es tradicional y modernista, superflua y profundísima, traductora de Agatha Christie y de Edgar Allan Poe. Leyéndola, a veces parece una estudiante de literatura y otras veces una comentarista de Spinoza (una de las pocas lecturas de juventud cuya huella es evidente). No le importa tocar la nota frívola (escribió muchas crónicas sociales para revistas femeninas, previsiblemente infumables buena parte de éstas) y siempre es ella. Cuenta una historia y nos aleja con epifanías regulares, casi todas inolvidables, prestándose a antologías tramposas, como las “curadas artísticamente” por Roberto Corrêa dos Santos (con dos libros hechizos como Las palabras y El tiempo, ambos en Cuenco de Plata), donde la obra entera de Lispector es segregada, a gusto de quien “la interviene”, en aforismos y fragmentos.
Su prosa, desde Cerca del corazón salvaje, cautiva por una facilidad al contar nunca reñida con su maestría en la evanescencia sin pretenderse nunca poeta. Su lirismo no disgrega, sino concentra, mediante metáforas bien calculadas, círculos viciosos y virtuosos. Escritora natural, ateniéndome a Moser, sus años de formación parecen casi vacíos, mientras que lo decisivo fue que Marieta Krimgold, su madre, padecía de sífilis. La infectaron los soldados rusos durante una violación en los pogromos de la guerra civil de la que su familia, pese a todo afortunada, pudo huir y lograr que Chaya –así fue llamada originalmente Clarice al nacer en Chechelnik– sobreviviese. Su periplo entero puede leerse y mirarse en la notable Fotobiografía (2015) de Lispector, obra de Nádia Battella Gotlib y de la cual hay edición mexicana (Conaculta/La Joplin).
Y aún así, generada por aquel trauma, Lispector tendrá que encontrar otro, para cerrar su vida, el incendio del 14 de septiembre de 1966, cuando se durmió con un cigarrillo encendido y ardió la cama, dejándole una mano destrozada y severas quemaduras que la atormentaron física y mentalmente hasta su muerte, el 9 de diciembre de 1977, un día antes de su cumpleaños. Por ser sábado, hubo de esperar hasta el lunes para ser sepultada en el cementerio israelita de Caju, en Río de Janeiro.
El triángulo es la materia de Cerca del corazón salvaje, esa primera novela preludiada argumentalmente en algunos de sus cuentos de juventud. Tenemos un retrato donde una mujer se duplica en otra, su amiga, su rival, su otro yo; donde la maternidad es cuestionada y asumida en términos de panteísmo, de aliento vital. Mucho antes del imperio del género, la obra de Lispector fue exaltada como “literatura de mujer” por los críticos. Puede ser leída bajo el rigor de la crítica feminista aunque lo contrario también es cierto: su intimismo es femenino de una manera tradicional, también, porque la mujer le parecía, esencialmente, una divinidad que invade de religiosidad el mundo.
A los brasileños les gusta la distinción, en desuso en la crítica en español, entre los “romances” y la “novela”: así que, para ellos, todas las narraciones largas de Lispector pertenecerían al primer orden y sólo La hora de la estrella (1977), al segundo. Tuvo la bendita audacia –apunta Basilio Losada– de enviar a los hombres, en todos esos libros, al segundo plano. Por hacerlo así, la hubiese festejado un Balzac como hoy lo hace el feminismo.
Me alegró leer –en un examen deleuziano de Carlos Mendes de Sousa (Clarice Lispector. Figura da Escrita, 2000)– a Hélène Cixous afirmando que fue la pintura, antecediendo a la literatura, el lugar de Lispector, quien escribía como un pintor. Para ella, “escribir era pintar”, dice la polígrafa francesa. Eso pensé yo, ingenuo, al releerla. Se nutre, con naturalidad, de esa supuesta “no-técnica” difuminada que la Academia repudió en el impresionismo. Pero sobre todo después de Cerca del corazón salvaje, Lispector se apropia de esa otra técnica clandestina propia de los grandes maestros del surrealismo. En esa forma cuyas reglas aparecen ocultas o sobreentendidas, en esa cárcel desde donde ella se reconoció atrapada al mirar el Paysage avec des oiseaux jaunes (1923), de Paul Klee, encuentra esa ausencia de libertad característica del mundo, obviamente visual, de Lispector. Quien sueña no puede ser libre, parece decirnos la escritora.
Regreso a la alegría del descubrimiento de la que dio noticia Milliet en 1944. Le asombró, en Lispector, la claridad de su lenguaje, las soluciones inéditas que evadían el hermetismo de la vanguardia en una autora que había escrito Cerca del corazón salvaje a los diecinueve años. No le impresionó el “monólogo interior” que otros críticos menos entusiastas encontraron en ella como sello de denominación de origen, sino una “filosofía” donde coexistían el pasado, el presente y el futuro, “un conocimiento empírico de una cuarta dimensión que nos hace premonitorios y saudosistas al mismo tiempo”.
Aunque nunca practicó con celo la religión de sus padres, no pocos críticos encuentran en el judaísmo y su herodoxia, el crucero de la búsqueda de Lispector, para quien “la verdad es un destello”. Spinosista, me parece, sí lo fue: su mundo está imantado, ajeno a la trascendencia, inmerso en la animalidad del ser humano, acaso panteísta: “No tengo que perderme en las grandes ideas, soy también una cosa”, leemos en Cerca del corazón salvaje (en Siruela, como casi toda su obra traducida al español). Hay en ella, quizás casualmente, algo de la “fe animal” de la que habló, críptico, George Santayana. Sorprende saber que casi todas sus lecturas de iniciación fueron posteriores a Cerca del corazón salvaje: leyó a Joyce después de usar como epígrafe una frase del Retrato del artista adolescente y a Kafka, lo mismo que a otros clásicos modernos, los conoció ya siendo una estrella en ascenso de su literatura. A veces, a muchos autores, es difícil creerles esas infatuaciones virginales. Yo, a Clarice Lispector, le creo. Con fama de bruja, adivinó lo que iba a escribir.
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