Clásicos y comerciales: la demolición de Freud

Feb 18 • destacamos, Reflexiones • 994 Views • No hay comentarios en Clásicos y comerciales: la demolición de Freud

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Una vez leído Freud. The Making of an Illusion (2017), de Frederick Crews y releído Le Crépuscule d’une idole. L’affabulation freudienne (2010), de Michel Onfray, confieso que ya tuve suficiente con los ejercicios de demolición del doctor Sigmund Freud, porque, para lo que a mí me interesa, es decir, el impacto y el desenlace del psicoanálisis sobre la crítica literaria, son de escasa utilidad.
Si Freud fue un genio de escasos escrúpulos que se inventó como el fundador sublime de una religión secular, importa poco comparado con la dudosa reputación de otros profetas y no cambia el hecho de que se salió con la suya volteando de cabeza al hombre y a su concepción de sí mismo. Si Freud fue un pésimo médico clínico que no curó a nadie y falsificó expedientes para demostrar lo contrario, ello sólo corrobora lo que los terapeutas subsiguientes saben bien: el viejo diván vienés fue a dar al desvencijado rincón de la muñeca fea. Si Freud fue un belicoso jefe de secta internacional, adulado por el culto a la personalidad y agasajado con un anillo de poder, ávido de dinero, bien dispuesto a disparar anatemas y a expulsar herejes, en ello no es distinto a tantos heresiarcas y revolucionarios de todos los tiempos; ello no invalida la contagiosa universalidad de sus doctrinas. Y la cantidad de cocaína que Freud consumió o recetó sólo le da un sitio modesto en el amplio espectro toxicológico de los románticos, a cuyo prominente linaje perteneció. Si Freud, insisto, le dedicó afectuosamente un libro a Benito Mussolini, no fue el único: es una constante el amor de los letrados por los tiranos, como parte de una biografía hace rato rescatada de la pluma de los hagiógrafos. Si fue horriblemente misógino, aquello fue un crimen del tiempo y no suyo, como dijese Ramón Menéndez Pidal de la Conquista de América para exculpar a la España de los Reyes católicos; de su propia escuela surgieron las psicoanalistas que rebatieron su ignara y victoriana visión de la mujer. Si el psicoanálisis no es una ciencia, como lo demostró geométricamente Karl Popper, me importa poco pues tampoco lo es, para mí, la propia crítica literaria. Etc.

 

Me quedo, como resultará notorio para el lector enterado, con el Freud moralista, con las interpretaciones de Philip Rieff (Freud. The Mind of the Moralist, 1959), Paul Ricoeur (Freud. Una interpretación de la cultura, 1965) o Harold Bloom (El canon occidental, 1994), es decir, con “el maestro de la sospecha” que plasmó con una prosa clásica —dicen que leerlo en alemán es una delicia— las vastas batallas, algunas reales y no pocas imaginarias, que ocurren en la mente, abriendo paso —para bien, para mal— al “hombre psicológico”, actual figura dominante de la cual brotan nuestras quejas, incertidumbres y anhelos. Y si de críticos de Freud se trata, me quedo con Ernest Gellner (The Psychoanalytic Movement, 1985), quien hizo una antropología del freudismo e intentó —aunque se lo impidió el doctor Donald Winnicott— hacer práctica de campo en las sesiones psicoanalíticas con objetivos meramente etnológicos, como las que hiciese Claude Lévi–Strauss con los Boroboro.

 

Desde la flemática templanza insular, Gellner mostró al psicoanálisis como más de las cajitas felices, la NM (por el “Nietzschean Minimum”), con sus sombrías sorpresas, tan vendida en el continente. El inconsciente freudiano, a Gellner, le parece una buena idea, pero escenográficamente pobre, una escena criminal con algunos pocos instrumentos de tortura abandonados en la huida. Esperando, acaso, que llegase Beckett a montar Esperando a Godot (me parece a mí). Para tramoya del inconsciente, Gellner prefiere la romántica y estaría de acuerdo con Onfray en que el colosal éxito freudiano fue colocar en el centro al Sexo, la principal de las obsesiones de la humanidad pero empacada con la marca más prestigiosa de la modernidad, la Ciencia. No en balde Freud batalló tanto contra la Religión en su búsqueda de sustituirla. En fin, como dice Bloom, Freud sobrevivió al fracaso de su terapia, recordándonos que sin chamanismo (o animismo, diría Gellner) no hay civilización que valga. Friedrich Hayek, en cambio, afirmó que el siglo XX era una época de supersticiones por culpa de Marx y de Freud.

 

Regreso a mi tema. Toda aproximación crítica al psicoanálisis como método de la crítica literaria empieza con denunciar al complejo de Edipo como una patraña dizque mitológica, en el peor de los casos, o como una metáfora, suceso nunca ocurrido en las civilizaciones antiguas y asunto sólo registrado explícitamente por un solo escritor moderno (Stendhal). Jean-Pierre Vernant explica a “Edipo sin complejo” leyendo a Sófocles en su contexto estricto y Bloom propone a William Shakespeare (WS) como la fórmula para desentrañar “el complejo de Freud”, lo cual nos lleva a la teoría de Pierre Bayard (psicoanalista él mismo), de que es la literatura la que puede explicar al psicoanálisis y no al revés.

 

El complejo de Edipo fue una lectura propia del neoclasicismo vienés, muy fin de siglo, obra de un doctor curioso, el mismo Freud, quien a diferencia de otros literatos (aunque el psicoanalista, a estas alturas, me parece el fantasma de un escritor sacramentado), logró dogmatizar con una fábula. En otra oportunidad trataré de leer, desde la crítica de la crítica, las piezas más conocidas de Freud sobre arte y literatura (sobre Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel, J.W. Goethe, el olvidado Jensen y Fedor Dostoievski) para concentrarme esta vez en lo absurda que puede ser una petición de principio freudiana en literatura. Tras reconocer a Freud como un poderoso mitólogo a la altura de Marcel Proust, James Joyce y Franz Kafka, Bloom lo cita a propósito de Hamlet: “No me refiero”, aclara el médico de origen moravo, “a las intenciones conscientes de Shakespeare, sino que trato de suponer que lo que empezó a escribir fue un suceso real cuando su inconsciente comprendió que eso era lo que le ocurrió a su héroe”. De la frase puede decirse: 1)Freud no conoció a WS ( creía, inclusive, que el autor de su obra era el XVII conde de Oxford), es decir, no tuvo conocimiento de sus “intenciones conscientes”; 2) Admite suponer, sin conocer a WS, que Hamlet proviene de un hecho real en la vida de WS, quien 3) no estuvo en el diván de Freud, de tal manera que el doctor hace mal en suponer lo que el inconsciente de WS habría comprendido de aquello ocurrido al príncipe Hamlet, un personaje literario.

 

Se me dirá que toda crítica literaria flaquea cuando al interpretar confunde hechos y opiniones, pero en el caso de Freud, a su crítica literaria (Bloom, quien lo adora como moralista, la considera un chiste), la ubicaría en la escuela nutrida de los excesos psicologizantes y biografistas detectados hacia 1900, mismos que provocaron que Proust lanzara su anatema contra Sainte–Beuve y sus seguidores, de quienes Freud habría sido un involuntario seguidor. No es en desdoro de Sigmund Freud decir que, como a tantos lectores entusiastas pero inocentes y no profesionales, se le dificultaba distinguir bien, tratándose de literatura, la realidad de la ficción.

 

FOTO: El psicoanalista austriaco Sigmund Freud, en su famoso sofá, alrededor de 1932. Crédito de foto: Museo Sigmund Freud

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